1. La historia
del concepto de tolerancia está íntimamente ligado al de religión. De ello dan
fe los tres tratados modernos clásicos sobre este asunto: el Ensayo sobre la
tolerancia, de Locke (1677) cuyo tema es la fundamentación de la libertad de
conciencia; el Tratado sobre la tolerancia, de Voltaire (1763), un alegato en favor
de la tolerancia, escrito en defensa del hugonote Jean Carles, ejecutado bajo
la falsa acusación de haberse opuesto a la conversión al catolicismo de su hijo
que apareció muerto. Menos frecuentado por el lector hispanohablante es la obra
de Lessing(2) Natán el sabio (1778), por más que su influencia histórica haya
sido comparable, si no mayor, a la de los otros dos filósofos. De esta obra
vamos a ocuparnos ahora. Tiene por escenario a la Jerusalén en tiempos de Las
Cruzadas y sus protagonistas son Saladino, el sultán musulmán, Natán, el sabio
judío, y El Templario, un guerrero cristiano. Las tres “fes” están enfrentadas
y en guerra declarada. Saladino, el político, quisiera acabar con ella pero se
da cuenta de que la paz poco tiene que ver con una victoria militar. La raíz es
cultural o, mejor aún, religiosa: cada una de esas tres poderosas religiones
pretende poseer la verdad en exclusiva. Mientras las cosas de Dios se planteen
así, la guerra entre los hombres está servida.
Pero ¿cómo pueden
pretender tres religiones diferentes tener la verdad en exclusiva? Saladino debió
pensar que si alguien tuviera argumentos con los que demostrar la verdad de su
pretensión, entonces podría acabarse el conflicto.
De ahí la
pregunta de Saladino a Natán. Tú eres sabio, le viene a decir, y, como tal,
tienes que haber pensado un poco más que el cristiano, que es un guerrero, y el
musulmán, que es un político, por qué
eres judío, por qué tu religión es la verdadera. Entonces le dice al hombre que
se presume con más conocimiento: “hazme oír las razones en las que yo no he
podido hurgar por falta de tiempo”, puesto que si esas tales te convencen a tí,
también podrían convencernos a nosotros.
Natán responde
con la parábola de los tres anillos. De ese relato así como del resto de la
obra se desprenden las líneas argumentales del ilustrado Natán sobre la razón
de ser de la tolerancia:
a) “Imposible demostrar cuál es el verdadero anillo -casi tan
indemostrable como nos resulta ser la fe verdadera”, reconoce Natán. Propio del
hombre es buscar la verdad, no poseerla. Precisamente por eso, porque nadie
está en posesión de la verdad y porque su existencia depende de que quien crea
en ella la puede hacer verdadera, es por lo que la relación del hombre, también
de ilustrado, con la verdad, es de búsqueda. Nadie la tiene en propiedad.
Lessing ha ilustrado esta idea con una fuerte imagen:
“Si Dios encerrara en su
mano derecha toda la verdad y en su izquierda el único impulso que mueve a
ella, y me dijera: ‘¡elige!’, yo caería, aún en el supuesto de que me
equivocara siempre y eternamente, en su mano izquierda, y le diría: ‘¡dámela,
Padre’ ¡La verdad pura es únicamente para tí!” (Lessing, 321);
b) el criterio de verdad no es una certeza del estilo de las
verdades científicas. El criterio de verdad es el reconocimiento que nos
conceden los demás (de ahí la invitación a ser bienquistos). Dicho en términos filosóficos:
Saladino pide criterios de verdad propios de la razón teórica (o razón pura, o
razón científica) y Natán le responde con unos criterios propios de la razón
práctica (de la razón que opera en el orden moral o político). Para Natán “el
tribunal de la razón teórica no es competente”. Ese es, por el contrario, un asunto
de la razón práctica.
c) Antes que judíos, musulmanes o cristianos somos hombres. Es la
tercera razón y la más concluyente. El fundamento de la convivencia es la
pertenencia a una humanidad común. Dice Natán al Templario: “Porque ¿qué quiere
decir pueblo? El cristiano y el judío ¿son cristiano y judío antes que hombres?
¡Ah, si hubiera encontrado yo en vos a uno de esos a quienes basta con llamarse
hombre!”
Con esta teoría
hemos construido la tolerancia moderna que se expresa políticamente bajo la figura
de la laicidad o el republicanismo. El Estado laico moderno está basado en la
idea de que todos somos iguales antes que diferentes y que la condición humana
lo que nos permite es buscar la verdad sin garantía de poseerla.
2. Esta postura,
que resuelve muchos problemas, ha planteado otros que son los nuestros. Para aclararlo
habría que dar un paso atrás.
Conviene fijarse
en el desdoblamiento de Natán. Lessing, para exponer una teoría ilustrada sobre
la tolerancia, rescata un momento de la Edad Media, o más exactamente, decide
inspirarse en la experiencia de convivencia de las tres culturas que tuvo lugar
en la España bizantina del medioevo. ¿Por qué, para explicar lo que es la
tolerancia ilustrada, Lessing acude a un modelo medieval? Es algo extraño y hasta
paradójico porque los dos modelos son diametralmente opuestos en su estructura.
La convivencia de
las tres culturas en la España medieval, por ejemplo, era una forma de multiculturalismo
avant la lettre, mientras que el modelo ilustrado apuntaría, también avant la
lettre, a la figura rival de la igualdad ciudadana. Es decir, la convivencia
medieval española no hacía abstracción de la religión sino que partía de cada
una de ellas: el judaísmo apelaba a su idea del otro o a su experiencia de la diáspora;
el cristianismo se inspiraba en su idea de fraternidad (Pablo, Gal. 3, 28,
cuando dice: “ni griegos ni judío; ni esclavo ni libre, […] todos uno”); el
Islam, en su idea de hospitalidad. Jiménez Lozano, en su escrito “Convivir en
otro tiempo”, deja bien sentado que la tolerancia medieval partía del
reconocimiento de la diferencia, esto es, del hecho de ser judíos, musulmanes o
cristianos, de pertenecer a comunidades diferentes, que vivían en lugares
diferenciados y que tenían normas distintas, mientras que la tolerancia moderna
centra su fuerza argumental en la abstracción de las diferencias y en el
señalamiento de la humanidad común, previa y superior a cualquier
diferenciación racial o religiosa (Jiménez et al. 1-13).
¿Por qué entonces
el ilustrado Lessing recurre al modelo medieval? Seguramente porque uno y otro
modelo persiguen la convivencia aunque sea a través de argumentaciones
diferentes. Podríamos preguntarnos por su solvencia: si el modelo antiguo
fracasó porque la modernidad era alérgica a la diferencia, ¿podemos decir que
el segundo modelo tuvo éxito? Se impuso ciertamente durante un tiempo. Natán es
el signo del hombre moderno, abierto al mundo, de ese tipo de hombre que
llamamos humanista. Schiller, la Revolución Francesa, Goethe o la Novena Sinfonía
de Beethoven son expresiones de esa mentalidad. A esa cultura centrada en el
ideal de Natán se la llamará Bildung que bien podríamos traducir por “alta
cultura”. Pero su estrella palidece cuando surge el nacionalismo. Para un
nacionalista la vocación universal es señal de un grave debilitamiento del
patriotismo. Natán empieza a ser sospechoso. Ernst Moritz, combatiente
antifrancés, no se engaña al ver en la guerra franco-prusiana a muchos judíos combatiendo
a su lado. Les mira con desprecio, pese a estar en la misma trinchera, porque
considera que hay mucho Natán debajo de su patriotismo y eso debilita la causa.
Con tanto amor a la humanidad no se podía desarrollar el odio suficiente para
combatir eficazmente al francés, que además de enemigo sería hermano. Fichte
llega por su parte a sustituir claramente “humanidad” por “nacionalismo”.
Nada ilustra
mejor este cambio como el hecho, narrado por Rosenzweig, de un Hermann Cohen que
ha amado la lengua y cultura alemana como ningún otro ciudadano alemán, pero
que llega un momento en el que no puede hablar en clase de su Schiller porque
los estudiantes no acepten que hable de él un judío (Rosenzweig, “Introducción
a los escritos” 40).
Pero el golpe de
gracias de Natán va a venir de las propias filas judías, del pensador judío más
influyente del siglo veinte: Franz Rosenzweig. Cuando lee a Lessing exclama
“Natán no es judío” (Rosenzweig, “El Natán” 121). Es imposible, en efecto, que
un judío haga abstracción de lo que todo aquello que más le caracteriza, a saber,
sus raíces, su tradición. Ahí está, por ejemplo, el caso de Mahler que se
bautiza para poder dirigir la Opera de Viena pero fecunda de judaísmo su música
sin que se prive de visitar las sinagogas de las ciudades que visita o en las
que actúa.
¿Qué diría un
Natán judío? Dos cosas: primero, que todos tenemos una casa, una historia, una tradición.
El hombre “no es un sin techo”. No es verdad que seamos hombres antes que judío
o cristiano. Nacemos en una casa. Ese es el punto de partida. La verdad del hombre
es “como moneda antigua”, sólida, garantizada por el uso, recibida y no
inventada para la ocasión. Hay que partir, pues, de ese hecho recibido. Pero
enseguida añade -y esta es la segunda consideración- que “el hombre es más que
su casa”. No se agota en lo recibido. El hombre judío puede devenir hombre
universal si supera la figura del Estado, libera a la ley y vivifica una lengua
muerta. Cada hombre es un proyecto de vida que trasciende su tradición, abierto
a la convivencia y capaz de superar todo lo recibido, incluidas las heridas.
Desde estos
supuestos aborda Rosenzweig una nueva concepción de la tolerancia que nace del respeto
que merece todo ser humano, pero no en abstracto, sino en cuanto diferente.
“Sólo porque tu eres Edom soy yo Jacob”, dice Rosenzweig. Sólo si tu eres tu y
yo te acepto como eres, diferente de mi, puedo ser yo mismo. No se trata de un
mero reconocimiento de la diferencia, sino que se da un paso adelante en el
sentido de que yo sólo puedo ser yo si me dejo interpelar por ti. Estamos ante
un reconocimiento del otro en su diferencia que se transforma en interpelación
de mí mismo, de suerte que mi identidad es de hecho una respuesta o
responsabilidad respecto al otro.
Tenemos, pues,
tres concepciones de la tolerancia, representada cada una de ellas por un tipo
de Natán muy diferente. Por un lado, el Natán de la Corte de Saladino o, mejor,
la convivencia en la España de las tres culturas. Si a eso queremos llamar
tolerancia hay que entenderla como convivencia de unas comunidades que se
sabían y querían distintas, que eran conscientes de que esa coexistencia podía
generar conflictos pero fiaban su solución a la espontaneidad de la vida. Luego
vino el Natán de Lessing que subraya la humanidad común y rebaja las
diferencias a circunstancias de “vestido, comida y bebida”. Aquí el filósofo
ilustrado pierde el norte al reducir las diferencias de lengua, creencia y
costumbres a variantes gastronómicas o a gustos en el vestir. Confundir las
diferencias étnicas al comer o vestir es una peligrosa simplificación. Pero
Lessing es consecuente. Porque en la modernidad lo que manda es la igualdad.
Somos iguales.
Esta tolerancia
sólo se explica en relación al Estado moderno y a su ambigua utopía de igualdad
(que significa tanto “nadie pinta nada” frente al poder del soberano, como
“nadie es más que nadie”). La tolerancia es sobre todo contigüidad, esto es,
derecho a tener un lugar bajo el sol. Pero no deberíamos olvidar que sólo en
este contexto podía aparecer algo así como “la cuestión judía” y eso testimonia
de su fragilidad: no hay sitio para el diferente, no supera el problema que
plantea la diferencia en la convivencia.
Finalmente, el
Natán judío, plantea la convivencia humana desde dos supuestos: que cada ser humano
tiene una casa, entendiendo por ello no sólo una tradición propia sino, lo que
es mucho más importante, una lectura propia de la historia común. Y, también,
que el hombre es más que su casa. Por muy señalado a sangre y fuego que esté su
historia, el hombre puede sobreponerse, puede convivir con los demás pues tiene
la tarea de construir una humanidad común con los demás hombres. La tolerancia
que nazca de aquí tiene que reconocer la diferencia existente entre los
hombres: diferencias de cultura, lengua y gustos (diferencias que hay que
respetar), pero también desigualdades e injusticias causadas por el hombre con
el que nos planteamos la convivencia (diferencias que no hay que respetar pero
sí tener en cuenta para luchar contra ellas). Vistas así las cosas, hablar de
tolerancia es hablar de responsabilidad, de respuestas a viejas preguntas que
siguen vigentes porque las hemos heredado como formas de vida.
¿Nos vale el
modelo de Rosenzweig: convivir desde la diferencia? O, dicho de otra manera: ¿nosotros,
modernos, podemos cambiar sin más el modelo de la igualdad por el de las
diferencias, el del republicanismo por la multiculturalidad? Las cosas son más
complicadas: no se cambia de modelo de convivencia como de lavadora o de móvil
(porque llegan unos nuevos que son mejores). Ese tipo de lógica aquí no
funciona. Fijémonos en lo que está pasando en Europa. Durante siglos la
intelectualidad adoptó elmodelo de Natán el Sabio de Lessing. Pero como murió a
manos del nacionalismo, el modelo de convivencia actual no puede consistir en
volver al modelo ilustrado. Ese modelo, si fue desbancado por el nacionalismo,
lo fue porque la igualdad ilustrada se mostró impotente frente a la
particularidad del nacionalismo. El nuevo modelo pasa necesariamente por hacer
frente al nacionalismo sin olvidar la fragilidad del modelo ilustrado. Así
nació el proyecto europeo que combina igualdad con diferencia.
3. Nosotros los
españoles lo tenemos más complicado porque accedimos a la igualdad, a la tolerancia
moderna, no movidos por nobles ideales revolucionarios (liberté, égalité,
fraternité) como otros pueblos, sino empujados por el odio y la negación física
y metafísica del diferente. Nuestra igualdad consistió en eliminar al otro y no
en descubrir que teníamos algo en común con el diferente, por eso sólo podemos
plantearnos la tolerancia desde la diferencia si nos enfrentamos a la
experiencia histórica de negación del otro.
Ahora bien hablar
de la negación del otro significa en este contexto remitirnos a la expulsión de
judíos y moriscos. Tenemos, pues, que hablar de la expulsión de judíos y
moriscos si de verdad queremos plantearnos la convivencia en una sociedad
compleja donde el pluralismo está servido porque nosotros somos los herederos
de esa violencia pasada. No herederos de la tolerancia sino de la intolerancia.
Grave fue la
expulsión de los conversos. Podemos calibrarlo analizando lo que ellos
propiciaron metabolizando ese desastre. En primer lugar, el marranismo, origen
de la modernidad. De eso nos privamos al considerar ese fermento de modernidad
un producto extraño o, peor, aún, enemigo de lo nuestro. Gran ironía de la
historia. Habría que tener en cuenta, en segundo lugar, la calidad de lo que “produjeron”
los que se quedaron: Santa Teresa, San Juan, Fray Luis de León, Cervantes…
Finalmente, la fecundidad de esa experiencia desgraciada. Aunque resulte
paradójico, esa catástrofe animó una reflexión en el mundo judío que ha sido
clave para el futuro de Europa. Como dice Scholem, el judaísmo, en efecto, tuvo
que revisar su idea de mesianismo, sobretodo el sentido en él de lo político.
Alumbraron entonces una cultura mesiánica -“le messianique sans Messie”, que
dirá Derrida- que alimenta, por ejemplo, la Teoría Crítica del siglo XX .
Lo que en
definitiva conseguimos con este gesto de intolerancia fue despilfarrar una rica
herencia cultural; cerrarnos el paso a la modernidad que representaba el
marranismo; y obstruir la posibilidad de un pensar propio, condenándonos a un
pensar dependiente que todavía dura (¿por qué Maimónides y Averroes no figuran
como filósofos españoles?)
Más grave, si
cabe, fue la expulsión de los moriscos. Francisco Márquez Villanueva defiende
en El problema morisco (desde otras laderas) que lo que allí se estaba
decidiendo era o una Modernidad que tuviera en cuenta las diferencias o una
modernidad totalitaria basada en una unidad uniformista. O una modernidad incluyente
u otra excluyente. Dice literalmente: “Lo que allí se ventilaba era, en último
término, si una sociedad cristiana iba o no a guiarse por sus únicas reglas de juego
y si estaba dispuesta a pagar por el concepto de un casticismo radical y de
unos estilos de vida polémicamente anti-modernos” (Márquez 2). El Duque de
Lerma lo tenía claro: “o acabarlos o dexar a estos en libertad de consciencia”
(Márquez 237). Había que elegir entre crimen o tolerancia. Contra lo que
pudiera parecer la opción no iba a caer del lado humanitario. El arzobispo Juan
de Ribera, el autor intelectual de aquella locura (¡hoy elevado a los altares¡)
lo tenía claro. En esto de la libertad de conciencia ni él, ni el Rey, ni el
Papa, nada podían hacer: “era cosa tan prohibida por la ley divina, aunque
aprobada por la secta pestilencial de los políticos” (Márquez 282). La
tolerancia se oponía a la ley divina y dejaban la defensa de la libertad en manos
de unos políticos pestilentes.
Visto desde la
expulsión de los moriscos fue antecedente del exterminio judío. Hay muchos paralelismos.
Entonces se barajaron alternativas que recuerdan a las de Eichmann con los
judíos: deportarlos a una isla remota o exterminarlos o expulsarlos (Márquez
214). Se desecha el exterminio pues “el degollar tanta gente, causaría general
horror y lástima” decía el Patriarca y Virrey de Valencia Ribera (Márquez 225).
Por la misma razón se pasó del fusilamiento por los Einsatzgruppen que
acompañaban al ejército alemán a la discreción de los campos de exterminio.
La expulsión
supuso un suicidio económico: el fanatismo ideológico acarreó la ruina del
país. Muchos lo vieron y se opusieron como los nobles castellanos. Los valencianos
y aragoneses, más presionados, piden al Rey que al menos les compense, es
decir, que “pudiesen conquistar de nuevo, para vivir conforma a su condición en
haciendo o morir peleando que era harto más honroso que no a manos de la
pobreza” (Márquez 251). En el famoso sermón de Juan de Ribera (27 de septiembre
de 1609) que bendice la expulsión se hace cargo de esa cuita de sus nobles pero
les anima a interpretar el descalabro económico como un gesto grandioso a favor
de la causa. Un sacrificio, empero, que tendrá su recompensa porque si se riega
la tierra con la sangre de estos herejes, será más fértil.
También significó
un desastre cultural. Los moriscos no eran solo artesanos. Perdimos una lengua y
hay que ver el desparpajo de monseñor Ribera cargando contra la lengua en su
célebre sermón: “olvidad, os ruego, la lengua destos malvados, si hay algunos
que la sepan” (Márquez 367). La negación de la lengua, de una lengua hablada
por españoles durante siglos, es una de las formas más radicales de negación
del otro. Cuando alguien preguntó al famoso Ribera por el futuro de los
moriscos, respondió con gran desprecio: “hermano, no le dé molestia porque se
desharán como la sal en el agua.” Como la sal en el agua.
Fue un auténtico
genocidio. Lo del término genocidio no es un exceso retórico. Es lo que nos viene
a decir Calderón de la Barca en su obra El Tuzaní de la Alpujarra en la que
lleva a escena los sucesos de la Guerra de la Alpujarra. Para los historiadores
esos sucesos determinaron la expulsión de los moriscos, en 1609. El dramaturgo,
sin embargo, se centra en un caso de exterminio local. Tienen que morir porque
se rebelan contra un poder político que no respeta los acuerdos. Hay un
personaje menor, el morisco Alcuzcuz, el graciosillo, que merece atención. Este
morisco se salva porque en el momento oportuno enmudece. El precio de su vida
es el silencio. Se le perdona la vida porque renuncia a hablar. Pero ¿qué vida
le espera, se pregunta el dramaturgo Juan Mayorga que ha rescatado la obra, si
para vivir tiene que renunciar a “tener fiestas, hacer zambras, vestir sedas,
verse en baños, juntarse en ninguna casa, ni hablar en su algarabía” como había
decretado Felipe II? Se produjo ese genocidio invocando razones falsas: su
apostasía, su incapacidad de asimilación (de ahí el gesto de Cervantes), su
traición… Se dice de ellos que no son de fiar porque están siempre dispuestos a
venderse al turco. Cervantes responde por boca del morisco Ricote (El Quijote
II, 54) a esta acusación de antipatriotismo: “doquiera que estamos, lloramos por
España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna
parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea…ahora conozco y
experimento lo que suele decirse que es dulce el amor de la patria!(3)”
Frente a quienes
minimizan las consecuencias económicas y dan por buena la pérdida en nombre de
su fanatismo ideológico, Cervantes les sirve esta ironía en Persiles:
“Ven ya, ¡oh venturoso mozo
y rey prudente, y pon en ejecución el gallardo decreto deste destierro, sin que
se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el
de que no será bien desterrar la que en efecto está en ella bautizada; que
aunque sean estos temores de consideración, el efecto de tan grande obra los
hará vanos, mostrando la experiencia dentro de poco tiempo, que con los nuevos
viejos cristianos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner
en mucho mejor punto que ahora tienen.” (Castro 270)
Y comenta socarrón Américo Castro:
“¿Pensaba Cervantes de veras
que llevando cristianos viejos de una región a otra se evitaba con ventaja el
inconveniente de que la tierra quedara ‘desierta y sin gente’?...En resolución,
veamos claramente cómo se presentaba el asunto: los moriscos son españoles,
están en su patria natural, están bautizados, son la base de la riqueza
agraria…”. (Castro 271)
¿Y qué decir sobre su incapacidad para asimilar los valores
nacionales? Pues que la España de los Austria no respetó Las Capitulaciones de
Granada que reconocían a los moriscos el derecho a quedarse, utilizar su lengua
y practicar sus costumbres; que la identificación de lo nacional con el mundo
de los cristianos viejos es una impostura; que es un tópico, que dura hasta
hoy, que no tiene en cuenta ni la falsa universalidad de la modernidad ni la
capacidad asimiladora del Islam como bien prueba la figura medieval del
mudejarismo. A ello apuntaba Cervantes cuando deletreaba al autor del
prototexto de El Quijote con el nombre de Hamete Benengelli: “benengelli”
significa “hijo del evangelio” y “hamete”, comedor de berenjenas, apodo jocoso
con que en Toledo designaban a los moros convertidos. El autor del texto
castellano sería un moro que lee el evangelio.
La expulsión se
escondió tras falsas razones para no confesar lo inconfesable, a saber, la
opción por un modelo nacional cerrado, sectario y excluyente.
Hay quien
sostiene la teoría de que España fue pionera en la construcción del Estado. Lo
sitúan en los tiempos de Isabel y Fernando, momento en el que se produce la unión
política de España y la uniformidad cultural con la expulsión de los judíos y
moriscos. Si esto fuera así, estaríamos ante una profunda paradoja porque si
resulta que un momento fundante del Estado moderno es la igualdad, tendríamos
dos sentidos de igualdad antagónicos: por un lado, la igualdad “a la española”
que consistió en extirpar o exterminar al diferente; por otro, la igualdad “a
la francesa” que elevó a marbete de la revolución el principio de igualdad y
fraternidad. En lugar de reducir el todo a una parte (la cristiana), convertir
cada parte en un momento del todo (la republicana). De esta excluyente y
anti-ilustrada concepción de la igualdad no nos hemos curado. Decía Marx, en su
Ideología Alemana, que los alemanes sólo se encontraban con la libertad en el
día de su entierro, una constante que obligaba a quienes, como él, apostaban
por la libertad a ser muy exigentes con las condiciones materiales que la
hacían posible. Otro tanto cabría decir de los españoles sobre la igualdad: la
hemos entendido de una forma tan perversa, que ahora sólo la podemos invocar si
no nos permitimos un solo planteamiento político excluyente. Todo
reivindicación identitaria debería estar bajo sospecha porque no lleva a
ninguna parte como bien recuerda El Roto (4) en una de sus geniales viñetas:
dibuja una masa de gente mirando con expectación hacia un punto fijo del que
sale una voz que dice: “Moisés nos llevará al desierto y luego nos traerá de
vuelta a casa”. Y alguien replica “oye ¿y si nos ahorramos el viaje?” Pues eso.
4. ¿Qué significa
entonces una tolerancia basada en la diferencia? Podemos responder a esa pregunta
de una manera teórica o práctica. En el primer caso se trataría de comparar
este modelo de tolerancia con los otros, que ya hemos visto, para valorar la
solidez teórica de cada uno de ellos. En el segundo caso, el objetivo de la
respuesta no sería otro que sopesar cual de ellos nos convendría hoy.
Desde un punto de
vista teórico, hay que señalar las debilidades tanto del modelo medieval como del
moderno. Sobre el respeto a las diferencias, en el mundo medieval, hay que
decir dos cosas: la primera, tan bien vista por el Saladino de Natán el Sabio,
es que su concepción absolutista (cada religión pretende tener la verdad en
exclusiva) lleva al a guerra; la segunda, que es más lo que nos une que lo que
nos separa, algo que no tienen presente esas diferencias medievales. Entre ese
tiempo y el nuestro están los derechos humanos, una conquista civilizatoria de
alcance mundial, cuyo primer artículo afirma que todos nacemos iguales y
libres. Frente a esta conquista el modelo medieval nos resulta ingenuo. Pero
tampoco el modelo ilustrado o moderno es convincente. Es verdad que éste bebe
en las mismas fuentes que el primer artículo de los derechos humanos, pero algo
falla en ese principio cuando el modelo fue derrotado con tanta facilidad
cuando apareció esa forma moderna de diferencia que es el nacionalismo. Al
insistir unilateralmente en la igualdad se corría el riesgo de banalizar las
diferencias (reducirlas “a comida y vestido”), una grave equivocación porque
son mucho más que eso, de ahí que cuando aparecen las diferencias de verdad se
llevan por delante la igualdad. Frente a estos dos modelos, el de Franz Rosenzweig
(“todos tenemos una casa, pero todos somos más que la casa”) parece mucho más
solvente. Al decir que “todos tenemos una casa” estamos reconociendo
singularidades muy hondas pues afectan a la lengua, a la religión, a la cultura
y a las costumbres, es decir, son algo más que variantes “en el comer o en el
vestir”. Pero al añadir que “somos más que la casa” estamos relativizando esas
singularidades y apuntando en una dirección que las trascienden. Podemos ser
más que lo que recibimos.
Queda por ver lo
que esa pregunta significa desde un punto de vista práctico: ¿cuál de esos modelos
nos convendría hoy? No podemos responder sin tenerles en cuenta. No nos
encontramos frente a ellos como el caminante que se para ante un cruce de
caminos que nunca ha transitado y que le ofrecen tres direcciones distintas.
Nos preguntamos como Descartes “quod vitae sectabor iter?” (“¿qué camino seguir?”)
después de haberles recorrido. Ese es el trabajo del historiador que nos cuenta
de donde venimos. Damos por supuesto que el conocimiento del pasado nos ayuda a
comprender el presente, más aún, a evitar que en el presente repitamos errores
del pasado. Cuando el historiador se remonta a la historia medieval de Llerena
quiere, por supuesto, informarnos de cómo eran estos pueblos en aquellos tiempos,
pero también pretende algo más. Lo que pretende, aunque no lo explicite
siempre, lo cuenta muy bien Juan Goytisolo en la presentación de un libro de
historia, que habla de un asunto muy antiguo, como la expulsión de los
moriscos. Me refiero a la Presentación que escribe para el texto de Márquez
Villanueva, El problema morisco. Dice ahí que la lectura de este libro “no es,
como pudiera creerse a estas alturas, un simple ejercicio de nostalgia: ofrece,
al revés, en el conflictivo y cruel año 1991 que vivimos, una candente actualidad.”
Él se está refiriendo a la guerra de Irak y establece una relación entre el
pasado (la expulsión de los moriscos) y el presente (la destrucción de Irak)
repitiendo en un caso y otro las mismas “falaces razones”.
Pero ¿puede la
historia hacer valer el pasado en ayuda del presente? ¿Podemos aprender del pasado?
¿Puede servir de algo saber que tuvimos un pasado de tolerancia y que lo
destruimos? Depende de cómo relacionemos el presente con el pasado porque
podemos utilizar el presente para afianzar el presente o mirar el presente con
los ojos del pasado. Son dos actitudes intelectuales opuestas. Como bien
sabemos ese fue el asunto que ocupó al filósofo Walter Benjamin de por vida. Se
trataba, según sus propios términos, en entender bien la diferencia entre
historia y memoria. Propio de la historia es considerar el presente, tiempo del
pasado; propio de la memoria, por el contrario, es considerar el pasado, el
tiempo del presente. Lo de menos es que apellide a la primera actitud de
“historia” y a la segunda de “memoria”. Lo importante es reconocer la
diferencia entre esas dos miradas sobre el pasado.
La historia que
Benjamin critica es la del historicismo que pretende conocer los hechos tal y
como han sucedido (o casi). Ya Hegel advirtió del peligro de la historia que
piensa que lo suyo es conocer el pasado como realmente ha sido. La historia no
fotografía el pasado (en el discutible supuesto de que la fotografía refleje la
realidad como es) sino que lo cuenta, por eso distingue él entre res gestae
(los hechos tal y como ocurrieron) y la historia rerum gestarum (el relato de
lo acontecido), que es de lo que se trata. Tomemos la historia de España o de
las Españas. Ese campo de estudio admite muchos enfoques. A uno le puede
interesar el estudio desde el punto de vista del armamento utilizado a lo largo
del tiempo; otro, la evolución del sistema económico o el papel de las lenguas
o de la religión. Eso supone una primera selección al tomar en consideración
unos hechos y dejar otros. Luego está el punto de vista del propio historiador
tan ligado a su presente. El presente se va a convertir en el centro
interpretativo del pasado en el sentido de que lo que queremos ver en el pasado
son aspectos que nos interesan a nosotros y no necesariamente a los actores de
aquel tiempo. Después de Hegel la historia debería entrecomillar su devoción
por los hechos y por la ciencia.
Aunque la
historia viene de lejos, es recientemente, en el siglo XIX, cuando cobra el
papel angular que tiene hoy en día. Su desarrollo espectacular y su importancia
social están ligados a la creación de los Estados-nación en Europa. Para crear
una conciencia o identidad colectiva hay que hacer con el material del pasado
un relato que sirviera a los objetivos de la nación. El historiador Eric
Hobsbawm suele repetir un dicho de Renan que pone en evidencia el carácter de
ese tipo de construcción histórica: “no hay nación posible sin falsificación de
la propia historia.” No hay historia nacional que se precie que no falsifique
su pasado.
Ahora bien, si los
relatos identitarios suelen forzar el pasado, cabe pensar que podría haber
relatos que no los violentaran (sobre esto volveré más tarde). Lo que de
momento no está claro es que eso esté en las manos de esta historia que es
promovida por la política a actor social. Un historiador americano, Emil Funkenheim,
expresa en pocas palabras el papel social de la historia, pero también la
hipoteca en veracidad que eso comporta, al escribir que “cuando los Estados
modernos se convierten en los sustitutos de la religión (y esto ocurre en el
siglo XIX), los historiadores quedan investidos como sumos sacerdotes” (Funkenstein,
30). La historia sustituye a la religión en la decisiva tarea social de
conformar una identidad colectiva. Los poderes políticos van a mimar la
historia pero a condición de que esta cumpla la tarea encomendada.
España no ha sido
una excepción. También aquí la historia que nos han contado ha estado al servicio
de una determinada visión política. Si repasamos la enseñanza de la historia en
la escuela veremos que está al servicio de la nación, subrayando factores como
la pertinencia a un mismo territorio, la posesión de rasgos caracteriológicos
comunes y la profesión de la misma fe. Con estos materiales pueden hacerse
combinados tradicionalistas, liberales y hasta institucionistas, pero sin que
esos relatos diferenciados cambien lo substancial, a saber, contar una historia
en función de los intereses políticos dominantes. Habría que recordar a
Santiago Ramón y Cajal pidiendo con urgencia acabar con relatos épicos que de
tanto exagerados parecen truculentos.
Frente a esa
lectura instrumental del pasado, Walter Benjamin desarrolla una poderosa visión
de la memoria (que sería la nueva forma de entender la historia) según la cual
el pasado ausente del presente sería la piedra angular sobre la que levantar
una nueva concepción del mundo. Adorno concretaba esta idea benjaminiana al
decir que esta forma anamnética de pensar se traduce en el dictum: “dejar
hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad.” Esa mirada, que sería la
de las víctimas, es la que inconscientemente anima nuestros discursos cuando
nos referimos al pasado medieval de Llerena o Fregenal: aquí hubo una
convivencia y fue sacrificada en nombre de unas ideologías genocidas que nos han
marcado. Al rescatar por la memoria ese pasado estamos haciendo un juicio moral
a la historia que nos ha conformado. No hablamos sólo de lo que fue sino de lo
que debería ser hoy.
Hay que reconocer
que no es fácil escuchar los silencios porque vivimos en una cultura del
olvido. Podemos aplicar a la palabra lo que Platón decía de le escritura.
Contaba éste que en Egipto vivía un viejo dios, llamado Theuth, que tuvo el
acierto de descubrir un fármaco milagroso pues hacía sabio a quien lo consumiera.
Era la escritura. Le faltó tiempo para ofrecérselo al rey del lugar quien, tras
oír la entusiasta defensa que hizo Theuth de su invento, declinó la oferta
porque el fármaco del viejo dios tenía fuertes contraindicaciones. Podía, sí,
fijar hechos y salvarlos del olvido, como una memoria perenne, pero condenaba
al olvido a lo que no quedara escrito. La escritura arruinaba la tradición
oral. Privilegiaba la visión pero condenaba el oído. Ante una droga que sana y
mata, el prudente rey Thamus optó por desoír al genial dios. Occidente sí
compró el invento. Lo que el rey no vio es que la palabra tampoco escapa del olvido.
Para explicitar
este aserto, remito al penetrante análisis que hace Jacques Derrida en su texto
“El monolingüismo del otro”, un título paradójico pues da a entender que la
lengua que uno habla es de otro. Derrida ahí analiza su relación con el
francés, pero con la intención de aclarar la relación de cualquier hablante con
su lengua “materna” o “natural”.
Para entender esa
relación de Derrida con su lengua, el francés, hay que tener presente que él es
un “pied noir” judío, es decir, alguien que, al ser judío, es francés por
decreto (Decreto Crémieux, 1870) y no por nacimiento. Un decreto que fue luego
revocado por el Gobierno antisemita de Vichy (desde 1940 a 1943). Tengamos
igualmente en cuenta que Derrida nace y crece en Argelia (no saldrá de allí
hasta los diecinueve años), una colonia francesa en el África de habla árabe.
Si tenemos en cuenta, como decía Max Aub, que “uno es de donde hace el
bachillerato”, tendremos claro que Derrida tenía conciencia de ser un francés
que no ha nacido precisamente en Paris sino en los márgenes.
Estas
circunstancias condicionan su relación con el francés caracterizada, según él,
por un triple “interdit” (prohibición, restricción, exclusión). El primer
“interdit” afecta al hebreo que debería ser la lengua de sus ancestros pero que
sus padres desconocen; el segundo se refiere al árabe, la lengua del lugar pero
que el ocupante francés ha declarado lengua extranjera; el tercero afecta al
francés que él habla, como sus padres, pero que es un francés impuro, con
acento, que suena extraño al francés de la metrópoli.
Eso le lleva a la
conclusión de que el francés que habla es una lengua impuesta, violentamente impuesta,
pues él la habla al precio de una triple negación lingüística: no puede hablar
el hebreo, la lengua de la madre; tampoco el árabe, la lengua nativa; y tampoco
le es accesible el buen francés de l’Île de France.(5) Su lengua no es, en
definitiva, ni natural ni materna.
Esa relación de
Derrida con la lengua podría ser interpretada como la propia de un colono, experiencia
tantas veces repetida por los pueblos conquistadores. Derrida, sin embargo, no
se refugia en esa cómoda explicación sino que tiene la osadía de universalizar
su caso, es decir, eleva su experiencia singular a categoría. Lo que nos quiere
decir es que sólo podemos decir que poseemos una lengua -y que esa lengua es la
materna o natural- si media un gesto de imposición, de apropiación violenta y
de negación de otras lenguas.
La violencia, en
efecto, acompaña tanto el gesto de imposición violenta de una lengua -evidente en
el caso del colono o del conquistador que imponen su lengua y persiguen la
autóctona- como en la transmisión en España de una lengua como el castellano (o
el catalán) que se ha impuesto porque en su momento se proscribió el árabe y el
hebreo. Recurrir a la autoridad de la lengua propia para construir sobre ella
una identidad colectiva sólo puede hacerse al precio de ignorar la violencia
que acompaña a esa lengua sobreviviente.
Para recordar
debidamente -para escuchar los silencios, para dejar hablar al sufrimiento- hay
que tener en cuenta las lenguas silenciadas por la lengua que hablamos. Es lo
que hace Cervantes, en un gesto intelectual verdaderamente genial, ya evocado.
Me refiero al momento en el que el autor de El Quijote reconoce que lo que está
ofreciendo al lector en romance castellano es traducción de un palimpsesto escrito
originariamente en árabe por el moro Cide Hamete Benegelli.
5. “Herederos de
la intolerancia”, así podría sonar el título de este texto. No somos herederos
de una grandiosa historia de tolerancia entre las tres culturas, sino de su
negación. Esa herencia pesa mucho y explica en buena parte el cainismo de
nuestra historia. Es como un trauma originario, nunca debidamente elaborado,
que se repite una y otra vez aunque de forma diferente. Si queremos superarlo y
construir una convivencia en paz no podemos “comprar” un modelo vistoso que se
nos pudiera ofrecer en el mercado mundial de las ideas. Una sólida convivencia
en paz tiene que tener en cuenta ese pasado, de ahí la importancia de la
memoria y no sólo de la historia. Y eso significa apostar por espacios de
libertad, que no sean excluyentes. Así definía el filósofo Edmund Husserl a
Europa en una conferencia, titulada “La filosofía en la crisis de la humanidad
europea”, pronunciada en Viena, en 1935, que hizo época. La nueva forma de tolerancia
tiene que ser transnacional, es decir, europea. Europa es nuestro futuro, decía
Semprún: y ese proyecto es el resultado de experiencias históricas muy
dolorosas: para los europeos los campos de exterminio; para los españoles, la expulsión de unos españoles que eran
judíos y de otros que eran moriscos, pero españoles. Y lo mismo vale para los
demás pueblos. Salvo excepciones todos construyen su identidad nacional
excluyendo. No basta evocar la pluralidad real. Hay que superarla en un modelo
que la integre y no divida.
Reyes
Mate (Diálogos, Revista de Filosofía de la Universidad de Puerto Rico, Año L,
Núm. 104, 2019, pp. 33-45)
OBRAS
CITADAS
.
de Cervantes, Miguel. Don Quijote de la Mancha, edición de Andrés Trapìello,
Editorial Destino, Barcelona,2015.
.
Jiménez Lozano, J., Martínez, F., Mate, R., Mayorga, J. Religión y tolerancia,
Anthropos, 2003.
.
Castro, A. “Ideas religiosas”, El pensamiento de Cervantes y otros estudios
cervantinos, Editorial Trotta, 2002.
. Funkenstein, A. Jüdische
Geschcichte und ihre Deutungen, Judischer Verlag, Frankfurt, 1995.
G.E. Lessing, “Eine Duplik”, en Lessings
Werke, K. Wölfel (ed.), Insel Verlag, Frankfurt, vol. III, 1967.
.
Márquez Villanueva, F. El problema morisco (desde otras laderas), Libertarias,
1991.
.
Mate, R. Heidegger y el Judaísmo, Anthropos, 1998.
.
Rosenzweig, F. “Introducción a los escritos judíos de Hermann Cohen”, Judaísmo
y límites de la modernidad. Editado por Beltrán, Mardones y Mate, Riopiedras,
1998.
—.
“El Natán de Lesing, en Jiménez Lozano y otros”. Religión y tolerancia,
Anthropos, 2003, pp. 121-125.
NOTAS
(1) Este trabajo se inserta
en el Proyecto de I+D “Sufrimiento social y condición de víctima: dimensiones
epistémicas, sociales, políticas y estéticas" (FFI2015-69733-P),
financiado por el Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y
Técnica de Excelencia”.
(2) Una primera aproximación al tema fue publicada como anexo en
Reyes Mate (1998) Heidegger y el Judaísmo, Anthropos, Barcelona, pp. 115-137.
Una versión completa de Natán el Sabio, a cargo de Juan Mayorga, en Jiménez
Lozano y otros, 2003, Religión y
tolerancia, Anthropos, Barcelona, pp. 75-121.
(3) El Quijote II, 54. En la edición de Andrés Trapiello -Don
Quijote de la Mancha de Miguel Cervantes- p. 882.
(4) Andrés Rabago García, “El Roto” (Madrid, 1947), es humorista
gráfico, pintor y dibujante. Desde la década de 1990 publica sus dibujos en EL
PAÍS (nota del editor).
(5) Región francesa del centro-norte, que incluye París (nota del
editor).