“El derecho de gentes no sólo tiene
fuerza por el pacto y el convenio de los hombres, sino que tiene verdadera
fuerza de ley. Y es que el orbe todo, que en cierta manera forma una república,
tiene poder de dar leyes justas y a todos convenientes, como son las del
derecho de gentes. De donde se desprende que pecan mortalmente los que violan
los derechos de gentes, sea de paz, sea tocantes a la guerra, en los asuntos
graves como en la inviolabilidad de los legados. Y ninguna nación puede darse
por no obligada ante el derecho de gentes, porque está dado por la autoridad de
todo el orbe”(1).
En estas líneas de Francisco de
Vitoria tenemos las líneas maestras de su derecho de gentes. Este se basa en un
acuerdo entre hombres y naciones, con fuerza de ley, es decir, lo que ahí se
afirma como justo no lo es por sí mismo o por derecho natural, sino “por un
estatuto humano fijado por la razón”(2). En otras palabras, el derecho de
gentes es un derecho positivo, consistente en un acuerdo “tácito entre las
naciones”, basado en la razón. ¿En qué consiste esa racionalidad? La
racionalidad de la ley, en la teoría tomista, consiste en un ordenamiento
racional de la misma cuya causa final es el bien común. Ahora bien, si el bien
común es el objetivo del derecho de gentes, eso significa, por ejemplo, que el
bien común debe prevalecer en casos de conflictos con Estados particulares; y,
también, que un Estado puede, en representación del “orbe todo” declarar la
guerra a otro Estado si éste atenta al bien común de su pueblo. No dice “en
sustitución del orbe todo”, sino “en representación” del mismo.
Lo que pasa es que este supuesto es
muy difícil que se de hoy en día cuando el bien común toma la forma de
democracia o de derechos humanos. ¿Por qué? Porque esas formas nuevas de bien
común no pueden realizarse más que con la participación de los afectados. No se
ve muy bien cómo un Estado pueda imponer a otro la democracia por la fuerza.
El derecho de gentes es, según
Vitoria, un derecho positivo, pero
entendiéndole como despliegue del derecho natural, es decir, como adaptación
del derecho natural a las circunstancias históricas. Expliquemos esto. El
derecho natural viene del mito o de la convicción de que todos los hombres
nacen iguales. Lo que pasa es que ese estado de nacimiento o natural ya no
existe en nuestra sociedad: ahora los hombres nacen desiguales. El derecho de
gentes vendría a remediar este desorden social. ¿Cómo? Sólo en un aspecto.
Tengamos en cuenta, en efecto, que el desorden social o las desigualdades
sociales suponen un problema a la justicia y a la equidad, es decir, habría que
interpretarlas como injusticias de las que tendría que hacerse cargo un sistema
político que quisiera ser justo. Pero algo le dice a Vitoria que ese es un
camino peligroso, así que opta por hacer de la necesidad virtud, es decir,
decide ver en esas desigualdades una condición para la paz. Dice entonces a
propósitos de esas desigualdades que “sí ayudan a la paz y la concordia de los
hombres, que no podrían conservarse si cada uno no tuviese bienes determinados;
y por tanto es de derecho de gentes el que las posesiones estén divididas”(3).
Es decir, por un lado, se sabe que la propiedad privada es un atentado a la
igualdad natural, pero, por otro, se la convierte en principio de la
convivencia. Esta desviación de Vitoria, que Rousseau elevará a estrategia
política de la modernidad, significa de momento que el derecho de gentes no
tiene por objetivo la justicia sino la paz o, mejor, el orden que sería una paz
al margen de la justicia.
1.
Del derecho de gentes al estado de excepción.
Habría que preguntarse en qué medida
el nuevo orden mundial, surgido del 11 de septiembre del 2001, supone la
liquidación del derecho de gentes. Señalemos de entrada que el 11 de septiembre
puede significar la aceleración de un proceso que viene de lejos. Me refiero al
fenómeno llamado “revolución conservadora”: que es conservador porque da
prioridad a la seguridad sobre la libertad; y que es revolucionario pues quiere
despedir a un orden que juzga periclitado. Se trata de un proceso que no
excluye la violencia, aunque también cuenta con que, una vez asentado, será
bendecido por el derecho, dado el sentido innato que éste tiene por la
facticidad.
Pues bien, lo que caracteriza ese
nuevo orden es el estado de excepción decretado por la primera potencia mundial
sobre el “orbe todo” en la medida en que alguien o algo de ese todo suponga una
amenaza para el imperio. Por supuesto que esa excepcionalidad no ha sido
decretada formalmente, pero tampoco se puede decir que no le falte base
documental. El documento “Estrategia nacional de seguridad de los Estados
Unidos” (noviembre del 2002) contiene ya los elementos fundamentales de ese nuevo
orden: doctrina de la acción preventiva; denuncia del peligro que suponen los
estados “irresponsables” con armas de destrucción masiva (se suponen que los
estados “responsables”, con armas de destrucción masiva, no suponen ningún
peligro); promesa de mantener la superioridad militar de los Estados Unidos;
promesa de proteger a los ciudadanos americanos ante el Tribunal Penal
Internacional...
Otro documento anterior, la Orden
Militar (del 13 de noviembre del 2001), firmada por el presidente Bush, permite
comprender mejor el carácter excepcional de esta política. Ahí se determina que
cualquier ciudadano no americano sospechoso de terrorismo, queda sometido a una
jurisdicción especial que incluye detención ilimitada y entrega a comisiones
militares exentas de todo control legal.
Desde estos supuestos “legales” se
pueden producir los siguientes efectos: en primer lugar, la suspensión del
derecho y, por tanto, la reducción del sospechoso o retenido a “nuda vida”. Los
retenidos en Guantánamo son el más claro ejemplo de una situación en la que la
ley se retira del sujeto pero no para liberarle sino para privarle de su
condición de tal. Estos retenidos no son formalmente acusados de nada, ni
considerados prisioneros de guerra; no hay tribunal que les acuse, ni al que
puedan recurrir; son juzgados sin estar acusados. Condenados a ser tratados
como no-sujetos. Habría que recurrir al Proceso de Kafka para entender
de qué estamos hablando. En segundo lugar, la aparición en escena de la figura
de la invasión como nueva forma de la oposición amigo-enemigo que, de acuerdo
con Carl Schmitt, es lo que define lo político. La invasión, cuarto jinete del
apocalipsis junto al hambre, la guerra y la peste, invalida los esfuerzos
civilizatorios que durante siglos habían tratado de reducir los daños de la
guerra, suscitando, por ejemplo, el debate en torno a la “guerra justa”. No se
puede juzgar una invasión moderna con las categorías de la guerra justa (causa
suficiente, autoridad competente y recta finalidad) porque, por definición, el
asunto de la guerra justa pertenece al viejo orden que se da por acabado.
Jürgen Habermas (4) apunta en la misma dirección cuando dice que esta guerra
nada tenía que ver con las causas invocadas (amenaza terrorista) ya que a ese
mal se le combate con otras estrategias. La causa hay que verla en la voluntad
de crear un orden nuevo.
Lo
que me interesa señalar es que hay que pensar la nueva situación desde la
categoría invasión, que sería la nueva modalidad de la guerra. La guerra es la
oposición amigo-enemigo, es decir expresa una situación en la que el otro tiene
el status de enemigo, hostis, un rival que puga por el mismo espacio. La
invasión ya no se piensa desde el otro, sino de mi mismo. El otro no puede
tener un status legal reconocido, con sus derechos y obligaciones, sino que es
la negación pura y simple de mis intereses.
2.
Si desde el punto de vista jurídico el nuevo orden toma elementos de la teoría
del estado de excepción, convendría detenerse en su significación ya que esa
categoría acompaña a la política europea desde antiguo.
Es como bien sabemos un tema muy
schmittiano y también benjaminiano. Carl Schmitt se topa con Vitoria cuando
desarrolla su concepto de lo político (5). No soporta que Vitoria plantee en el
centro de su derecho de gentes el problema de la guerra justa. La moralización
de la guerra, que tanto preocupaba a la Escuela de Salamanca no ve, a sus ojos,
lo esencial de la guerra: su valor estructural en la construcción del Estado.
Si sacamos a la guerra de ese encuadre y nos ponemos a hablar de que hay
guerras justas e injustas, lo que vamos a conseguir es que en caso de guerras
injustas (que serían las más) no habría freno a la violencia pues la moralidad
es impotente ante la dinámica de la barbarie. El hostis, en su teoría,
no es bueno ni malo: es un momento necesario del juego político y, como tal,
merece un respeto. Pero si le moralizamos y le declaramos malo, entonces
podemos hacer cualquier cosa con él y él, cualquier cosa con nosotros. La
moralización de la guerra anunciaría, según Schmitt, la barbarie.
Una vez afirmado el valor
estructural de la guerra, lo interesante del debate se centra en la relación
Schmitt-Benjamin (6). Lo que subyace al mismo (debate) es el convencimiento
compartido por uno y otro de que hay una relación entre derecho (o política) y
violencia. El derecho, dice Benjamin, nace y se mantiene gracias a la
violencia. Parece una paradoja que la política, la institución que el hombre se
inventa para la convivencia, se base en la violencia. Esa es la preocupación de
partida.
La figura que, según Benjamin,
podría resolver el enigma y acercarnos a una política no violenta sería la
suspensión del derecho o estado de excepción. Haciendo eso liberaríamos a la
vida espontánea o convivencia normal del corsé convencional. Para hacernos una
idea de lo que sería esa política sin normas tendríamos que pensar en el
carnaval, un momento excepcional en el que la sociedad se siente libre porque
suspende de alguna manera las normas convencionales que habitualmente regulan
la convivencia. Claro que este mismo estado de excepción puede tener otro
efecto, esta vez perverso, si el soberano, al liberar a los súbditos de la ley,
no los deja libres, sino sometidos y sin ley. Se retira la ley pero quedan a
merced del soberano. Esto es lo que está ocurriendo en Guantánamo y lo que
ocurría sistemáticamente en los campos de concentración o de exterminio.
Benjamin busca un figura excepcional
que consiga la liberación de la vida sin caer en la arbitrariedad o
decisionismo del soberano. Ese es el tema de Zur Kritik der Gewalt. Ahí
distingue entre una violencia mítica, que es la propia del derecho y que
consiste en combatir a los violentos con sus mismas armas, lo que lleva
inevitablemente a la reproducción de la violencia, y una violencia divina
que consistiría en la negación de la negación, es decir en combatir la
injusticia no con la injusticia sino con la justicia. Estaríamos ante una
concepción de la política que pivotaría sobre la justicia, entendida ésta como
negación o interrupción de la injusticia. Esta violencia divina no ata la
política al derecho, sino que somete el derecho a la justicia, en tanto en
cuanto la fuente de la justicia es la experiencia de la injusticia.
Carl
Schmitt entra en el debate abierto por Benjamin, pero con otras preocupaciones.
No es la violencia del poder lo que le quita el sueño sino la explicación del
poder. La figura del estado de excepción le da la clave. Cuando dice que
“soberano es el que declara el estado de excepción”(7) entiende que ha
conseguido una sólida fundamentación del poder que trasciende las veleidades de
la volonté générale pues es lo más parecido al poder de Dios. El poder
se funda en la decisión del soberano y esta decisión nunca es tan pura e
incondicionada como cuando declara el estado de excepción: entonces suspende la
norma y todo queda a merced de su decisión.
Hay algo en el estado de excepción
que repugna a su sentido conservador y es la liberación del derecho por parte
de los afectados, pudiendo éstos pensar que la vida es anómica. El conservador
Schmitt no puede aceptar que la política sea un carnaval porque eso sería el
caos. Por eso da una vuelta de tuerca a esa figura excepcional y explica la
suspensión del derecho como dependencia incondicionada de los súbditos a la
voluntad del soberano que pasa a tener “force de loi”(8).
El problema que se le plantea a Carl
Schmitt es que su teoría sólo puede funcionar si se mantiene le excepcionalidad
del estado de excepción ya que de lo contrario sí sería el caos. Quiero decir
lo siguiente: el campo puede ser una ciudad sin ley -como lo eran los campos
nazis- a condición de que la ley funcione en el resto del país de suerte que
gracias a la ley se pueda mandar a la gente al campo, se impida que nadie se
solidarice con los deportados, se formen policías fieles e identificados con la
solución final, etc., etc. Guantánamo puede existir si existe un Capitolio. La excepcionalidad
lo que pretende es que cualquier sospechoso pueda ir a Guantánamo, no que todo
sea un Guantánamo.
Hay por tanto un caos latente en la
teoría de Carl Schmitt, que era lo que él precisamente quería evitar. Este es
el punto en el que se fija el Benjamin posterior para rechazar la propuesta
schmittiana que sólo piensa en las manos libres del soberano y no en la
libertad/liberación de los ciudadanos. Lo que Benjamin viene a decir a Schmitt
es que excepcionalidad y soberanía decisionista no casan porque son conceptos
alternativos: la afirmación de uno supone la negación del otro. Lo que Schmitt
quería es una “soberanía decisionista”, es decir, una discrecionalidad
permanente; ahora bien, si es permanente no es excepcional.
¿Qué pasa si se da una
discrecionalidad permanente? Pues que el objeto de esa discrecionalidad vive en
estado permanente de opresión, es decir, se produce una negación de la
política. Una cosa es la negación del otro -de otro pueblo, de otro Estado- que
es a lo que apunta la dialéctica amigo-enemigo, y otra cosa es la negación de
una parte del propio pueblo. Eso es la negación de lo político. Ahora bien, eso
es lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos, de ahí la sentencia de
Benjamin: “para los oprimidos el estado de excepción es permanente”(9). No es
un juicio moral lo que acaba de pronunciar Benjamin, sino la crítica más
demoledora del decisionismo puesto que supone la negación de lo que quería
precisamente afirmar. El decisionismo quería hacer frente a la debilidad
política del liberalismo que asentaba la legitimidad en algo tan frágil como la
voluntad de los ciudadanos, y acaba negando la existencia política a la mitad
del pueblo. El decisionismo de Schmitt asegura lo que quería eliminar: la
guerra civil dentro del Estado.
3.
La propuesta de Benjamin: declarar el estado de excepción a ese estado de
excepción permanente.
Aquí asoma una idea cara a Franz
Rosenzweig quien veía al Estado como la fijación de un momento de la vida de
los pueblos. El Estado es como si quisiera parar el reloj tratando de impedir
que la vida siga. Pero la vida sigue, de ahí una tensión permanente entre
Estado y vida. Benjamin coloca a la política del lado creativo de la vida y al
derecho en la voluntad de parar el ritmo vital. Aplicar la excepcionalidad al
estado de excepción es interrumpir esa lógica anquilosada, que no sabe de
novedad, que es un eterno retorno de lo mismo. Que Benjamin explique al
progreso como retorno de lo mismo da idea de que lo que Benjamin pretende con
su teoría del “verdadero estado de excepción” no es sólo replicar a Schmitt
sino a la lógica subyacente a algo en teoría opuesto al conservadurismo
schmittiano, a saber, la lógica del progreso. Hay un parentesco entre la lógica
schmittiana (incluso en su versión fascista) y el progreso (10).
El progreso es un constante retorno
de lo mismo porque en él no hay novedad sino alargamiento de un continuum.
Cuando el presente es el resultado del pasado victorioso, el futuro sólo será
proyección de lo dado. Vuelve lo de siempre porque lo que ha sido sigue siendo.
La novedad sólo intervendría si se hiciera presente lo que no ha sido: lo
fracasado o frustrado de la historia. No es que Benjamin sea un arcaico o
antiguo que deteste el progreso; lo que denuncia es la no novedad y, por tanto,
la inhumanidad del progreso. No es lo mismo, en efecto, declarar a la humanidad
como objetivo del progreso, que al progreso el medio al servicio de la
humanidad. En el primer caso el progreso se convierte en el ídolo social al que
hay que sacrificar todo; en el segundo, en el medio para una mejora de la
humanidad que será la que marque el ritmo y los objetivos del progreso.
Si ahora volvemos al Derecho de
Gentes, nos encontramos con que no sólo es negado frontalmente por Carl
Schmitt, sino también cuestionado por Walter Benjamin. Ese derecho sería en el
fondo compatible con Guantánamo porque piensa en el orden y no en la justicia.
Entendámonos bien: no es que Guantánamo signifique respecto al derecho de
gentes, sino que en éste es posible la tesis octava, que para los oprimidos el
estado de excepción es permanente.
4.Tenemos
por tanto dos modelos distintos de ordenamiento político: uno que tiende a
asegurar el orden y el otro, la justicia.
Aunque parezcan complementarios, son
alternativos. Ben Ami, el exembajador israelí en España, lo decía recientemente
con una contundencia que no es habitual. Refiriéndose a la crisis israelo-palestina
sentenciaba: “si hay justicia, no habrá paz” Y en otro momento: “los palestinos
no son capaces de asumir el grado de injusticia que requiere una solución
razonable y práctica”(11). El mensaje es claro: o paz o justicia. Contra lo que
la lógica aconseja, la respuesta a una injusticia lejos de desanimar a quien
genere nuevas injusticias lo que hace es animar la perpetración de nuevas
injusticias. De un plumazo se liquida el principio de que “hay que recordar -la
injusticia- para que la historia -de injusticias- no repita”.
Que no sean complementarias ni
compatibles se debe a que el origen y la substancia de esa concepción de la
política no es otro que la teología política schmittiana.
El concepto de “teología política”,
que viene de antiguo, emerge en la modernidad cuando el concepto moderno de lo
político entra en crisis. Lo que caracterizaba a la política moderna era su
pretensión de universalidad. Los valores políticos alcanzaban tanto como la
misma humanidad: derechos humanos, ciudadanía, igualdad entre todos los hombres,
etc. Ese humanismo había contaminado a la misma religión: no se consideraba
serio un discurso teológico que no hubiera hecho previamente las paces con la
razón. Esto afectaba tanto al cristianismo (piénsese en el protestantismo
liberal) como al judaísmo (del que el neokantiano Hermann Cohen, con sus
teorías sobre “germanidad y judeidad”, era un buen ejemplo). Llega un momento en que esa orden queda
vacío. No es posible el hombre universal. Uno no es ciudadano del mundo porque
entonces pierde la posibilidad de ser extranjero en algún sitio y la
extranjería ha sido y es el principio de la universalidad. El hombre
abstractamente universal no sólo se pierde mucho, sino que además es incapaz de
hacer frente a las corrientes desvertebradoras que protagonizan tanto los
nacionalismos como la partitocracia de Weimar. En ese contexto cuando aparece,
del lado protestante, la teología dialéctica que afirma su identidad frente a y
contra ese vacuo humanismo racionalista;
y por parte de la filosofía política, “la teología política” de Carl Schmitt.
Schmitt no es un teólogo sino un
jurista que, sin embargo, cuestiona los
principios de legalidad y legitimidad vigentes de la política con tres tesis
que se presentan con la voz del trueno: “todos los conceptos reseñables de la
teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados”, “soberano es
el que decide el estado de excepción” y “lo político consiste en el enfrentamiento
amigo-enemigo”. La primera tesis es una declaración de guerra a la laicidad, es
decir, a la supuesta autonomía de una política, la moderna, cuya substancia,
sin embargo, la tiene prestada de la teología; la segunda, anuncia un alegato
contra la política entendida como consenso deliberativo; frente al
“parlamento”, la decisión. La tercera tesis, que debería ser la primera, coloca
al orden que esta teología política supuestamente defiende en un contexto de
beligerancia que consigue difuminar las fronteras entre el orden y del
desorden.
Cuando englobamos estas diferentes
tesis de Schmitt bajo el rubro de “teología política” es porque hay un subsuelo
teológico-político que las sustenta. De eso quisiera decir al menos lo
imprescindible para nuestro propósito.
Carl Schmitt se presenta como un
pensador político católico. Lo de católico no hay que entenderlo como un
adjetivo (como cuando se dice “democracia cristiana”: ahí “cristiano” sería una
variante de la posibilidades de la democracia) sino como un substantivo: en lo
católico se sustenta la política. ¿Qué entiende él por católico?. El
catolicismo sería una comprensión gnóstica del mundo. Esto necesita una
aclaración ya que el gnosticismo es una herejía, es decir, una modalidad
explícitamente rechazada por la ortodoxia católica. Pero no siempre queda uno
libre de lo que rechaza. J. B. Metz habla del gnosticismo representado por
Marcion como de una “tentación permanente de la teología cristiana”(12).
Schmitt no es que caiga en la tentación, es que la eleva a categoría. Lo que
hace Marción es dar una salida a la frustración de los primeros cristianos que
esperaron en vano la vuelta del Mesías, eliminando todo rastro temporal de la
salvación. La salvación es atemporal y el tiempo no trae la salvación. Eso
quiere decir que no hay que ligar la injusticia de este mundo con la justicia
de Dios: la injusticia tiene su lógica y la justicia otra. Marción introduce el
dualismo de un Dios que se hace cargo del bien (el Dios salvador) y otro Dios
que se hace cargo del mal (el Dios creador).
El cristianismo rechaza esa herejía
de los dos dioses pero paga un precio: trivializa la idea de tiempo, del tiempo
limitado, del tiempo escatológico. El tiempo no pinta nada en el asunto de la
salvación. Hay que contar con que siempre hay tiempo y, por tanto, hay que
rechazar la idea de que la salvación tiene que ver con un final que interrumpa
el continuum del tiempo. Ya tenemos un elemento fundamental del
gnosticismo: el rechazo de toda ideología que baraje la idea de que la
salvación sea un atentado al discurrir del tiempo, es decir, rechazo a la idea
de revolución, cambio, interrupción. Para Schmitt vale lo que decía Tertuliano:
“rezamos para postergar el fin”(13). Este abandono del tiempo escatológico
supuso el triunfo de todas esas concepciones en las que el tiempo no significa
nada porque siempre hay tiempo: el eterno retorno, el evolucionismo, el
progreso, etc. (14). Schmitt refuerza esta idea conservadora del presente con
la afirmación de que el Mesías ya ha venido, con lo que hay que renunciar a más
convulsiones mesiánicas. Este tiempo es el de la salvación. Schmitt expresa su
interpretación del mundo en términos de oposición de una catejonía (kat-echon:
detener el presente o mantener lo dado) a una escatología (la salvación
está al final).
¿Cómo se traduce esto políticamente?
Reconociendo, en primer lugar, el valor del presente frente a cualquier apuesta
de futuro o de cambio. En segundo lugar, traduciendo el dualismo gnóstico
(principio del bien y principio del mal) en una definición de lo político como
“el enfrentamiento entre el amigo y el enemigo”. Enfrentamiento quiere decir
eso y no “distinción”, como normalmente se traduce Unterscheidung. No
olvidemos que estamos en terreno político y no moral. Eso significa que los
términos “amigo”-“enemigo” no hay que verterlos en categorías psicológicas
(Schmitt dice que no se puede traducir enemigo por inimicus), sino políticas
(hostis). El amigo es mi colectivo, mi pueblo, los de la misma sangre y
tierra; el enemigo es el otro, el otro pueblo. “El enemigo es el otro”(15). Que
las relaciones entre los propios sea de “amistad” y las relaciones entre
pueblos sea de enemistad o guerra es algo que pertenece a la teoría y a la
práctica occidental. Eso dice Hegel y antes que él Rousseau: “D’homme à homme
nous vivons dans l’état civil et soumis aux lois; de peuple à peuple, chacun
jouit de la liberté naturelle”(16). Es decir, traduce Todorov: “las relaciones
entre países quedan en estado de naturaleza, pero al interior de cada país
domina el estado de sociedad”(17). Si nos preguntamos que por qué lo nuestro es
bueno y lo de los otros, malo, hay que responder que lo nuestro es bueno, no
porque la gente sea mejor o buena,, sino porque a nosotros nos basta con estar
para ser. No necesitamos cambiar. El que necesita someterse a un cambio es
porque está en el lugar errado, pero el cambio no es algo que le vaya, sino
algo que le adviene. Entre el que es actor del cambio porque se sabe ya en el
lugar en el que hay que estar y quien tiene que someterse al cambio porque su
lugar está fuera de sitio, no puede haber amistad sino enemistad.(18)
Tenemos, por tanto, una teología
política, de origen gnóstico, que se traduce políticamente por conservación de
lo existente y por una relación entre pueblos en términos de “enfrentamiento
entre amigo-enemigo”. Esto significa que, para esta concepción de lo político,
las relaciones internacionales hay que entenderlas como una guerra civil
mundial de un Estado contra otro y, si es muy poderoso, de ese Estado contra
todos. Lo que trata de imponer ese Estado poderoso a los demás no es una
determinada legalidad, sino una decisión que suspenda toda legalidad. Todorov
se recrea en la crítica a quienes denunciaron, a propósito de la guerra del
Irak, su ilegalidad. La razón es sencilla: las relaciones internacionales no
están regidas por el derecho sino por un orden internacional, “hecho de
pactos, acuerdos y también participación en organismos internacionales; pero
ese orden no está garantizado por una policía mundial. Esta tal no existe como
no existe un Estado universal. Por eso es ridículo hablar, como se ha hecho a
apropósito de la guerra del Irak, de “guerra ilegal”. La guerra, toda guerra,
en su definición misma, es una ruptura del orden internacional preexistente y
éste jamás ha tenido fuerza de ley”(19). Schmitt abundaría en esa crítica a la
ilegalidad de la guerra añadiendo que ese orden internacional no es el
resultado de un acuerdo sino de la imposición del más fuerte mediante el estado
de excepción. La suspensión de la legalidad que construye cada “enemigo”, es
decir, cada estado diferente, es el camino para un orden mundial que ponga
sordina a esa estructura política que se define como enfrentamiento
amigo-enemigo.
5. Y
esto ¿a dónde nos lleva? A un nuevo diagnóstico de esas patologías políticas
llamadas dictaduras, totalitarismos o fundamentalismos.
El problema no está fuera, en
tradiciones alérgicas a la democracia, como se suele decir del Islam, sino
dentro de nuestra propia cultura política. La teología política schmittiana
vive de esas patologías al considerar al otro como un enemigo y al cifrar el
acto político por excelencia (el ejercicio de la soberanía) como una
declaración del estado de excepción. Hay una extraña complicidad entre Bush y
Schmitt, aunque aquel jamás haya oído hablar del jurista alemán. Más allá de
las connivencias de Bush con movimientos integristas religiosos que comparten su
estrategia política dentro y fuera del país, lo que en realidad les une es, por
un lado, una concepción de la política en la que los Estados Unidos se
enfrentan al resto del mundo en términos de amigo-enemigo, y, por otra, una
forma de ejercer la soberanía sobre el “otro” (el resto del mundo) como
imposición de una decisión propia que lleva consigo la suspensión del derecho
ajeno. En los primeros momentos de la II Guerra Mundial, cuando los campos de
concentración eran casi clandestinos, ya hubo quien habló de que “toda Europa
era un campo”. Cuando se acepta en un sólo lugar la excepcionalidad de la
suspensión del derecho se está reconociendo que todo derecho puede ser una
excepcionalidad y, que por tanto, cualquiera, grupo o pueblo, puede ser
reducido al estado de excepción. Si, en nombre del sentido pragmático de la
política, pasamos página, es decir, pasamos de las denuncias de “ilegalidad” e
“ilegitimidad” de la guerra a la colaboración en la invasión, estaremos
animando a los que en sus despachos de poder están señalando el lugar de una
nueva operación bélica.
Reyes
Mate. Colaboración en el libro colectivo: Concha Roldán, Txetsu Ausín, Reyes
Mate (Eds.), 2004, Guerra y paz. En
nombre de la política, El Rapto de Europa, Madrid, 135-146.
NOTAS
1) Francisco
de Vitoria, De potestate civili , (edición de Teófilo Urbanoz, BAC,
Madrid, 1960, 191-192). Ver el comentario de F. Castilla (1992) El
pensamiento de Francisco de Vitoria, Anthropos, Barcelona, 161.
2)
Francisco de Vitoria, Comentarios a la II II p. 57, a. 3, n.1 (edición
de Beltrán de Heredia, Biblioteca de Autores Católicos, Salamanca 1932-35, vol.
III, 12)
3)
Francisco de Vitoria, Comentarios a la II II, 57, 3,1, p. 12.
4) Jurgen
Habermas, “Europa: en defensa de una política exterior común”, El País, 4 de junio 2003.
5) Carl
Schmitt (2002) El nomos de la tierra, Comares, Ed. de J. L. Monereo.
6) Para
este tema es obligado G. Agamben (2003), Etat d’exception, Seuil, Paris.
7) Sobre
la concepción schmittiana de la política y para la ubicación de las citas que
aquí aparecen, me permito remitir al apartado “¿Es todo campo de
concentración?”, de Reyes Mate (2003), Memoria de Auschwitz, Trotta,
Madrid, 79-92.
8)
Este es el aspecto que persigue J. Derrrida (1994), Force de Loi, Galilée,
Paris.
9) Walter Benjamin, Gesammelte
Schriften, I/2, 697.
10) Walter
Benjamin, “nada ha beneficiado más al fascismo que el hecho de que sus
adversarios lo combatan en nombre del progreso”, GS, I/2, 697.
11)
Estas frases están tomadas literalmente de la entrevista a Shlomo Ben Ami en El Periódico de Catalunya (“¡Europa,
basta ya de criticar a Sharon!”), 25 de febrero 2004, p. 9. Este hombre, tan
razonable habitualmente, es víctima de una grave confusión: confunde las
condiciones prácticas de paz con la negociación de los principios. Si Ben Ami
reconoce que fue una injusticia la expulsión de los palestinos, una de dos: a)
o se hace justicia a esa injusticia (sea dejándoles volver, sea acordando con
ellos una satisfacción o reparación) o b) se construirá una paz “violenta” que
es una garantía para la reproducción de la violencia.
12) Johann
Baptist Metz, “Teología contra polimitismo o breve apología del monoteísmo
bíblico” en Johann Baptist Metz (1999), Por una cultura de la memoria,
Anthropos, Barcelona, 150 y ss.
13)
Tertuliano, Apologeticum, 39. Citado
por J. Manemann (2002), Carl Schmitt und die Politische Theologie,
Aschendordff Verlag, Münster, 170.
14)
Nada explica mejor la banalización del tiempo que el escrito de Kafka “La
muralla china”. Ahí cuenta que la Torre de Babel no fracasó, como dice la
Biblia, por la confusión de lenguas. La realidad es otra: allí nunca se puso la
primera piedra porque como siempre había tiempo no había ninguna necesidad de comenzar...
15) Carl Schmitt (1950), Ex
captivitate salus. Erfahrungen der Zeit 1945-47, Köln, 90.
16)
Jean Jacques Rousseau, Oeuvres Complètes, (éd. de la Pléiade) III, 51.
17)
Tzvetan Todorov (2003), Le nouveau désordre mondial. Réflexions d’un Européen, Robert Lafont,
Paris, 65.
18)
“El señor de un mundo que hay que cambiar, es decir, que ha fallado (es decir
el hombre al que hay que reconocerle la necesidad de que el cambio le advenga
porque no es capaz de conseguirle sino que se le impone) y el liberador, el
actor de un mundo nuevo y renovado no pueden ser buenos amigos. Digamos que son
enemigos de suyo”, Carl Schmitt (1970), Politische Theologie II, Duncker
und Humblot, Berlin, 121.
19)
Tzvetan Todorov, 2003, 66.