23/4/22

Auschwitz, hoy ¿más cerca de la repetición que de la interrupción?

 1. El legado moral de Auschwitz se puede resumir en una proposición: que no se repita y, para eso, ahí está la memoria. Extraña estrategia pues la memoria tiende a la repetición, menos ésta que se propone “el nunca más”. La pregunta que tenemos que hacernos entonces es ¿hemos recordado? ¿hemos conjurado el peligro de repetición?

La respuesta es inquietante: hemos recordado, sí, pero no hemos conjurado el peligro. Habrá que preguntarse si es por la mala calidad de la memoria o porque ésta no basta. Veamos.

             Hemos recordado: No ha sido fácil conseguirlo. Había razones externas que se oponían a la memoria: como la Guerra Fría que no permitía despilfarrar energías mirando hacia atrás. También, razones internas: “lo que habían padecido los judíos no suscitaba interés", decía Simone Veil, superviviente de Bergen-Belsen. Ocurrió en su casa y también en un congreso de historiadores sobre la II Guerra Mundial en París después de la guerra. No les interesaban los testigos. En su casa sólo querían oír las gestas heroicas de la Resistencia que contaba el hermano.

2/4/22

Sobre la banalidad del mal

             La expresión banalidad del mal, utilizada por Hanna Arendt al final de Eichmann en Jerusalén, causó gran desconcierto. Prueba de ello es el comentariado malhumorada de un Gershom Sholem lamentando cómo Arendt hubiera cedido a la tentación del lenguaje publicatorio, ella que estaba tan bien encaminada hablando del asunto en términos de radicalidad del mal”(1). Arendt le contestó con un cierto desparpajo que sí, que he cambiado de opinión y por eso ya no habla de mal radical.

             El desconcierto sigue. Y, como prueba, estas recientes palabras de un escritor estadounidense(2): la evaluación que Arendt hace de Eichmann y sus acciones parece especialmente curiosa. Hijo desclasado de una familia de clase media, que de joven trabajó como vendedor ambulante de fuel, Eichmann ascendió hasta convertirse en un alto funcionario nazi encargado de deportar a los judíos de Europa a los campos de concentración. Pero Arendt parece encontrar siempre una circunstancia que amortigua el hecho. No entró en el Partido por convicción y nunca llegó a convencerse, escribe. No fue el odio fanático contra los judíos, sino del deseo de progresar lo que impulsó su trabajo como nazi, sostiene. Aunque Eichmann había visitado repetidamente Auschwitz y visto el aparato de exterminio organizado allí, Arendt, señalando que no había participado personalmente en las muertes, insiste en que su papel en la Solución Final se había exagerado excesivamente. Incluso tiene ocasionalmente palabras benignas para Eichmann, citando pruebas, por ejemplo, de que era bastante amable con sus subordinados. Ante todo, concluye Arendt, no era un Iago ni un Macbeth. Excepto por una extraordinaria diligencia a la hora de buscar su ascenso personal, no tenía motivación alguna. Dicha valoración lleva a Arendt a exponer su famosa opinión sobre Eichmann: que representaba la banalidad del mal. Ahí se ve como el concepto de banalización del mal es tomado por banalización del crimen y del criminal.

             Ahora bien, es en el paso del mal radical a la banalización del mal donde se opera una profundización filosófica sobre el mal. De ello quisiera hablar, mirando de reojo la reflexión paralela que lleva a cabo Adorno.