35.597 es el número de emigrantes
muertos desde el año 1993 tratando de llegar a Europa. La inmensa mayoría se
ahogaron en el Mediterráneo que ya no es el Mare Nostrum, la cuna de la
civilización, sino el mayor catafalco del planeta Tierra.
Son muertes debidamente documentadas,
aunque en la mayoría de ellas sólo conste que murieron. Forman pues parte del
ejército de los sin-nombre, de cuya memoria, decía Walter Benjamin, depende una
construcción humana de la historia, consciente de que la historia inhumana que estamos haciendo los contemporáneos tiene como piedra angular su olvido.
Hace poco más de un año la genial
artista colombiana, Doris Salcedo, propuso una intervención en el Palacio de
Cristal de Madrid, titulada Palimsesto,
dedicada a los desaparecidos en las aguas del Mediterráneo. Del suelo del
Palacio surgían gotas de agua que lentamente se unían hasta componer nombres de
ahogados al intentar alcanzar una playa europea. Era el momento de la memoria
que devolvía los cuerpos al mundo de los vivos para que tomáramos conciencia de
lo que estábamos haciendo, un momento fugaz porque lenta e inexorablemente
volvían a descomponerse los nombres hasta perderse en el anonimato mortal del
agua.
Esta imagen de fugacidad que presta
el agua al nombre de los sin-nombre, no refleja sólo el destino de los
emigrantes. El sociólogo de cabecera de nuestro tiempo, Zygmunt Bauman, también
recurre a la imagen del agua para hablar de nosotros, los que pensamos estar a
salvo al otro lado de la orilla. Habla en efecto de un “mundo líquido”, es
decir, sin perfiles ni causas que defender, que liquida sin embargo a los más
débiles convirtiéndoles en material desechable.
No se trata de equiparar destinos
pues somos nosotros los que les disolvemos en agua, mientras levantamos
barricadas para asegurar nuestro bienestar. En lo que sí nos une la metáfora
del agua es en que a la liquidez o licuación que nos amenaza no se le hace
frente con diques pues así no se pone fin a esos sesenta millones de emigrantes
que buscan un lugar mejor en alguna parte del mundo.
La indiferencia ante estos destinos,
que puede resultar suicida, sólo puede romperse nombrando a los sin-nombre o,
como bien hacía este periódico publicando la lista de los 35.597, haciendo
memoria de los sin-nombre. Ahora el lector tiene que hacer el resto, a saber,
leer lo no escrito. De muchos de esos muertos sólo se dice donde murieron.
Sería un error pensar, sin embargo, que estas muertes sin nombre son vidas
anónimas. Detrás de cada una de ellas hay una tragedia. Quienes trabajan en
estos frentes de muerte dicen que vienen los mejores. Niños valientes que se
ponen en camino para buscar una ayuda que salve a los suyos. Leer lo no escrito
es reconocer esas biografías. Cuando se publicó El Diario de Anna Frank fue tal la conmoción en el mundo que
alguien aconsejó no seguir por ahí porque no lo soportaríamos. De eso se trata
precisamente, de poner rostros y caras a esos muertos anónimos. Para eso no
hace falta indagar en sus países de origen: basta escuchar la historia de
cualquier emigrante que encontremos por la calle.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 19
de marzo 2019)