26/4/16

El monolingüismo del otro

            El monolingüismo del otro es el título de un librito de Jacques Derrida con el que responde a la pregunta de si su lengua es el francés. La pregunta, a primera vista ingenua, tiene, sin embargo, su miga ya que Derrida nace en Argelia y sus padres son judíos. Esto le lleva a decir que su lengua materna debería haber sido el hebreo si los padres no lo hubieran perdido, y su lengua natural, el árabe, de no ser porque al ser Argelia una colonia francesa, el árabe había sido degradado al nivel de lengua extranjera. Por supuesto que en su casa, como en la de cualquier otro ciudadano francés, se hablaba la lengua nacional, pero con un acento inconfundible que le colocaba automáticamente en la periferia de Francia. La conclusión a la que llega Derrida -y ese es el hilo conductor de su libro- es que “no tengo más que una lengua y esa no es la mía”. La lengua que habla, en efecto, tiene dos características. En primer lugar, es una lengua dada, que acoge al hablante y precisamente por eso no se la puede apropiar. Aunque la hable, no es suya. En segundo lugar, que habla francés porque las circunstancias han tachado el hebreo, su posible lengua materna, y el árabe, la lengua del lugar, es decir, la lengua natural. Así que el francés no es su lengua propia, porque le ha sido dada; tampoco su lengua materna, que debería haber sido el hebreo; ni siquiera su lengua natural ya que los lugareños hablan árabe. Habla francés, ciertamente, pero con un acento que le delata (“por eso, dice, mi costumbre de hablar bajito”, como disimulando). Monolingüista, sí, pero hablando una lengua prestada, de otro. Derrida entiende que su situación no es exclusiva de un pied noir judío, es decir, no se reduce a la situación excepcional de un colono judío. Si él pone tanto empeño e inteligencia en el análisis es porque la suya es en el fondo la situación de todo el que hable lengua oficial o cooficial.


            Comparte opinión en esto con otro personaje que también anduvo por Argel, cinco siglos antes, pero cautivo. Me refiero al autor del Quijote. El lector recordará el momento en el que el susodicho autor no puede contar, en el capítulo octavo de la Primera Parte, cómo acaba el duelo entre el vizcaíno y el hidalgo manchego porque “no halló más escrito de estas hazañas de Don Quijote”. De repente uno descubre que lo que está leyendo es la transcripción de unos papeles originales que, como cuenta en el capítulo siguiente, están escritos en arábigo y por un autor moro, Cide Hamete.

            El gesto de Cervantes es muy significativo. Es, para empezar, un ingenioso recurso literario porque no consta la existencia de Cide Hamete ni tampoco hay huella de esos papeles. Cervantes recurre a ese artificio para señalar un dimensión moral que afecta no sólo a su libro sino a todo lenguaje. No podemos olvidar que cuando aparece el Quijote el árabe es ya una lengua prohibida. Al invocar la autoridad de un original en la lengua proscrita Cervantes se solidariza con la lengua desaparecida al tiempo que protesta contra una política lingüística afanada en liquidar la pluralidad lingüística que había dominado el paisaje español durante setecientos años. El gesto literario tiene pues una dimensión moral de solidaridad y resistencia.

            Y algo más. No se le pasa por la cabeza a Cervantes que haya que renunciar a su lengua, pero al remitir el genio de su escritura a una lengua desaparecida (no olvidemos que cuando le presentan el original se lo hace traducir porque él ya no entiende el árabe) está diciendo a sus lectores que el castellano bebe en otras lenguas, habladas por generaciones pasadas, con las que estamos en deuda. El se refiere al árabe pero sólo por discreción o miedo no menciona el hebreo, la lengua de sus antepasados. Unamuno sí se permite en su Vida de Don Quijote y Sancho enmendar a Cervantes al escribir “por mi parte, creo que el tal Cide Hamete no era árabe, sino judío y judío marroquí”.  No es fácil determinar con qué lenguas estamos en deuda, lo importante es reconocer el endeudamiento.

            Lo que desprende de esta singular aventura cervantina es que sólo la autoridad de esas otras lenguas -que, por muy desaparecidas que estén han alimentado en algún momento la lengua que hablamos- puede neutralizar la querencia de toda lengua hablada a imponerse. La memoria de las otras lenguas son el antídoto a la violencia innata de las lenguas que se hablan.

            Cuando Nebrija presentó, en 1942, a Isabel de Castilla su Gramática en castellano se dice que la reina le preguntó “¿por qué querría yo un trabajo como este, si ya conozco la lengua?” .A lo que el andaluz sagazmente le respondió: “Alteza, la lengua es el instrumento del Imperio”. Y así es. La lengua es un poder político y por eso conviene no perder de vista a gente como Cervantes con el fin de devolver a la lengua que hablamos su dimensión humana, recordándola que nada sería si no fuera por las lenguas que silencia.


Reyes Mate (El Periódico de Catalunya, 17 de abril 2016)