Jorge Semprún y Elia
Wiesel mantienen una conversación cincuenta años después de ser liberados
del Büchenwald. Ninguno de los dos
quiere ser el último superviviente. Ellos han ligado el futuro de la humanidad
a la memoria de la barbarie que han experimentado. Lo que al ser humano quepa
esperar pende de un hilo tan delicado y exigente como repensar todo -el mundo y
el hombre- a partir del Lager. Saben que han fracasado en su intento. El
mundo sigue como si nada hubiera ocurrido. La responsabilidad del último
superviviente consistirá en un último esfuerzo, un esfuerzo sobrehumano, para
convencer a sus congéneres de lo que en tantos años y con tantos supervivientes
no se ha conseguido, a saber, que Auschwitz es lo que da que pensar. Uno y otro
piden que se les ahorre esa responsabilidad.
Sorprende esa
reacción en quienes han asumido por entero su papel de testigos. A Semprún le
costó lo suyo porque entendió enseguida que tenía que escoger entre la memoria
y la vida. Durante dieciséis años optó por la vida, tratando de olvidar el
campo con una existencia trepidante como
era la del agitador clandestino comunista en la España de Franco. Hasta que se
reconcilió con lo inevitable, a saber, que “el débil estertor del moribundo era
la patria de la que no podía escapar”. Su centro existencial era la experiencia
de muerte que no podía dejar atrás. Murió entonces Federico Sánchez, su nombre
de guerra en el Partido Comunista, y el superviviente de Büchenwald apareció encarnado en el autor de memorables
relatos.