El calendario litúrgico es el último
refugio de asuntos transcendentales, barridos de la agenda cultural que domina
nuestras vidas sea porque no son rentables o porque desasosiegan o porque no
tienen clara respuesta. Por ejemplo, la muerte que vuelve a nuestras vidas cada
año en el Día de Difuntos.
La muerte es un tema favorito de las
religiones a juzgar por el colorido de sus respuestas, todas ellas
consoladoras. La tradición judeocristiana, que es la que ha dominado en Occidente,
también habla de la muerte pero para afirmar la vida. Pone el acento en el
derecho a vivir la vida; esta vida antes de la muerte, se entiende. Y esa es
una gran novedad porque no la degrada a valle de lágrimas ni a mero tránsito
hacia otra vida mejor. Cuando los evangelios hablan de la muerte de Lázaro, por
ejemplo, lo que se pone de manifiesto es la importancia de la vida. Es verdad
que en los funerales nos presentan ese episodio como un aval de la resurrección
pero, si bien se mira, sería una resurrección de cortos vuelos porque Lázaro
volvió a morir con lo que su resurrección sería de poca monta. Lo que se quiere
dar a entender, más bien, es la alegría de vivir.