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El debate español sobre la memoria se mueve en torno a cuatro ejes: por un
lado, el que conforman la transición y la guerra civil(1); por otro, el de las
víctimas de la violencia terrorista, particularmente de Eta; en tercer lugar,
las memorias que convocan los distintos nacionalismos; y, finalmente aunque en
menor medida, la memoria de la conquista.
La que mayor interés suscita es la del primer bloque debido no sólo a la
gravedad de asuntos históricos que maneja sino también a la vinculación de ese
pasado con los problemas más candentes de la vida democrática actual.
A
nadie se le oculta que España padece una severa crisis institucional. No hay
más que ver la valoración de los políticos, jueces, obispos o banqueros por la
opinión pública. Mala valoración de las personas y sobre todo de las
instituciones que representan. Basta echar una mirada a la monarquía o las
noticias sobre el soberanismo catalán para entender que la severidad de la
crisis institucional se doble con una desmoralización social. No me refiero con
ello a la desafección ciudadana a la política, que es evidente, sino a la
perversa práctica de votar con mayorías generosas a políticos corruptos.
El
peligro de la crisis actual es echar la culpa a las instituciones. Convendría
entonces darse un paseo por El Inspector,
la obra teatral de Gogol, escrita hace casi doscientos años en la lejana Rusia,
pero de plena actualidad aquí. El argumento versa sobre el mundillo político en
provincias, sacudido de repente por el anuncio de un inspector enviado para
valorar la situación. La gracia del enredo está en que los políticos corruptos
confunden al temido inspector con un inocente perillán sorprendido por los
halagos y favores con los que el alcalde y su cohorte quieren comprarle. Se
deja ir, aprovecha la ocasión y se va colmado de gracias. Mientras los
políticos se pavonean de cómo se lo han ganado, reciben el aviso de que el
inspector de verdad acaba de llegar. Momento grandioso de la obra es cuando el
alcalde se vuelve a los espectadores que han estado riendo todo el tiempo,
porque ellos sí sabían que los políticos estaban poniendo los huevos en el cesto
equivocado, y les espeta a la cara "pero ¿de qué os reís? ¡os estáis
riendo de vosotros mismos!".