Simone Weil, radical y
contradictoria, no parecía estar llamada a brillar con luz propia en el
firmamento intelectual del siglo XX. Pero un grande, Albert Camus, vio en ella
un diamante en bruto, lo tuteló y, al publicarla en su prestigiosa colección,
permitió que el mundo la conociera y llegara hasta nosotros.
Era medianoche en aquella Europa
sumida en una guerra total y desgarrada por distintos totalitarismos. Camus, ya
entonces un prestigioso intelectual, denunciaba el nihilismo de su generación
que, sin creer en nada, tuvo que hacer la guerra. Ese nihilismo, celebrado en
clubes y salones, se expresaba negando la realidad, como hacía el arte
abstracto; o difamando la claridad, como predicaba el surrealismo; o
despreciando la armonía, como quería la música dodecafónica; o volviendo la
espalda a la verdad como hacía la filosofía.
Aunque había notables intentos por
salir del abismo -Sartre con su existencialismo o el marxismo con sus
revoluciones- para Camus la piedra de toque era la significación que cada cual
diera al sufrimiento del inocente. En la reacción a ese hecho se jugaba el ser
o no ser del hombre moderno, algo que a Marx o a Sartre no les quitaba el
sueño. Para Camus, sin embargo, eso era capital porque sabía bien que lo que
provocó la caída de Dios y el triunfo del hombre, fue la incapacidad de Dios
ante el sufrimiento injusto. Lo que hizo la teología cobardemente fue endosar
la responsabilidad al hombre. Pero, entonces ¿para qué Dios? Se indujo de esta
manera la muerte de Dios, a cambio, eso sí, de que el hombre asumiera una responsabilidad
absoluta ante el mal en el mundo. El tenía ahora que responder eficazmente del
sufrimiento del inocente.