1.
La expresión “los refugiados, vanguardia de los pueblos” se encuentra en un escrito de Hanna Arendt, de 1943,
titulado “Nosotros los refugiados”(1). El texto es en cierto sentido
biográfico. Habla de los judíos en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Estos
judíos alemanes era tan patriotas como los que más hasta que en 1933 llegaron
los nazis y tuvieron que emigrar a Praga prometiéndose ser buenos checos.
Apenas tuvieron tiempo de demostrarlo porque en 1937 Chequia, presionada por
los nazis, se convirtió en un lugar inseguro para los judíos, así que armaron
el petate y se trasladaron a Viena dispuestos a ser buenos ciudadanos
austríacos, pero tras el Anchluss en
1938 se fueron a París donde fueron tratados como sospechosos alemanes y por
eso les internaron en un campo de concentración de donde salen cuando Alemania
invade Francia, pero para ir a un campo de exterminio.
Una historia trágica de la que
Arendt saca un par de conclusiones que nos interesan hoy. La primera, que para
los demás no eran nada, sólo judíos. Les daban y les quitaban los derechos
cívicos según se terciaba. Lo único propio que les quedaba era el ser humanos,
poca cosa porque no llevaba aparejada la carta de ciudadanía, los famosos papeles, más importante que la mera
condición humana. Arendt observa cómo esa reducción del judío a la mera
humanidad identifica al judío con el ser humano o, dicho de otra manera, “por
primera vez la historia judía no está separada sino unida a las de las demás
naciones”. Hay algo de humor negro en esa constatación: por primera vez se ve
unido a los demás pero para convertirse en vanguardia del desastre humanitario.
La segunda es que para el Estado todos somos reducibles a “sólo seres humanos”.
En esto es el refugiado vanguardia de los pueblos: en que lo que hicieron con
ellos, por ser diferentes, lo pueden hacer con cualquiera. Todos podemos ser abandonados, impresionante término que
viene de banda (lo que incluye
excluyendo) y bando (lo que excluye incluyendo: el bandido); también tiene con
ver con bandera y bandería, que es al tiempo banda y bando. Hablando de
banderas viene a colación la viñeta de El
Roto. Dibuja una bandera y dice “los palos están mal vistos, pero si les pones un trapo se
dignifican”. La figura del refugiado habría que verla como expresión máxima del
abandono. Arendt concluye su reflexión con un aviso: “si esto hace un Estado
con los miembros más frágiles, toda conquista humanitaria de Europa está en
peligro”.
Este texto de 1943, leído hoy, ¿qué
nos dice? Para entenderle hay que tener en cuenta lo sobrevenido en estos 75
años, a saber, la Declaración de los Derechos Humanos de 1948; la construcción
de la Unión Europea (ligada al deber de memoria y a la experiencia de
Auschwitz); y la globalización tras el final de la guerra fría. Veamos.
1.1. En primer lugar, la Declaración
de 1948. Para calibrar su importancia habría que compararla con la de Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Notemos que en este
caso se distingue entre derechos del hombre y del ciudadano. Una distinción que
va a resultar trágica para el ser humano porque si el derecho del hombre dice
que todos nacemos iguales y libres, el Derecho del citoyen
precisará que sí, pero que es el Estado
el que lo decide. Los derechos del hombre tienen traducción política sólo si lo
quiere el Estado. Y de momento el Estado se los reconoce a los nacidos allí, a
los nacionales. La Declaración del 48, consciente de la contradicción, trata de
superarla sintácticamente al hablar de “derechos humanos”, pero ¿resuelve el
problema de fondo?, ¿tiene el ser humano por ser tal derecho a los derechos
políticos y sociales? No parece.
Giorgio Agamben piensa que estamos
en las mismas: el Estado no sólo administra los derechos humanos a su conveniencia,
sino que se reserva el poder de reducir al ciudadano a la condición de mero ser
humano. Se da a sí mismo el poder de desnaturalizar y desnacionalizar invocando
razones de tipo económico, cultural o político para poner entre paréntesis la ciudadanía del nacido en su
territorio o de quien la poseyera anteriormente. La razón de Estado se
considera por encima de los derechos humanos(2).
La contradicción de 1789 se mantiene
hoy aunque mitigada por los acuerdos internacionales derivados de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos que no es sólo letra. Ahí está el
TPI con capacidad sancionadora que limita la discrecionalidad de los Estado
pero no hasta el punto de acabar con la contradicción porque los acuerdos
internacionales lo son si están firmados por los Estados. La persistencia de
esa contradicción sirve a Agamben para ilustrar su provocadora tesis de que
“los campos (lugares de estado de excepción) son el símbolo de las políticas
modernas”. Es verdad que hay diferencias entre Auschwitz y un Estado de Derecho
pero en uno y otro caso estamos a expensas del poder del Estado. Ya me he
expresado críticamente en otro lugar sobre esta deriva de Agamben, optando por
la Tesis Octava de Walter Benjamin (me refiero a su escrito “Sobre el concepto de historia”) donde
dice que “para los oprimidos el Estado de excepción es permanente”. Los
refugiados serían ahora el contingente mayor de los oprimidos(3). Pero ¡cuidado
con el campo¡ Un campo es algo muy serio (nada que ver con una cárcel). Un
campo de concentración es, por principio, un lugar en el que los derechos
cívicos quedan suspendidos. Es como un estado de excepción permanente. Se
suspende el derecho sobre los internados pero eso no significa que queden
libres sino sólo que esos quedan sin derechos a merced de la voluntad de quien
gobierne el campo. El derecho como pura decisión. El campo fue la solución
entreguerras a la masa de migrantes que vagaban sin rumbo de un lugar a otro y
sigue siendo, según los que gobiernan, el lugar apropiado para el refugiado. Es
verdad que hoy han cambiado de nombre y se llaman CIES (Campos de Internamiento
para Extranjeros) pero, como dice el Papa Francisco, “esos campos de refugiados
son campos de concentración”. Ha sido Agamben quien ha rescatado la tesis de
Arendt, “los refugiados, vanguardia de los pueblos”, formulada hace casi medio
siglo.
1.2. En segundo lugar, la
construcción de la Unión Europea. La migración es un problema mundial, pero
nosotros europeos debemos enmarcarla en el contexto de la Unión Europea porque
eso la da una significación especial, por dos razones: porque Europa ha sido tierra de emigrantes y porque
sobre ella pesa el deber de memoria.
Europa ha sido tierra de emigración
y lo que eso significa lo revelaba muy bien la Carta de intelectuales
colombianos del 2002 (García Márquez, Botero, etc.). Nos recordaba a nosotros,
los españoles, que ellos son hijos o descendientes de esclavos, de esclavizados
(y por tanto empobrecidos) por nuestros
abuelos que adquirieron así para con ellos una deuda que se transforma en responsabilidad nuestra que no nos permite
discriminarles ahora. La obra de García Márquez, Cien años de soledad, para muchos la mejor novela hispanohablante
del siglo XX, es una denuncia de ese pasado. Los habitantes de Macondo nacen
afectados por la enfermedad del olvido, causa de todos sus males,
protagonizados por las siete generaciones de los Buendía que vertebran la
historia centenaria. El olvido en cuestión ha sido inferido por los
colonizadores cuando llegan representando la historia, el Weltgeist, la punta de lanza del progreso. Respecto a esa
vanguardia, ellos son sólo la prehistoria. Si quieren entrar en la historia tienen
que negarse, romper con sus raíces, desentenderse de su pasado. En eso consiste
el olvido, la causa de sus desgracias.
Bueno, pues sobre esa Europa pesa el
deber de memoria ¿qué significa esto? Lo explicaba Semprún a los jóvenes en la
carta de despedida. No olvidéis, les decía, que
Europa nace en Buchenwald, es decir, tiene que construirse como
respuesta a la experiencia de la barbarie que representan los dos
totalitarismos (el estalinista y el nazi). Esos dos totalitarismos son expresiones
del “mal absoluto”, es decir, no fueron equivocaciones menores ni cosas de unos
locos, sino proyectos presuntamente de felicidad en los que, sin embargo, nada
contaba la libertad humana. Lo grave de esos totalitarismos es que son expresiones
de tradiciones culturales que nos han marcado, que hemos venerado, pero a las
que hay que enfrentarse si queremos crear una nueva Europa. Lo perverso de los totalitarismos no lo sitúa
Semprún en su “capacidad de fuego”, en su infinita capacidad de barbarie (Auschwitz
o el Gulag), sino en algo mucho más sutil y peligroso, a saber, en su empeño
por querer salvarnos (Robespierre y
Danton crearon el Comité de Salut Publique. Salut no es salud sino
salvación); en identificarse pura y simplemente con lo bueno de suerte que
oponerse a ello era lo malo; en querer eliminar del ser humano la posibilidad
de equivocarse. Dice Semprún: “las sociedades con objetivos totalitarios
quieren a un hombre nuevo, refundido a su imagen y semejanza; un hombre
absolutamente bueno ya que debe reflejar en su conducta los principios de
bondad absoluta fijados por el poder según sus necesidades relativas, y, por
ello, impregnados de malignidad moral. Y así, toda desviación o disidencia será
tratada como una enfermedad del alma en los hospitales psiquiátricos y en los
campo de reeducación” (4). También en El
Nombre de la Rosa, fray Jorge de Burgos, el monje “al que todos temen y
admiran” porque de alguna manera personifica el bien ya que es el guardián del
saber, de los libros (es el bibliotecario), acaba siendo el verdadero asesino.
El mal absoluto no tolera la posibilidad de lo que Kant llama el “mal radical”
que consiste en equivocarse, en tomar el mal por el bien. Este planteamiento no
entiende, sigue diciendo Semprún citando ahora a Hermann Broch, que “el mal
radical” es una “dimensión moral en la práctica social” y tiene su fundamento
constitutivo (al igual que el bien) en la libertad humana. Y concluye: “el mal
no es ni el resultado ni el residuo de la animalidad del hombre; es un fenómeno
espiritual consubstancial a la humanidad del hombre…Y no cabe extirpar del ser
del hombre su libre disposición espiritual al mal” porque es la misma
disposición que le permite hacer el bien (ib., 83).
En su testamento Semprún no quiere,
en cualquier caso, dar una lección de historia sino una lección moral. Y el
primer artículo de ese nuevo código consiste en afirmar que nosotros, las
generaciones que nacen o viven después de Auschwitz, nacemos con una
responsabilidad adquirida: "el deber de memoria". ¿En qué consiste? No
en acordarse de los judíos, de las víctimas; no en dedicarles museos o jornadas
de rememoración. Al menos eso no es lo importante. Lo que significa el deber de
memoria lo explican ellos, los supervivientes de los campos, cuando al ser
liberados claman: "nunca más"; y, para ello, la memoria. Habían
vivido lo impensable y ocurrió lo que no supimos pensar ni prever. Esa
experiencia se convierte en lo que da que pensar Y eso es la memoria: tener
presente lo que hicimos aunque no lo pensáramos. Entender que somos capaces de
hacer lo que no sabemos pensar. Una cura de humildad para la arrogante
racionalidad ilustrada.
El deber de memoria se traduce en
valorar el sufrimiento que hemos causado, en entender que a partir de ahora
hacer hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad. Eso tiene por consecuencia
la inmensa tarea de repensar todo a la luz de la barbarie. Todo: la política,
el derecho, la ética, la estética, el derecho... La memoria no es un
sentimiento. Es un re-pensar todo desde el sufrimiento. Esa inmensa tarea
escapa al conferenciante y a la conferencia, pero intentemos al menos balbucear
en qué debería consistir.
Habría que re-pensar la política
desde el deber de memoria, desde la experiencia de la barbarie. Y eso obliga a
un cambio teórico y otro práctico. El cambio teórico afectaría a la lógica de
la política moderna que no es tanto la libertad o la igualdad sino el progreso.
No nos lo podemos permitir porque progreso y fascismo coinciden en la
invisibilización de las víctimas. No se trata de volver a las cavernas sino de
entender que una cosa es sacrificar la humanidad al progreso y otra, entender
el progreso al servicio de la humanidad.
Y en esas estamos: la guerra explica el desarrollo de la química en el siglo
XIX, de la física en el XX. Y¿ qué explica el desarrollo espectacular de la
ciencia y de la técnica en el XXI?: el mercado. Ahí se ve que mantenemos un
tipo de desarrollo científico en el que la humanidad está al servicio del
progreso y no al revés.
El cambio práctico se concreta en la
construcción de la Unión Europea. Hay que construir un nuevo espacio político:
Europa. Y aquí Semprún afina mucho. Dice que Europa está surcada por dos
grandes tradiciones: una que lleva al desastre y otra que nos puede salvar. La
que lleva al desastre tiene nombres propios (Hegel, Herder, Nietzsche,
Heidegger, Carl Schmitt...) y está caracterizada por los siguientes principios:
a) supeditar el concepto de ciudadanía a la sangre y a la tierra (a los
nacionales); b) definir la política como la relación entre el amigo y el enemigo,
nosotros y los otros; c) fundar los Estados sobre una uniformidad cultural (una
lengua, una religión, unas costumbres) ... engendrando así lo que Malouf llamó "identidades asesinas".
Pero Europa también es la cuna de
una tradición distinta, crítica, humanizadora, que tenemos que reanimar. Semprún propone entonces un recorrido que pasa por Alemania, Francia,
Chequia y España. En primer lugar y por lo que respecta a Alemania (siempre con
problemas con la libertad. No olvidemos lo que decía Marx “que los alemanes se
encuentran con la libertad en el día de su entierro”), Semprún reivindica una
tradición muy vinculada al pensamiento judío. Su autor de referencia es Husserl
cuya conferencia “La crisis de la
humanidad europea y la filosofía”, dada en Viena en 1935, es constantemente
citada. Tuvo noticia de ella en el campo gracias a un deportado judío vienés en Buchenwald que
camuflaba su nombre real, Félix Kreissler, por el afrancesado Lebrun o Lenoir.
Es el año 1935, momento de las leyes antisemitas de Núremberg; momento también
del asesinato de Kirov, el último oponente de Stalin, y principio de la fase
más negra del totalitarismo soviético (Semprún, 2011, 393). Husserl que quiere
volver a Alemania tiene que usar un lenguaje cifrado. Pero su compañero de
cautiverio le desmenuza bien el contenido de un texto que Semprún no dejará de
citar. ¿Qué decía Husserl? Que Europa es ante todo “una figura
espiritual”, es decir, el genio de Europa es la filosofía. Y eso significa
conformar todo a partir de ideas racionales, entendiendo por tales ideas
críticas y autocríticas, cuyo caldo de cultivo es la libertad, y universales, con
vocación universal; ahora bien, si
Europa se conforma desde la filosofía, las fronteras de Europa deberían ser las
de la razón y no las territoriales. El espacio de una
Europa concebida desde la filosofía no es el del Lebensraum de los nazis sino una convivencia sin exclusiones. Esta Europa que dibuja Semprún será pues ”supracional,
fundada en la razón y el espíritu crítico”(5). Nos puede chocar
pero Europa, en la Edad Media, era, como el Camino de Santiago, un espacio
abierto. Las fronteras y los pasaportes son consecuencias del Estado-Nación del
siglo XIX.
La
Europa de Husserl no es la de César, Carlomagno, Carlos V o Napoleón, basada en
estos casos en la idea de poder, pero tampoco una Europa Unida blindada con
fronteras externas. El judío Husserl soñaba con un espacio libre que enlazaba con la idea de
Occidente que por primera vez pensó otro judío, el fundador del cristianismo,
Pablo de Tarso, cuando se planteó una nueva religión que no estuviera limitada
por la sangre, como el judaísmo, pero tampoco entendiera la universalidad al
estilo de Roma (como imperio).
Todavía
en Alemania también habría que hablar de Karl Jaspers, el autor de La Cuestión de la culpa, libro escrito durante el Juicio de Núremberg
que está juzgando a los grandes criminales nazis. Jaspers se da cuenta de que con eso no se va muy lejos. Si
Alemania quiere superar su pasado tiene que reconocer que sobre ella pesa además de una culpa legal que se está
substanciando en Nurenberg, una culpa
moral y una culpa política que aunque no sean delitos son culpas que han
deshumanizado a la sociedad alemana y que ésta tiene que elaborar para lograr
un auténtico cambio interior. Interesante es la relación que establece entre
democracia y culpa o responsabilidad como si no fuera posible la democracia
pasando página.
Significativa
es igualmente la referencia que hace a una tradición democrática venida del
Este, de Praga. Checo es efectivamente Jan Patoçka, un discípulo de Husserl,
presente en Viena cuando la conferencia del maestro que él se trae a Praga. Le
interesa a Semprún porque Patoçka fue perseguido por los nazis y por los
comunistas hasta el punto de que murió tras un interrogatorio estalinista de once
horas. En aquellas interminables horas de tortura tuvo el valor de precisar
ante los torturadores el valor de la democracia: “hay que vivir con dignidad,
sin dejarse intimidar. Hay cosas por las que vale la pena sufrir”. En el día de
su entierro se prohibió a la población que acompañara sus restos hasta el
cementerio y también “se dio orden de cerrar las floristerías para que nadie
comprara flores que pudiera deponer en su tumba” (Semprún, 2010, 282).
De Francia cita a su maestro Maurice
Halbwachs y al historiador Marc Bloch. Halbwachs, sociólogo, es el autor de Los marcos sociales de la memoria” donde el autor habla de “memoria
colectiva” y también de “memoria histórica”. De él dirá que es un libro
decisivo para el desarrollo de las ciencias humanas. La tesis del libro es
sencilla: la memoria colectiva es el marco necesario para una socialización
crítica, ilustrada, del individuo. A lo que se oponía Halbwachs es a lo que
vemos hoy, un tiempo en el que la socialización de los individuos se hace desde
la frialdad social porque lo moralmente establecido, desde Kant, es que lo bueno “consiste en la persecución
de los intereses propios” y los de los demás deben ser vistos desde los
propios. Pero ¡ojo¡ la memoria como el marco social que permite la actividad
del individuo nos dice que somos sociales, que no es permisible la “frialdad
social” del individuo egoísta o del liberalismo, pero también que no cabe una
lectura tradicionalista: la memoria no es una norma sino un marco social que
debe producir novedad, creación y no repetición.
También se refiere al historiador
francés Marc Bloch, La extraña derrota, escrito
nada más producirse la débâcle de
Francia. Lo escribe, lo entierra en su jardín, se va a la Resistencia llegando
a ser uno de sus jefes militares, siendo fusilado por los alemanes en junio de
1944. De este autor toma dos ideas: a) que el totalitarismo y la
democracia tienen sendas tradiciones
filosóficas. El se enfrenta ahí a la tradición alemana de los Nietzsche y Heidegger
que ven en la democracia “la última estación del nihilismo”; b) critica la
supuesta superioridad de las democracias occidentales que han tratado al
fascismo como un producto arcaico. No es eso, repite Semprún. En el
enfrentamiento con el fascismo se ha repetido la vieja dialéctica “de la
azagaya contra el fusil. Pero en esta ocasión nosotros hacíamos de primitivos”
(ib. 78). Llega así a la conclusión de que los enemigos de la democracia
estaban mejor pertrechados (militar y mentalmente) que sus defensores.
De España menciona a Maimónides y a
la España de las tres culturas(6). Ahí Semprún va un poco de prisa pues tan
verdad es que aquella tolerancia forma parte de la mejor tradición europea como
que su negación, que es lo que al final se impuso, forma parte de la peor
tradición nuestra. La mejor contribución de España a la nueva Europa es que
hizo la experiencia de la tolerancia cuando reconoció la diversidad y que se
convirtió en intolerante cuando quiso ser grande siendo una y lo que consiguió
es que ni grande, ni una, ni libre. ¡Cuánto aprenderíamos los españoles si
reconociéramos lo que perdimos con la expulsión de los judíos y de los
moriscos! Aquel precedente nos ha marcado, como decía Américo Castro. Lo que nos
pide Semprún es el gesto cervantino de reconocer bajo la escritura castellana
de El Quijote un potente manantial
(el árabe) a la sazón proscrito.
Los rasgos característicos de esta
UE consistirían entonces en impedir la repetición de la barbarie; en crear un
espacio espiritual, i.e., sin fronteras; en reanimar lo mejor de sus
tradiciones. La pregunta es ¿va Europa en esa dirección? La última directiva que
nos llega de Bruselas manda expulsar a un millón de ilegales incluyendo a los
menores de edad.
El deber de memoria obliga a
repensar la política, la ética y…también el derecho. Figuras como la justicia transicional
o la justicia restaurativa tienen que
ver con el deber de memoria. Este obligaría a superar de una vez los restos
vindicativos, la relación de la justicia con la venganza, de pensar que la
justicia consiste en castigar al culpable...
1.3 La globalización, un fenómeno
que se desencadena con la caída del muro de Berlín. Nadie discute que la
globalización se da en el orden económico (globalización del comercio y de la
circulación de capitales) pero no en el de las personas. A estas no se les
permite circular libremente. ¿Las razones para esa discriminación? Son
económicas (que no baje el bienestar nacional), culturales (recuerdo un
encuentro con el ex-President Jordi Pujol, obsesionado con la fecundidad de las
mujeres africanas o latinas) y políticas
(aquí decidimos nosotros).
La respuesta política al peligro que
supone la emigración es el muro, la frontera, o el campo. Esto merece una
reflexión detallada. Habría que analizar la figura de la frontera antes y
después de la globalización.
Antes de la caída del muro de Berlín
se sabía que las
fronteras no son hechos naturales sino formas creadas y modificadas por seres
humanos con objeto de distinguir entre nosotros y los otros. Las fronteras marcan
lazos invisibles que unen a quienes hablan la misma lengua y comparten ciertas
tradiciones y separan y excluyen al resto, a los otros. Las fronteras son formas destinadas a garantizar el bienestar
de los nuestros y a proteger sus vidas y haciendas del exterior.
Lo paradójico de las fronteras es
que, siendo una decisión histórica, resulta azaroso, fruto del azar, nacer a un
lado u otro de la frontera. Y ese azar tiene consecuencias incalculables para
el bienestar: no es lo mismo nacer en Suiza que en Honduras. Las grandes
desigualdades no son las de dentro de un país sino entre países. Eso no nos
puede dejar indiferente, por eso las desigualdades entre países, entre
fronteras, es el punto de partida de la justicia global.
Ahora bien ¿por qué el suizo tiene
que preocuparse del status del hondureño? Hay una enumeración de causas
posibles que ya dieron genios como Rousseau, Kant o Arendt. Rousseau decía que
la frontera es un robo porque la tierra es de todos; hubo un estado natural de
igualdad...que se rompió cuando pasamos del estado natural a la sociedad. Y el
primer gesto constitutivo de la sociedad consistió en levantar una alambrada y
decir "esto es mío". Rousseau tiene claro que las desigualdades son
históricas, es decir, son el resultado de acciones y decisiones de nuestros
antepasados. Lo que pasa que unos heredan las fortunas y otros los infortunios,
pero hay una relación entre la pobreza de los pobres y la riqueza de los ricos
(Marx da una información muy precisa en El
Capital y aconsejo al que se interese y no tenga mucho tiempo que lea al menos
el capítulo 25 del Tomo I de El Capital.
Kant por su parte habla del “derecho
del extranjero a no ser tratado hostilmente por el hecho de haber llegado al
territorio donde hay otro”. Reconoce que quien ha llegado antes tiene algún
derecho, pero el que viene luego, también. Y lo que no puede el primero es
tratar hostilmente al segundo.
Hanna Arendt, la autora de Eichmann en Jerusalem, fue muy crítica con
las formas del proceso que juzgó y condenó a Eichamnn, pero no se privó en la
última página de formular su acusación particular: Eichmann y los suyos fueron
reos de lesa humanidad porque llegaron a pensar que podían escoger con quien
cohabitar la tierra. Nadie tiene el poder de hacer tal elección porque aquellos
con quienes cohabitamos la tierra nos vienen dados antes de toda opción. Si lo hacemos,
destruimos la condición de posibilidad de la vida política. Entiéndase bien:
uno puede ir a vivir donde le plazca; lo que no puede es decidir que el vecino
se vaya. La solemnidad y severidad de su juicio se entiende si tenemos en
cuenta sus consecuencias: si esgrimimos el derecho a decidir quién sea nuestro
vecino, podemos volverle la espalda o quitarle de en medio si no nos gusta. Y
fue lo que ocurrió en la Alemania nazi y antes en la España de los Reyes
Católicos.
Las fronteras después de la caída
del muro de Berlín tiene sus propios matices. Señala por un lado que la
migración ha crecido exponencialmente hasta convertirse en el mayor problema de
nuestro tiempo. La globalización ha aumentado las desigualdades y como el fin
de la guerra fría no ha supuesto el fin de las guerras sino su multiplicación,
las migraciones han aumentado. Los países ricos han tirado de la vieja receta
para afrontar el problema: levantar fronteras y crear campos. Lo nuevo es que
se han afinado las formas de esas fronteras y de esos campos: externalizándolas
(subcontratamos a otros países para que retengan y detengan la migración: Turquía,
Marruecos, Senegal); internalizándolas
(los CIES son fronteras dentro del país), pero sobre todo interiorizándolas (metiendo el miedo
en el cuerpo de los residentes ilegales, haciéndoles ver que los derechos
humanos no significan nada en el subsistema policial). Hemos legislado mucho sobre el derecho a
e-migrar pero muy poco sobre las obligaciones de los que acogen. ¿Resultado? Que
el inmigrante queda a merced de la política o de la policía.
Me preguntaba por la vigencia de la
tesis de Arendt "Los refugiados, vanguardia de los pueblos". Hay que
responder que sigue vigente porque pese al avance de la justicia internacional
subsiste el hiatus entre los derechos del hombre y los del ciudadano; porque el
deber de memoria cada vez pesa menos en la construcción de Europa; y porque la
respuesta de la globalización no ha encontrado otra receta al problema de la
migración que levantar fronteras y construir campos.
2. No
quisiera terminar sin referirme a otra variante, esta vez mucho más positiva,
de la tesis arendtiana según la cual los refugiados serían la vanguardia de los
pueblos.
Me refiero a
que se está produciendo un cambio colosal político debido a las migraciones.
Las migraciones se han convertido en un laboratorio político donde están
apareciendo nuevas figuras políticas que son las del futuro. Las migraciones
están revolucionando estructuras políticas que parecían eternas pero que dan señales
de estar agotadas. La gran paradoja: lo que los intelectuales colectivos o
individuales no son capaces de hacer lo están logrando las migraciones(7).
Estoy pensando en las siguientes
figuras: en primer lugar, el transnacionalismo migratorio que es como una
elipse donde el migrante es consciente de la "e" de emigrante y de la
"in" de inmigrante, sin renunciar ni al punto de partida ni al de
llegada. Aparece así una cultura política
diaspórica, esto es, la aparición de una cultura política cuyo precedente
sería la diáspora judía caracterizada por entender el exilio como forma de
existencia. Eso supone, renunciar vivencialmente a la pertenencia incondicional
a un Estado exclusivo. Aparece una cultura societaria no ligada a un lugar o un
único Estado; aparecen identidades superpuestas que obligan a revisar formas de
pertenencia y lealtad mono-nacionales. En segundo lugar, la ciudadanía desagregada, esto es, aparición de nuevas formas de entender y
practicar la ciudadanía. Antes, sin pertenencia política no había derechos
sociales; ahora los emigrantes sin papeles tienen derecho a los servicios
sociales básicos. Se debilita la ciudadanía en su constitución clásica y
también en sus funciones sociales: la ciudadanía ya no es la condición
necesaria para que un Estado asuma responsabilidades con los no nacionales. Por
eso se habla ya de una “ciudadanía desagregada”. Se desagregan o separan los
elementos que la componen y que antes iban juntos (territorialidad, control
administrativo, legitimidad democrática e identidad cultural: antes iban juntos
y en un paquete, ahora se separan de forma que los individuos pueden disfrutar o
carecer de ellos por separado). En tercer lugar, el horizonte post-nacional. Se
va imponiendo el modelo de doble nacionalidad y eso tiene efectos:
debilitamiento, en primer lugar, de la conciencia nacional. Sabido es que quien
tiene dos nacionalidades se libera del nacionalismo. En segundo lugar,
reforzamiento de los derechos humanos que ahora funcionan como anclaje
normativo de derechos hasta ahora dependientes de la ciudadanía.
3.
Hubo un Ministro de Exteriores, Abel Matutes, que, cuando el conflicto de El
Ejido, dijo algo enorme: “para el Estado los emigrantes sin papeles no existen”
(sólo como mano de obra pero no como sujetos de derechos). También tenemos
constancia de lo que dijo un escritor suizo, Max Frisch, a propósito de la
emigración: “esperábamos trabajadores y llegaron personas”. Nadie esperaba a
personas pero unos acabaron descubriéndolas y otros, ignorándolas. Nosotros ¿de
quién estamos más cerca: de Matutes o de Frisch?
Reyes
Mate (Conferencia pronunciada en el Colegio
de Abogados de Guipúzcoa el 24 de abril 2017)
Notas:
(1)
Hanna Arendt “Nosotros los refugiados”, publicado luego en The Jew as Pariah, Grove Press, Inc, NY, 1978, 55-66.
(2)
Giorgio Agamben, 2001, Medios sin fin,
Pre-Textos, Valencia, 25 y ss.
(3)
Reyes Mate, 2003, Memoria de Auschwitz,
Trotta, Madrid, 79 y ss.
(4)
Jorge Semprún, 2006, Pensar en Europa, Tusquets, Barcelona, 83.
(5) Jorge Semprún, 2011, "Memoria del mal", texto de
las Conferencias Aranguren, en Isegoría,
nr. 44, enero-junio 2011, 377-412.
(6) Jorge Semprún,
2010, Une tombe au creux des nuages,
Champs Essais, Paris, 44.
(7)
Para este tema es de interés el libro de Juan Carlos Velasco, 2017, El azar de fronteras, FCE, 129 y ss.