Franco está consiguiendo desde su
tumba nublarnos la mente. Nos hemos enzarzado con la exhumación del dictador
cuando el problema es el Valle de los Caídos o, mejor dicho, cómo convertir el
Valle de Cuelgamoros (que así se llamaba inicialmente) en un lugar de la
memoria.
Aunque abundan en España lugares con
memoria pues son testigos de innumerables sacas o paseos, no hay
un solo lugar de la memoria si por ello entendemos espacios de reflexión sobre
nuestro pasado cainita. Para que un lugar de muerte se convierta en lugar de la
memoria tienen que cruzarse las memorias, es decir, tiene que ser un lugar de
memorias compartidas de suerte que el descendiente de un abuelo republicano
asesinado por ser un buen maestro socialista, por ejemplo, pueda sentirse
interpelado por la monja de clausura asesinada por un fanático anarquista. Sin
ese punto de piedad (que consiste en interesarse por el sufrimiento del otro y
no sólo del propio) no hay lugar de memoria. Con él, sin embargo, sí puede
desencadenarse la reflexión o la experiencia del visitante que le lleve a
enfrentarse a las causas del malvivir español del que la Guerra Civil fue,
según decía Américo Castro, el último episodio (de momento).
El Valle de los Caídos es un
candidato ideal para un lugar de la memoria porque yacen víctimas del bando
franquista y de la causa republicana con la particularidad de que en su inmensa
mayoría sus restos son ya inidentificables. Se entiende que los familiares de
los allí enterrados sin el parecer de sus deudos presionen a sus gobiernos
autónomos para identificarlos y llevárselos con ellos. Pero la inmensa mayoría
están “condenados” a quedarse allí. Deberíamos tomar ese fatal destino como el
punto de partida para la construcción de un lugar de la memoria.
Pero no hay manera de que esta
propuesta (que era también la de la comisión de expertos presentada al Gobierno
en 2011) prospere porque estamos en la fase de ocuparnos de los nuestros. Y los
nuestros pueden serlo por razones ideológicas (“los republicanos”) o por
razones territoriales (“los vascos” o “los andaluces”). Ese tipo de
iniciativas poco tienen que ver, sin embargo, con el deber de memoria que pone
el acento en las víctimas y no en nosotros. La memoria es un clamor político
que viene del pasado importunándonos para que hagamos las cosas de otra manera,
de una manera distinta a esa historia pasada que causó su sufrimiento. A tanto
no parece que estemos dispuestos.
Un lugar de la memoria exige de
todas las partes que se sobrepongan a su propio dolor y pongan el objetivo en
las generaciones futuras. Si no queremos que nuestros descendientes repitan
esta historia sembrada de desencuentros, hagámosles el favor de mostrar interés
por el sufrimiento ajeno.
En un planteamiento de este tipo
Franco está de más. Es protagonista principal de la historia que no queremos
repetir. Su mera presencia vicia el proceso de reflexión porque su vida
institucionalizó el sufrimiento del otro y quiso que tras su muerte se
perpetuara. Que haga, pues, mutis por el foro para que no estorbe, sin olvidar
que para construir un lugar de la memoria no basta exhumar a Franco.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 16 de julio 2019)