18/10/19

Tolerancia y diferencia(1)


            1. La historia del concepto de tolerancia está íntimamente ligado al de religión. De ello dan fe los tres tratados modernos clásicos sobre este asunto: el Ensayo sobre la tolerancia, de Locke (1677) cuyo tema es la fundamentación de la libertad de conciencia; el Tratado sobre la tolerancia, de Voltaire (1763), un alegato en favor de la tolerancia, escrito en defensa del hugonote Jean Carles, ejecutado bajo la falsa acusación de haberse opuesto a la conversión al catolicismo de su hijo que apareció muerto. Menos frecuentado por el lector hispanohablante es la obra de Lessing(2) Natán el sabio (1778), por más que su influencia histórica haya sido comparable, si no mayor, a la de los otros dos filósofos. De esta obra vamos a ocuparnos ahora. Tiene por escenario a la Jerusalén en tiempos de Las Cruzadas y sus protagonistas son Saladino, el sultán musulmán, Natán, el sabio judío, y El Templario, un guerrero cristiano. Las tres “fes” están enfrentadas y en guerra declarada. Saladino, el político, quisiera acabar con ella pero se da cuenta de que la paz poco tiene que ver con una victoria militar. La raíz es cultural o, mejor aún, religiosa: cada una de esas tres poderosas religiones pretende poseer la verdad en exclusiva. Mientras las cosas de Dios se planteen así, la guerra entre los hombres está servida.


            Pero ¿cómo pueden pretender tres religiones diferentes tener la verdad en exclusiva? Saladino debió pensar que si alguien tuviera argumentos con los que demostrar la verdad de su pretensión, entonces podría acabarse el conflicto.

            De ahí la pregunta de Saladino a Natán. Tú eres sabio, le viene a decir, y, como tal, tienes que haber pensado un poco más que el cristiano, que es un guerrero, y el musulmán, que es un político, por  qué eres judío, por qué tu religión es la verdadera. Entonces le dice al hombre que se presume con más conocimiento: “hazme oír las razones en las que yo no he podido hurgar por falta de tiempo”, puesto que si esas tales te convencen a tí, también podrían convencernos a nosotros.

            Natán responde con la parábola de los tres anillos. De ese relato así como del resto de la obra se desprenden las líneas argumentales del ilustrado Natán sobre la razón de ser de la tolerancia:

a) “Imposible demostrar cuál es el verdadero anillo -casi tan indemostrable como nos resulta ser la fe verdadera”, reconoce Natán. Propio del hombre es buscar la verdad, no poseerla. Precisamente por eso, porque nadie está en posesión de la verdad y porque su existencia depende de que quien crea en ella la puede hacer verdadera, es por lo que la relación del hombre, también de ilustrado, con la verdad, es de búsqueda. Nadie la tiene en propiedad. Lessing ha ilustrado esta idea con una fuerte imagen:
“Si Dios encerrara en su mano derecha toda la verdad y en su izquierda el único impulso que mueve a ella, y me dijera: ‘¡elige!’, yo caería, aún en el supuesto de que me equivocara siempre y eternamente, en su mano izquierda, y le diría: ‘¡dámela, Padre’ ¡La verdad pura es únicamente para tí!” (Lessing, 321);

b) el criterio de verdad no es una certeza del estilo de las verdades científicas. El criterio de verdad es el reconocimiento que nos conceden los demás (de ahí la invitación a ser bienquistos). Dicho en términos filosóficos: Saladino pide criterios de verdad propios de la razón teórica (o razón pura, o razón científica) y Natán le responde con unos criterios propios de la razón práctica (de la razón que opera en el orden moral o político). Para Natán “el tribunal de la razón teórica no es competente”. Ese es, por el contrario, un asunto de la razón práctica.
c) Antes que judíos, musulmanes o cristianos somos hombres. Es la tercera razón y la más concluyente. El fundamento de la convivencia es la pertenencia a una humanidad común. Dice Natán al Templario: “Porque ¿qué quiere decir pueblo? El cristiano y el judío ¿son cristiano y judío antes que hombres? ¡Ah, si hubiera encontrado yo en vos a uno de esos a quienes basta con llamarse hombre!”

            Con esta teoría hemos construido la tolerancia moderna que se expresa políticamente bajo la figura de la laicidad o el republicanismo. El Estado laico moderno está basado en la idea de que todos somos iguales antes que diferentes y que la condición humana lo que nos permite es buscar la verdad sin garantía de poseerla.

            2. Esta postura, que resuelve muchos problemas, ha planteado otros que son los nuestros. Para aclararlo habría que dar un paso atrás.

            Conviene fijarse en el desdoblamiento de Natán. Lessing, para exponer una teoría ilustrada sobre la tolerancia, rescata un momento de la Edad Media, o más exactamente, decide inspirarse en la experiencia de convivencia de las tres culturas que tuvo lugar en la España bizantina del medioevo. ¿Por qué, para explicar lo que es la tolerancia ilustrada, Lessing acude a un modelo medieval? Es algo extraño y hasta paradójico porque los dos modelos son diametralmente opuestos en su estructura.

            La convivencia de las tres culturas en la España medieval, por ejemplo, era una forma de multiculturalismo avant la lettre, mientras que el modelo ilustrado apuntaría, también avant la lettre, a la figura rival de la igualdad ciudadana. Es decir, la convivencia medieval española no hacía abstracción de la religión sino que partía de cada una de ellas: el judaísmo apelaba a su idea del otro o a su experiencia de la diáspora; el cristianismo se inspiraba en su idea de fraternidad (Pablo, Gal. 3, 28, cuando dice: “ni griegos ni judío; ni esclavo ni libre, […] todos uno”); el Islam, en su idea de hospitalidad. Jiménez Lozano, en su escrito “Convivir en otro tiempo”, deja bien sentado que la tolerancia medieval partía del reconocimiento de la diferencia, esto es, del hecho de ser judíos, musulmanes o cristianos, de pertenecer a comunidades diferentes, que vivían en lugares diferenciados y que tenían normas distintas, mientras que la tolerancia moderna centra su fuerza argumental en la abstracción de las diferencias y en el señalamiento de la humanidad común, previa y superior a cualquier diferenciación racial o religiosa (Jiménez et al. 1-13).

            ¿Por qué entonces el ilustrado Lessing recurre al modelo medieval? Seguramente porque uno y otro modelo persiguen la convivencia aunque sea a través de argumentaciones diferentes. Podríamos preguntarnos por su solvencia: si el modelo antiguo fracasó porque la modernidad era alérgica a la diferencia, ¿podemos decir que el segundo modelo tuvo éxito? Se impuso ciertamente durante un tiempo. Natán es el signo del hombre moderno, abierto al mundo, de ese tipo de hombre que llamamos humanista. Schiller, la Revolución Francesa, Goethe o la Novena Sinfonía de Beethoven son expresiones de esa mentalidad. A esa cultura centrada en el ideal de Natán se la llamará Bildung que bien podríamos traducir por “alta cultura”. Pero su estrella palidece cuando surge el nacionalismo. Para un nacionalista la vocación universal es señal de un grave debilitamiento del patriotismo. Natán empieza a ser sospechoso. Ernst Moritz, combatiente antifrancés, no se engaña al ver en la guerra franco-prusiana a muchos judíos combatiendo a su lado. Les mira con desprecio, pese a estar en la misma trinchera, porque considera que hay mucho Natán debajo de su patriotismo y eso debilita la causa. Con tanto amor a la humanidad no se podía desarrollar el odio suficiente para combatir eficazmente al francés, que además de enemigo sería hermano. Fichte llega por su parte a sustituir claramente “humanidad” por “nacionalismo”.

            Nada ilustra mejor este cambio como el hecho, narrado por Rosenzweig, de un Hermann Cohen que ha amado la lengua y cultura alemana como ningún otro ciudadano alemán, pero que llega un momento en el que no puede hablar en clase de su Schiller porque los estudiantes no acepten que hable de él un judío (Rosenzweig, “Introducción a los escritos” 40).

            Pero el golpe de gracias de Natán va a venir de las propias filas judías, del pensador judío más influyente del siglo veinte: Franz Rosenzweig. Cuando lee a Lessing exclama “Natán no es judío” (Rosenzweig, “El Natán” 121). Es imposible, en efecto, que un judío haga abstracción de lo que todo aquello que más le caracteriza, a saber, sus raíces, su tradición. Ahí está, por ejemplo, el caso de Mahler que se bautiza para poder dirigir la Opera de Viena pero fecunda de judaísmo su música sin que se prive de visitar las sinagogas de las ciudades que visita o en las que actúa.

            ¿Qué diría un Natán judío? Dos cosas: primero, que todos tenemos una casa, una historia, una tradición. El hombre “no es un sin techo”. No es verdad que seamos hombres antes que judío o cristiano. Nacemos en una casa. Ese es el punto de partida. La verdad del hombre es “como moneda antigua”, sólida, garantizada por el uso, recibida y no inventada para la ocasión. Hay que partir, pues, de ese hecho recibido. Pero enseguida añade -y esta es la segunda consideración- que “el hombre es más que su casa”. No se agota en lo recibido. El hombre judío puede devenir hombre universal si supera la figura del Estado, libera a la ley y vivifica una lengua muerta. Cada hombre es un proyecto de vida que trasciende su tradición, abierto a la convivencia y capaz de superar todo lo recibido, incluidas las heridas.

            Desde estos supuestos aborda Rosenzweig una nueva concepción de la tolerancia que nace del respeto que merece todo ser humano, pero no en abstracto, sino en cuanto diferente. “Sólo porque tu eres Edom soy yo Jacob”, dice Rosenzweig. Sólo si tu eres tu y yo te acepto como eres, diferente de mi, puedo ser yo mismo. No se trata de un mero reconocimiento de la diferencia, sino que se da un paso adelante en el sentido de que yo sólo puedo ser yo si me dejo interpelar por ti. Estamos ante un reconocimiento del otro en su diferencia que se transforma en interpelación de mí mismo, de suerte que mi identidad es de hecho una respuesta o responsabilidad respecto al otro.

            Tenemos, pues, tres concepciones de la tolerancia, representada cada una de ellas por un tipo de Natán muy diferente. Por un lado, el Natán de la Corte de Saladino o, mejor, la convivencia en la España de las tres culturas. Si a eso queremos llamar tolerancia hay que entenderla como convivencia de unas comunidades que se sabían y querían distintas, que eran conscientes de que esa coexistencia podía generar conflictos pero fiaban su solución a la espontaneidad de la vida. Luego vino el Natán de Lessing que subraya la humanidad común y rebaja las diferencias a circunstancias de “vestido, comida y bebida”. Aquí el filósofo ilustrado pierde el norte al reducir las diferencias de lengua, creencia y costumbres a variantes gastronómicas o a gustos en el vestir. Confundir las diferencias étnicas al comer o vestir es una peligrosa simplificación. Pero Lessing es consecuente. Porque en la modernidad lo que manda es la igualdad. Somos iguales.

            Esta tolerancia sólo se explica en relación al Estado moderno y a su ambigua utopía de igualdad (que significa tanto “nadie pinta nada” frente al poder del soberano, como “nadie es más que nadie”). La tolerancia es sobre todo contigüidad, esto es, derecho a tener un lugar bajo el sol. Pero no deberíamos olvidar que sólo en este contexto podía aparecer algo así como “la cuestión judía” y eso testimonia de su fragilidad: no hay sitio para el diferente, no supera el problema que plantea la diferencia en la convivencia.

            Finalmente, el Natán judío, plantea la convivencia humana desde dos supuestos: que cada ser humano tiene una casa, entendiendo por ello no sólo una tradición propia sino, lo que es mucho más importante, una lectura propia de la historia común. Y, también, que el hombre es más que su casa. Por muy señalado a sangre y fuego que esté su historia, el hombre puede sobreponerse, puede convivir con los demás pues tiene la tarea de construir una humanidad común con los demás hombres. La tolerancia que nazca de aquí tiene que reconocer la diferencia existente entre los hombres: diferencias de cultura, lengua y gustos (diferencias que hay que respetar), pero también desigualdades e injusticias causadas por el hombre con el que nos planteamos la convivencia (diferencias que no hay que respetar pero sí tener en cuenta para luchar contra ellas). Vistas así las cosas, hablar de tolerancia es hablar de responsabilidad, de respuestas a viejas preguntas que siguen vigentes porque las hemos heredado como formas de vida.

            ¿Nos vale el modelo de Rosenzweig: convivir desde la diferencia? O, dicho de otra manera: ¿nosotros, modernos, podemos cambiar sin más el modelo de la igualdad por el de las diferencias, el del republicanismo por la multiculturalidad? Las cosas son más complicadas: no se cambia de modelo de convivencia como de lavadora o de móvil (porque llegan unos nuevos que son mejores). Ese tipo de lógica aquí no funciona. Fijémonos en lo que está pasando en Europa. Durante siglos la intelectualidad adoptó elmodelo de Natán el Sabio de Lessing. Pero como murió a manos del nacionalismo, el modelo de convivencia actual no puede consistir en volver al modelo ilustrado. Ese modelo, si fue desbancado por el nacionalismo, lo fue porque la igualdad ilustrada se mostró impotente frente a la particularidad del nacionalismo. El nuevo modelo pasa necesariamente por hacer frente al nacionalismo sin olvidar la fragilidad del modelo ilustrado. Así nació el proyecto europeo que combina igualdad con diferencia.

            3. Nosotros los españoles lo tenemos más complicado porque accedimos a la igualdad, a la tolerancia moderna, no movidos por nobles ideales revolucionarios (liberté, égalité, fraternité) como otros pueblos, sino empujados por el odio y la negación física y metafísica del diferente. Nuestra igualdad consistió en eliminar al otro y no en descubrir que teníamos algo en común con el diferente, por eso sólo podemos plantearnos la tolerancia desde la diferencia si nos enfrentamos a la experiencia histórica de negación del otro.

            Ahora bien hablar de la negación del otro significa en este contexto remitirnos a la expulsión de judíos y moriscos. Tenemos, pues, que hablar de la expulsión de judíos y moriscos si de verdad queremos plantearnos la convivencia en una sociedad compleja donde el pluralismo está servido porque nosotros somos los herederos de esa violencia pasada. No herederos de la tolerancia sino de la intolerancia.

            Grave fue la expulsión de los conversos. Podemos calibrarlo analizando lo que ellos propiciaron metabolizando ese desastre. En primer lugar, el marranismo, origen de la modernidad. De eso nos privamos al considerar ese fermento de modernidad un producto extraño o, peor, aún, enemigo de lo nuestro. Gran ironía de la historia. Habría que tener en cuenta, en segundo lugar, la calidad de lo que “produjeron” los que se quedaron: Santa Teresa, San Juan, Fray Luis de León, Cervantes… Finalmente, la fecundidad de esa experiencia desgraciada. Aunque resulte paradójico, esa catástrofe animó una reflexión en el mundo judío que ha sido clave para el futuro de Europa. Como dice Scholem, el judaísmo, en efecto, tuvo que revisar su idea de mesianismo, sobretodo el sentido en él de lo político. Alumbraron entonces una cultura mesiánica -“le messianique sans Messie”, que dirá Derrida- que alimenta, por ejemplo, la Teoría Crítica del siglo XX .

            Lo que en definitiva conseguimos con este gesto de intolerancia fue despilfarrar una rica herencia cultural; cerrarnos el paso a la modernidad que representaba el marranismo; y obstruir la posibilidad de un pensar propio, condenándonos a un pensar dependiente que todavía dura (¿por qué Maimónides y Averroes no figuran como filósofos españoles?)

            Más grave, si cabe, fue la expulsión de los moriscos. Francisco Márquez Villanueva defiende en El problema morisco (desde otras laderas) que lo que allí se estaba decidiendo era o una Modernidad que tuviera en cuenta las diferencias o una modernidad totalitaria basada en una unidad uniformista. O una modernidad incluyente u otra excluyente. Dice literalmente: “Lo que allí se ventilaba era, en último término, si una sociedad cristiana iba o no a guiarse por sus únicas reglas de juego y si estaba dispuesta a pagar por el concepto de un casticismo radical y de unos estilos de vida polémicamente anti-modernos” (Márquez 2). El Duque de Lerma lo tenía claro: “o acabarlos o dexar a estos en libertad de consciencia” (Márquez 237). Había que elegir entre crimen o tolerancia. Contra lo que pudiera parecer la opción no iba a caer del lado humanitario. El arzobispo Juan de Ribera, el autor intelectual de aquella locura (¡hoy elevado a los altares¡) lo tenía claro. En esto de la libertad de conciencia ni él, ni el Rey, ni el Papa, nada podían hacer: “era cosa tan prohibida por la ley divina, aunque aprobada por la secta pestilencial de los políticos” (Márquez 282). La tolerancia se oponía a la ley divina y dejaban la defensa de la libertad en manos de unos políticos pestilentes.

            Visto desde la expulsión de los moriscos fue antecedente del exterminio judío. Hay muchos paralelismos. Entonces se barajaron alternativas que recuerdan a las de Eichmann con los judíos: deportarlos a una isla remota o exterminarlos o expulsarlos (Márquez 214). Se desecha el exterminio pues “el degollar tanta gente, causaría general horror y lástima” decía el Patriarca y Virrey de Valencia Ribera (Márquez 225). Por la misma razón se pasó del fusilamiento por los Einsatzgruppen que acompañaban al ejército alemán a la discreción de los campos de exterminio.

            La expulsión supuso un suicidio económico: el fanatismo ideológico acarreó la ruina del país. Muchos lo vieron y se opusieron como los nobles castellanos. Los valencianos y aragoneses, más presionados, piden al Rey que al menos les compense, es decir, que “pudiesen conquistar de nuevo, para vivir conforma a su condición en haciendo o morir peleando que era harto más honroso que no a manos de la pobreza” (Márquez 251). En el famoso sermón de Juan de Ribera (27 de septiembre de 1609) que bendice la expulsión se hace cargo de esa cuita de sus nobles pero les anima a interpretar el descalabro económico como un gesto grandioso a favor de la causa. Un sacrificio, empero, que tendrá su recompensa porque si se riega la tierra con la sangre de estos herejes, será más fértil.

            También significó un desastre cultural. Los moriscos no eran solo artesanos. Perdimos una lengua y hay que ver el desparpajo de monseñor Ribera cargando contra la lengua en su célebre sermón: “olvidad, os ruego, la lengua destos malvados, si hay algunos que la sepan” (Márquez 367). La negación de la lengua, de una lengua hablada por españoles durante siglos, es una de las formas más radicales de negación del otro. Cuando alguien preguntó al famoso Ribera por el futuro de los moriscos, respondió con gran desprecio: “hermano, no le dé molestia porque se desharán como la sal en el agua.” Como la sal en el agua.

            Fue un auténtico genocidio. Lo del término genocidio no es un exceso retórico. Es lo que nos viene a decir Calderón de la Barca en su obra El Tuzaní de la Alpujarra en la que lleva a escena los sucesos de la Guerra de la Alpujarra. Para los historiadores esos sucesos determinaron la expulsión de los moriscos, en 1609. El dramaturgo, sin embargo, se centra en un caso de exterminio local. Tienen que morir porque se rebelan contra un poder político que no respeta los acuerdos. Hay un personaje menor, el morisco Alcuzcuz, el graciosillo, que merece atención. Este morisco se salva porque en el momento oportuno enmudece. El precio de su vida es el silencio. Se le perdona la vida porque renuncia a hablar. Pero ¿qué vida le espera, se pregunta el dramaturgo Juan Mayorga que ha rescatado la obra, si para vivir tiene que renunciar a “tener fiestas, hacer zambras, vestir sedas, verse en baños, juntarse en ninguna casa, ni hablar en su algarabía” como había decretado Felipe II? Se produjo ese genocidio invocando razones falsas: su apostasía, su incapacidad de asimilación (de ahí el gesto de Cervantes), su traición… Se dice de ellos que no son de fiar porque están siempre dispuestos a venderse al turco. Cervantes responde por boca del morisco Ricote (El Quijote II, 54) a esta acusación de antipatriotismo: “doquiera que estamos, lloramos por España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea…ahora conozco y experimento lo que suele decirse que es dulce el amor de la patria!(3)”

            Frente a quienes minimizan las consecuencias económicas y dan por buena la pérdida en nombre de su fanatismo ideológico, Cervantes les sirve esta ironía en Persiles:

“Ven ya, ¡oh venturoso mozo y rey prudente, y pon en ejecución el gallardo decreto deste destierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el de que no será bien desterrar la que en efecto está en ella bautizada; que aunque sean estos temores de consideración, el efecto de tan grande obra los hará vanos, mostrando la experiencia dentro de poco tiempo, que con los nuevos viejos cristianos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner en mucho mejor punto que ahora tienen.” (Castro 270)

Y comenta socarrón Américo Castro:
“¿Pensaba Cervantes de veras que llevando cristianos viejos de una región a otra se evitaba con ventaja el inconveniente de que la tierra quedara ‘desierta y sin gente’?...En resolución, veamos claramente cómo se presentaba el asunto: los moriscos son españoles, están en su patria natural, están bautizados, son la base de la riqueza agraria…”. (Castro 271)

¿Y qué decir sobre su incapacidad para asimilar los valores nacionales? Pues que la España de los Austria no respetó Las Capitulaciones de Granada que reconocían a los moriscos el derecho a quedarse, utilizar su lengua y practicar sus costumbres; que la identificación de lo nacional con el mundo de los cristianos viejos es una impostura; que es un tópico, que dura hasta hoy, que no tiene en cuenta ni la falsa universalidad de la modernidad ni la capacidad asimiladora del Islam como bien prueba la figura medieval del mudejarismo. A ello apuntaba Cervantes cuando deletreaba al autor del prototexto de El Quijote con el nombre de Hamete Benengelli: “benengelli” significa “hijo del evangelio” y “hamete”, comedor de berenjenas, apodo jocoso con que en Toledo designaban a los moros convertidos. El autor del texto castellano sería un moro que lee el evangelio.

            La expulsión se escondió tras falsas razones para no confesar lo inconfesable, a saber, la opción por un modelo nacional cerrado, sectario y excluyente.

            Hay quien sostiene la teoría de que España fue pionera en la construcción del Estado. Lo sitúan en los tiempos de Isabel y Fernando, momento en el que se produce la unión política de España y la uniformidad cultural con la expulsión de los judíos y moriscos. Si esto fuera así, estaríamos ante una profunda paradoja porque si resulta que un momento fundante del Estado moderno es la igualdad, tendríamos dos sentidos de igualdad antagónicos: por un lado, la igualdad “a la española” que consistió en extirpar o exterminar al diferente; por otro, la igualdad “a la francesa” que elevó a marbete de la revolución el principio de igualdad y fraternidad. En lugar de reducir el todo a una parte (la cristiana), convertir cada parte en un momento del todo (la republicana). De esta excluyente y anti-ilustrada concepción de la igualdad no nos hemos curado. Decía Marx, en su Ideología Alemana, que los alemanes sólo se encontraban con la libertad en el día de su entierro, una constante que obligaba a quienes, como él, apostaban por la libertad a ser muy exigentes con las condiciones materiales que la hacían posible. Otro tanto cabría decir de los españoles sobre la igualdad: la hemos entendido de una forma tan perversa, que ahora sólo la podemos invocar si no nos permitimos un solo planteamiento político excluyente. Todo reivindicación identitaria debería estar bajo sospecha porque no lleva a ninguna parte como bien recuerda El Roto (4) en una de sus geniales viñetas: dibuja una masa de gente mirando con expectación hacia un punto fijo del que sale una voz que dice: “Moisés nos llevará al desierto y luego nos traerá de vuelta a casa”. Y alguien replica “oye ¿y si nos ahorramos el viaje?” Pues eso.

            4. ¿Qué significa entonces una tolerancia basada en la diferencia? Podemos responder a esa pregunta de una manera teórica o práctica. En el primer caso se trataría de comparar este modelo de tolerancia con los otros, que ya hemos visto, para valorar la solidez teórica de cada uno de ellos. En el segundo caso, el objetivo de la respuesta no sería otro que sopesar cual de ellos nos convendría hoy.

            Desde un punto de vista teórico, hay que señalar las debilidades tanto del modelo medieval como del moderno. Sobre el respeto a las diferencias, en el mundo medieval, hay que decir dos cosas: la primera, tan bien vista por el Saladino de Natán el Sabio, es que su concepción absolutista (cada religión pretende tener la verdad en exclusiva) lleva al a guerra; la segunda, que es más lo que nos une que lo que nos separa, algo que no tienen presente esas diferencias medievales. Entre ese tiempo y el nuestro están los derechos humanos, una conquista civilizatoria de alcance mundial, cuyo primer artículo afirma que todos nacemos iguales y libres. Frente a esta conquista el modelo medieval nos resulta ingenuo. Pero tampoco el modelo ilustrado o moderno es convincente. Es verdad que éste bebe en las mismas fuentes que el primer artículo de los derechos humanos, pero algo falla en ese principio cuando el modelo fue derrotado con tanta facilidad cuando apareció esa forma moderna de diferencia que es el nacionalismo. Al insistir unilateralmente en la igualdad se corría el riesgo de banalizar las diferencias (reducirlas “a comida y vestido”), una grave equivocación porque son mucho más que eso, de ahí que cuando aparecen las diferencias de verdad se llevan por delante la igualdad. Frente a estos dos modelos, el de Franz Rosenzweig (“todos tenemos una casa, pero todos somos más que la casa”) parece mucho más solvente. Al decir que “todos tenemos una casa” estamos reconociendo singularidades muy hondas pues afectan a la lengua, a la religión, a la cultura y a las costumbres, es decir, son algo más que variantes “en el comer o en el vestir”. Pero al añadir que “somos más que la casa” estamos relativizando esas singularidades y apuntando en una dirección que las trascienden. Podemos ser más que lo que recibimos.

            Queda por ver lo que esa pregunta significa desde un punto de vista práctico: ¿cuál de esos modelos nos convendría hoy? No podemos responder sin tenerles en cuenta. No nos encontramos frente a ellos como el caminante que se para ante un cruce de caminos que nunca ha transitado y que le ofrecen tres direcciones distintas. Nos preguntamos como Descartes “quod vitae sectabor iter?” (“¿qué camino seguir?”) después de haberles recorrido. Ese es el trabajo del historiador que nos cuenta de donde venimos. Damos por supuesto que el conocimiento del pasado nos ayuda a comprender el presente, más aún, a evitar que en el presente repitamos errores del pasado. Cuando el historiador se remonta a la historia medieval de Llerena quiere, por supuesto, informarnos de cómo eran estos pueblos en aquellos tiempos, pero también pretende algo más. Lo que pretende, aunque no lo explicite siempre, lo cuenta muy bien Juan Goytisolo en la presentación de un libro de historia, que habla de un asunto muy antiguo, como la expulsión de los moriscos. Me refiero a la Presentación que escribe para el texto de Márquez Villanueva, El problema morisco. Dice ahí que la lectura de este libro “no es, como pudiera creerse a estas alturas, un simple ejercicio de nostalgia: ofrece, al revés, en el conflictivo y cruel año 1991 que vivimos, una candente actualidad.” Él se está refiriendo a la guerra de Irak y establece una relación entre el pasado (la expulsión de los moriscos) y el presente (la destrucción de Irak) repitiendo en un caso y otro las mismas “falaces razones”.

            Pero ¿puede la historia hacer valer el pasado en ayuda del presente? ¿Podemos aprender del pasado? ¿Puede servir de algo saber que tuvimos un pasado de tolerancia y que lo destruimos? Depende de cómo relacionemos el presente con el pasado porque podemos utilizar el presente para afianzar el presente o mirar el presente con los ojos del pasado. Son dos actitudes intelectuales opuestas. Como bien sabemos ese fue el asunto que ocupó al filósofo Walter Benjamin de por vida. Se trataba, según sus propios términos, en entender bien la diferencia entre historia y memoria. Propio de la historia es considerar el presente, tiempo del pasado; propio de la memoria, por el contrario, es considerar el pasado, el tiempo del presente. Lo de menos es que apellide a la primera actitud de “historia” y a la segunda de “memoria”. Lo importante es reconocer la diferencia entre esas dos miradas sobre el pasado.

            La historia que Benjamin critica es la del historicismo que pretende conocer los hechos tal y como han sucedido (o casi). Ya Hegel advirtió del peligro de la historia que piensa que lo suyo es conocer el pasado como realmente ha sido. La historia no fotografía el pasado (en el discutible supuesto de que la fotografía refleje la realidad como es) sino que lo cuenta, por eso distingue él entre res gestae (los hechos tal y como ocurrieron) y la historia rerum gestarum (el relato de lo acontecido), que es de lo que se trata. Tomemos la historia de España o de las Españas. Ese campo de estudio admite muchos enfoques. A uno le puede interesar el estudio desde el punto de vista del armamento utilizado a lo largo del tiempo; otro, la evolución del sistema económico o el papel de las lenguas o de la religión. Eso supone una primera selección al tomar en consideración unos hechos y dejar otros. Luego está el punto de vista del propio historiador tan ligado a su presente. El presente se va a convertir en el centro interpretativo del pasado en el sentido de que lo que queremos ver en el pasado son aspectos que nos interesan a nosotros y no necesariamente a los actores de aquel tiempo. Después de Hegel la historia debería entrecomillar su devoción por los hechos y por la ciencia.

            Aunque la historia viene de lejos, es recientemente, en el siglo XIX, cuando cobra el papel angular que tiene hoy en día. Su desarrollo espectacular y su importancia social están ligados a la creación de los Estados-nación en Europa. Para crear una conciencia o identidad colectiva hay que hacer con el material del pasado un relato que sirviera a los objetivos de la nación. El historiador Eric Hobsbawm suele repetir un dicho de Renan que pone en evidencia el carácter de ese tipo de construcción histórica: “no hay nación posible sin falsificación de la propia historia.” No hay historia nacional que se precie que no falsifique su pasado.

            Ahora bien, si los relatos identitarios suelen forzar el pasado, cabe pensar que podría haber relatos que no los violentaran (sobre esto volveré más tarde). Lo que de momento no está claro es que eso esté en las manos de esta historia que es promovida por la política a actor social. Un historiador americano, Emil Funkenheim, expresa en pocas palabras el papel social de la historia, pero también la hipoteca en veracidad que eso comporta, al escribir que “cuando los Estados modernos se convierten en los sustitutos de la religión (y esto ocurre en el siglo XIX), los historiadores quedan investidos como sumos sacerdotes” (Funkenstein, 30). La historia sustituye a la religión en la decisiva tarea social de conformar una identidad colectiva. Los poderes políticos van a mimar la historia pero a condición de que esta cumpla la tarea encomendada.

            España no ha sido una excepción. También aquí la historia que nos han contado ha estado al servicio de una determinada visión política. Si repasamos la enseñanza de la historia en la escuela veremos que está al servicio de la nación, subrayando factores como la pertinencia a un mismo territorio, la posesión de rasgos caracteriológicos comunes y la profesión de la misma fe. Con estos materiales pueden hacerse combinados tradicionalistas, liberales y hasta institucionistas, pero sin que esos relatos diferenciados cambien lo substancial, a saber, contar una historia en función de los intereses políticos dominantes. Habría que recordar a Santiago Ramón y Cajal pidiendo con urgencia acabar con relatos épicos que de tanto exagerados parecen truculentos.

            Frente a esa lectura instrumental del pasado, Walter Benjamin desarrolla una poderosa visión de la memoria (que sería la nueva forma de entender la historia) según la cual el pasado ausente del presente sería la piedra angular sobre la que levantar una nueva concepción del mundo. Adorno concretaba esta idea benjaminiana al decir que esta forma anamnética de pensar se traduce en el dictum: “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad.” Esa mirada, que sería la de las víctimas, es la que inconscientemente anima nuestros discursos cuando nos referimos al pasado medieval de Llerena o Fregenal: aquí hubo una convivencia y fue sacrificada en nombre de unas ideologías genocidas que nos han marcado. Al rescatar por la memoria ese pasado estamos haciendo un juicio moral a la historia que nos ha conformado. No hablamos sólo de lo que fue sino de lo que debería ser hoy.

            Hay que reconocer que no es fácil escuchar los silencios porque vivimos en una cultura del olvido. Podemos aplicar a la palabra lo que Platón decía de le escritura. Contaba éste que en Egipto vivía un viejo dios, llamado Theuth, que tuvo el acierto de descubrir un fármaco milagroso pues hacía sabio a quien lo consumiera. Era la escritura. Le faltó tiempo para ofrecérselo al rey del lugar quien, tras oír la entusiasta defensa que hizo Theuth de su invento, declinó la oferta porque el fármaco del viejo dios tenía fuertes contraindicaciones. Podía, sí, fijar hechos y salvarlos del olvido, como una memoria perenne, pero condenaba al olvido a lo que no quedara escrito. La escritura arruinaba la tradición oral. Privilegiaba la visión pero condenaba el oído. Ante una droga que sana y mata, el prudente rey Thamus optó por desoír al genial dios. Occidente sí compró el invento. Lo que el rey no vio es que la palabra tampoco escapa del olvido.

            Para explicitar este aserto, remito al penetrante análisis que hace Jacques Derrida en su texto “El monolingüismo del otro”, un título paradójico pues da a entender que la lengua que uno habla es de otro. Derrida ahí analiza su relación con el francés, pero con la intención de aclarar la relación de cualquier hablante con su lengua “materna” o “natural”.

            Para entender esa relación de Derrida con su lengua, el francés, hay que tener presente que él es un “pied noir” judío, es decir, alguien que, al ser judío, es francés por decreto (Decreto Crémieux, 1870) y no por nacimiento. Un decreto que fue luego revocado por el Gobierno antisemita de Vichy (desde 1940 a 1943). Tengamos igualmente en cuenta que Derrida nace y crece en Argelia (no saldrá de allí hasta los diecinueve años), una colonia francesa en el África de habla árabe. Si tenemos en cuenta, como decía Max Aub, que “uno es de donde hace el bachillerato”, tendremos claro que Derrida tenía conciencia de ser un francés que no ha nacido precisamente en Paris sino en los márgenes.

            Estas circunstancias condicionan su relación con el francés caracterizada, según él, por un triple “interdit” (prohibición, restricción, exclusión). El primer “interdit” afecta al hebreo que debería ser la lengua de sus ancestros pero que sus padres desconocen; el segundo se refiere al árabe, la lengua del lugar pero que el ocupante francés ha declarado lengua extranjera; el tercero afecta al francés que él habla, como sus padres, pero que es un francés impuro, con acento, que suena extraño al francés de la metrópoli.

            Eso le lleva a la conclusión de que el francés que habla es una lengua impuesta, violentamente impuesta, pues él la habla al precio de una triple negación lingüística: no puede hablar el hebreo, la lengua de la madre; tampoco el árabe, la lengua nativa; y tampoco le es accesible el buen francés de l’Île de France.(5) Su lengua no es, en definitiva, ni natural ni materna.

            Esa relación de Derrida con la lengua podría ser interpretada como la propia de un colono, experiencia tantas veces repetida por los pueblos conquistadores. Derrida, sin embargo, no se refugia en esa cómoda explicación sino que tiene la osadía de universalizar su caso, es decir, eleva su experiencia singular a categoría. Lo que nos quiere decir es que sólo podemos decir que poseemos una lengua -y que esa lengua es la materna o natural- si media un gesto de imposición, de apropiación violenta y de negación de otras lenguas.

            La violencia, en efecto, acompaña tanto el gesto de imposición violenta de una lengua -evidente en el caso del colono o del conquistador que imponen su lengua y persiguen la autóctona- como en la transmisión en España de una lengua como el castellano (o el catalán) que se ha impuesto porque en su momento se proscribió el árabe y el hebreo. Recurrir a la autoridad de la lengua propia para construir sobre ella una identidad colectiva sólo puede hacerse al precio de ignorar la violencia que acompaña a esa lengua sobreviviente.

            Para recordar debidamente -para escuchar los silencios, para dejar hablar al sufrimiento- hay que tener en cuenta las lenguas silenciadas por la lengua que hablamos. Es lo que hace Cervantes, en un gesto intelectual verdaderamente genial, ya evocado. Me refiero al momento en el que el autor de El Quijote reconoce que lo que está ofreciendo al lector en romance castellano es traducción de un palimpsesto escrito originariamente en árabe por el moro Cide Hamete Benegelli.

            5. “Herederos de la intolerancia”, así podría sonar el título de este texto. No somos herederos de una grandiosa historia de tolerancia entre las tres culturas, sino de su negación. Esa herencia pesa mucho y explica en buena parte el cainismo de nuestra historia. Es como un trauma originario, nunca debidamente elaborado, que se repite una y otra vez aunque de forma diferente. Si queremos superarlo y construir una convivencia en paz no podemos “comprar” un modelo vistoso que se nos pudiera ofrecer en el mercado mundial de las ideas. Una sólida convivencia en paz tiene que tener en cuenta ese pasado, de ahí la importancia de la memoria y no sólo de la historia. Y eso significa apostar por espacios de libertad, que no sean excluyentes. Así definía el filósofo Edmund Husserl a Europa en una conferencia, titulada “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”, pronunciada en Viena, en 1935, que hizo época. La nueva forma de tolerancia tiene que ser transnacional, es decir, europea. Europa es nuestro futuro, decía Semprún: y ese proyecto es el resultado de experiencias históricas muy dolorosas: para los europeos los campos de exterminio; para los españoles, la expulsión de unos españoles que eran judíos y de otros que eran moriscos, pero españoles. Y lo mismo vale para los demás pueblos. Salvo excepciones todos construyen su identidad nacional excluyendo. No basta evocar la pluralidad real. Hay que superarla en un modelo que la integre y no divida.

Reyes Mate (Diálogos, Revista de Filosofía de la Universidad de Puerto Rico, Año L, Núm. 104, 2019, pp. 33-45)

OBRAS CITADAS
. de Cervantes, Miguel. Don Quijote de la Mancha, edición de Andrés Trapìello, Editorial Destino, Barcelona,2015.
. Jiménez Lozano, J., Martínez, F., Mate, R., Mayorga, J. Religión y tolerancia, Anthropos, 2003.
. Castro, A. “Ideas religiosas”, El pensamiento de Cervantes y otros estudios cervantinos, Editorial Trotta, 2002.
. Funkenstein, A. Jüdische Geschcichte und ihre Deutungen, Judischer Verlag, Frankfurt, 1995.
 G.E. Lessing, “Eine Duplik”, en Lessings Werke, K. Wölfel (ed.), Insel Verlag, Frankfurt, vol. III, 1967.
. Márquez Villanueva, F. El problema morisco (desde otras laderas), Libertarias, 1991.
. Mate, R. Heidegger y el Judaísmo, Anthropos, 1998.
. Rosenzweig, F. “Introducción a los escritos judíos de Hermann Cohen”, Judaísmo y límites de la modernidad. Editado por Beltrán, Mardones y Mate, Riopiedras, 1998.
—. “El Natán de Lesing, en Jiménez Lozano y otros”. Religión y tolerancia, Anthropos, 2003, pp. 121-125.

NOTAS
(1) Este trabajo se inserta en el Proyecto de I+D “Sufrimiento social y condición de víctima: dimensiones epistémicas, sociales, políticas y estéticas" (FFI2015-69733-P), financiado por el Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia”.
(2) Una primera aproximación al tema fue publicada como anexo en Reyes Mate (1998) Heidegger y el Judaísmo, Anthropos, Barcelona, pp. 115-137. Una versión completa de Natán el Sabio, a cargo de Juan Mayorga, en Jiménez Lozano y otros, 2003,  Religión y tolerancia, Anthropos, Barcelona, pp. 75-121.
(3) El Quijote II, 54. En la edición de Andrés Trapiello -Don Quijote de la Mancha de Miguel Cervantes- p. 882.
(4) Andrés Rabago García, “El Roto” (Madrid, 1947), es humorista gráfico, pintor y dibujante. Desde la década de 1990 publica sus dibujos en EL PAÍS (nota del editor).
(5) Región francesa del centro-norte, que incluye París (nota del editor).