La agresión en Alsasua a dos guardias
civiles por mozos del pueblo es un episodio que trasciende lo local porque, de
acuerdo con las noticias que nos llegan, reproduce un viejo esquema político
según el cual los de casa declaran la guerra a los de fuera al sentirse
amenazados en su identidad.
Esta forma de entender la política,
que el jurista filonazi Carl Schmitt definía como "el enfrentamiento entre
el amigo y el enemigo", es, pese a ser tan irracional, muy habitual. Pero
si hay un lugar en el que brille su peligrosidad es precisamente en Alsasua. De
allí fue, en efecto, párroco el navarro Marino Ayerra. Llegó al pueblo el 17 de
julio de 1936 y se marchó al destierro al acabar la guerra. De sus vivencias en
el pueblo dejó un conmovedor relato titulado Malditos seáis. No me avergoncé del Evangelio. Es un testimonio que
por su templanza y veracidad puede figurar sin desmerecer al lado de los de
Primo Levi, Robert Antelme o Elie Wiesel. El, un joven cura muy convencional
pero imbuido de la doctrina social de la iglesia, es enviado por el obispo Marcelino
Olaechea a pastorear una grey con conciencia obrera. Una mirada entre ingenua e
inteligente trasmite magistralmente el horror del "glorioso
Alzamiento". Porque son sus feligreses, católicos y carlistas, los que
encarcelan y matan a otros feligreses que son también católicos pero republicanos.
De poco le sirve apelar a la conciencia cristiana de los matones para frenar su
sed de sangre. A la altura de la "Leyenda del Gran Inquisidor" de Dostoievski se sitúa el relato
de su encuentro con el obispo que le había mandado meses atrás a predicar el
evangelio y que ahora le pide que se olvidé del tal Jesús porque lo que toca es
justificar el crimen.