1.
El debate español sobre la memoria se mueve en torno a cuatro ejes: por un
lado, el que conforman la transición y la guerra civil(1); por otro, el de las
víctimas de la violencia terrorista, particularmente de Eta; en tercer lugar,
las memorias que convocan los distintos nacionalismos; y, finalmente aunque en
menor medida, la memoria de la conquista.
La que mayor interés suscita es la del primer bloque debido no sólo a la
gravedad de asuntos históricos que maneja sino también a la vinculación de ese
pasado con los problemas más candentes de la vida democrática actual.
A
nadie se le oculta que España padece una severa crisis institucional. No hay
más que ver la valoración de los políticos, jueces, obispos o banqueros por la
opinión pública. Mala valoración de las personas y sobre todo de las
instituciones que representan. Basta echar una mirada a la monarquía o las
noticias sobre el soberanismo catalán para entender que la severidad de la
crisis institucional se doble con una desmoralización social. No me refiero con
ello a la desafección ciudadana a la política, que es evidente, sino a la
perversa práctica de votar con mayorías generosas a políticos corruptos.
El
peligro de la crisis actual es echar la culpa a las instituciones. Convendría
entonces darse un paseo por El Inspector,
la obra teatral de Gogol, escrita hace casi doscientos años en la lejana Rusia,
pero de plena actualidad aquí. El argumento versa sobre el mundillo político en
provincias, sacudido de repente por el anuncio de un inspector enviado para
valorar la situación. La gracia del enredo está en que los políticos corruptos
confunden al temido inspector con un inocente perillán sorprendido por los
halagos y favores con los que el alcalde y su cohorte quieren comprarle. Se
deja ir, aprovecha la ocasión y se va colmado de gracias. Mientras los
políticos se pavonean de cómo se lo han ganado, reciben el aviso de que el
inspector de verdad acaba de llegar. Momento grandioso de la obra es cuando el
alcalde se vuelve a los espectadores que han estado riendo todo el tiempo,
porque ellos sí sabían que los políticos estaban poniendo los huevos en el cesto
equivocado, y les espeta a la cara "pero ¿de qué os reís? ¡os estáis
riendo de vosotros mismos!".
La
risa sólo aflora cuando el que ríe se siente un peldaño por encima del otro. El
espectador ríe porque sabe que los políticos son unos corruptos y tan cortitos
que caen en el ridículo de entregarse en cuerpo y alma al pícaro ingenuo que
pasaba por allí. Podemos reírnos de ellos o indignarnos contra ellos porque
nosotros no somos así. Pero el alcalde abochornado de El Inspector se revuelve contra el público muerto de risa echándole
en cara que no tienen razones para la risa porque ellos, en sus butacas, son
iguales a los personajes que tienen delante. ¿Acaso no han sido ellos quienes
les han elegido?. Y ellos, los políticos, no se esconden. Todos saben cómo son
y les eligen por como son. Esta corrupción por abajo es lo que proporciona a
la crisis instuticional una gravedad
excepcional.
2.
Hemos llegado a un punto en el que la memoria ha desbordado el marco del pasado
-al que nos referimos habitualmente con
la discutible expresión de "memoria histórica- para convertirse en principio explicativo de
los problemas actuales. Mi hipótesis de partida es que la forma en que se hizo
la transición de la dictadura al franquismo tiene mucho que ver con lo que está
ocurriendo. Escribía recientemente Slomo Ben Ami que después de 1945 ha habido unos 500
casos de transiciones posconflicto cuya mayor parte ha seguido la vía española.
Había que elegir entre justicia u olvido y se eligió la amnistía, es decir, el
olvido(2). Por lo que respecta a la transición española, el camino del olvido
tuvo que ver con la debilidad de las fuerzas democráticas del momento (aquello
fue una transición vigilada, vigilada por las fuerzas armadas), pero también
con los intereses de los protagonistas: ni Manuel Fraga ni Santiago Carrillo
tenían interés en que se mirara hacia atrás porque entonces podía aflorar el
asunto de las responsabilidades de unos y otros. Sin olvidar una cultura del
olvido que dominaba en la época y no sólo en España: en 1975 en Alemania, sin
ir más lejos, nadie hablaba de Auschwitz. Luego los historiadores añadieron
otra razón, a saber, que ya se había producido la reconciliación al encontrarse
codo a codo hijos de los vencedores y vencidos
en la oposición al franquismo, pero eso ni se decía entonces ni tiene en sí
mucho sentido ahora. Al fin y al cabo, todos ellos no eran más que un puñado y
sólo se representaban a sí mismos pero no a la víctimas de su bando.
2.1.
Ese modelo de transición consiguió una llegada relativamente pacífica de la
democracia(3) pero se pagó caro.
En
primer lugar, porque fue un proceso
constituyente controlado. Para que no se fuera de las manos tenía que estar
controlado por las élites de los partidos, que sabían lo que querían. Eso
significó, de hecho, que la constitución quedara en manos de una
"ponencia" o "padres de la Constitución" al abrigo de las
desmesuras de la opinión pública. Lo que de ahí salió fue un sistema
democrático organizado desde arriba, lo cual se aprecia en la ley y en la ley
de partidos que prima a las cúspides de
los mismos y en la ley electoral que privilegia a las direcciones de los
partidos (listas cerradas) y a los partidos mayoritarios (ley d'Hont) (4).
En
segundo lugar, porque con las leyes de amnistía (15 de octubre de 1977) se
cancela el concepto de responsabilidad histórica. Gracias a esa ley salieron
los presos políticos antifranquistas pero también quedó lavada la culpa de
todos los criminales franquistas de guerra, desde 1936 hasta 1976. Esa
amnistía, que fue una autoamnistía, ha alimentado un supuesto demoledor para la
democracia. Me refiero al hecho, señalado por
Francisco Gor(5), de que, gracias
a esta ley, los franquistas llegaron a pensar no que se les borraban los
crímenes sino que nunca los habían cometido. Interpretaron paradójicamente esta autoamnistía como un certificado de
inocencia, algo absurdo pues no puede uno perdonarse de lo que no ha cometido.
En
tercer lugar, porque se produjo una ruptura que no era la que el antifranquismo
quería (romper con la dictadura) sino su contraria, a saber, respecto a la
República. Al desterrar la memoria del proceso constituyente, se negó toda
relación entre democracia y república. La consecuencia fue que no se quiso -o
no se pudo- hacer frente a los problemas pendientes de la II República
española. Estamos hablando de problemas que hoy suenan mucho: el problema
territorial que planteaba el encaje del Pais Vasco y Cataluña; el tema de la
laicidad que tiene por desafío el lugar del catolicismo en una constitución
laica; y, lógicamente, el tema de la monarquía que aunque fuera sancionada por
un referendum vino de la mano del
franquismo. La voluntad del dictador era
desde luego algo que pesó decisivamente en el comportamiento de las fuerzas
armadas en todo ese proceso. Esas y otras cuestiones, que habían sido claves
durante el periodo republicano, se cerraron en falso y al cabo de los años han
reaparecido con muchas más complicaciones.
En
cuarto lugar, porque se descapitalizó la riqueza y experiencia acumulada durante
los tiempos de oposición al franquismo. Esa oposición fue la ocasión para un
despliegue de valores morales que fueron echados a perder por las élites que
protagonizaron la transición. Me refiero a la generosidad y al sufrimiento de
tantos militantes comunistas de base que entregaron a la causa su tiempo, su
dinero y sus ilusiones; de tantos cristianos de base que luchaban contra el
nacionalcatolicismo en nombre de unas ideas políticas laicas; de tanto
exiliados que esperaban activamente el final de la dictadura, no sólo para dar
a conocer su relato del pasado, sino también, y sobre todo, para aportar a la
futura construcción de la ciudadanía su experiencia de exiliados.
Nada
de todo ello contó en la transición. Se suele decir que el triunfo del partido
socialista en las primeras elecciones se explica por la memoria histórica. Pero
esa memoria no contó en la estrategia de sus dirigentes cuando conquistaron el poder. Al contrario,
devaluaron aquel capital diciendo que ahí "había un exceso de moralidad o
de ideología"; que era preferible la aconfesionalidad del Estado a la
laicidad, o que la transición tenían que protagonizarla los de dentro y no los
de fuera, dejando fuera de juego la experiencia del exilio.
3.
Este modelo español de transición, tan exitoso inicialmente, empieza a
cuartearse a principios de los noventa. Hubo dos causas que pesaron en ese
cambio. Por un lado el desgaste de los gobiernos socialistas, debido
fundamentalmente a los casos de corrupción. Ellos habían sido los grandes valederos
del modelo al prestarle la legitimación de quienes venían de la tradición
republicana, la gran sacrificada. La otra causa se refiere a la caída del muro
de Berlín que no sólo supuso el fracaso del comunismo y el final de la guerra
fría, sino también la aparición en Europa de la cuestión nacional. Lo vimos en
los países de la ex-Yugoslavia y también en los de la ex-Unión Soviética. También se coló en
Alemania al ver de la noche a la mañana que la división del país se disolvía y
resolvía como un azucarillo. La Alemania de la posguerra que llevaba inscrita
con la división la señal de la derrota, volvía a ser la Alemania de siempre.
Muchos alemanes lo expresaron en su momento diciendo "wir sind ein
Volk". Por fin volvemos a ser un pueblo(6).
La
ola nacionalista repercute en España pero no tanto en los llamados
nacionalismos periféricos cuanto en el nacionalismo español. Fue la obra del
nuevo presidente, José María Aznar, que puso fin al reinado socialista de
Felipe González que había durado más de trece años(7).
La
exaltación españolista de Aznar, sobre todo en el segundo período (1999-2004)
despertó al nacionalismo catalán. Cuando contra todo pronóstico triunfa el
socialista Rodríguez Zapatero en el 2004, trata de corregir el nacionalismo
españolista cabalgando el tigre del nacionalismo catalán con la propuesta de un
nuevo Estatut que no contenta ni a
propios ni a extraños.
4.
Como no pretendo contar la historia de la democracia española sino reflexionar
sobre el lugar en ella de la memoria, lo que hay que decir es que el proyecto
de olvido que preside la transición política española se salda, a la altura de
los tiempos en que nos encontramos (a los casi 40 años de la muerte del
dictador), con una pluralidad de memorias. Más allá de si es bueno o malo que
haya tantas, el problema es que son memorias desordenadas, en permanente
conflicto entre sí, sin jerarquías ni modo de enfrentarse a ellas.
Tenemos,
por un lado, la memoria del nacionalismo español y las de los nacionalismos
vascos y catalanes. Unas y otras se retroalimentan y necesitan. La del
nacionalismo español es la del "Santiago y cierra España" que se
siente identificada con la Restauración, La Contrarreforma, (eso que Aznar
llama "liberalismo"), heredera del franquismo y que solo tiene ojos
para sus "mártires" y las víctimas de ETA. La presencia de esa
memoria explica el fracaso de la propuesta que hicimos desde la Comisión de
Expertos del Valle de los Caídos, que era una propuesta de reconciliación, pero
que exigía trascender los propios límites. La memoria de los nacionalismos
periféricos, al polarizarse en la relación con la memoria anterior, aunque sea
para negarla, corre el riesgo de reproducir sus vicios: sólo interesa la
memoria de agravios causados por el nacionalismo español y por eso sólo le
importa, en el fondo, sus propias víctimas.
Se
trata de memorias diferentes, pero al tener
en común el principio de exclusión, acaban negándose. Al decir que el
nacionalismo es excluyente lo que quiero decir es que todo Estado-nación está
construido sobre el concepto de amigo-enemigo. El amigo es el de casa, el que
habita la misma tierra y tiene la misma sangre. El otro -que es el del otro
Estado-nación- es el enemigo. Todo pueblo que pretenda o posea un Estado-nación
no escapa al principio de la exclusión(8).
Habría
que hablar también de una tercera memoria, memoria sospechosa, entre
"corchetes" (vigilada) y, por eso mismo, marginada, la memoria republicana, que tal y como recoge
Antonio García Santesmases(9), es laica, plural, federal, es decir, inclusiva:
Sólo en ella cabe el gesto de Azaña, en el discurso del 18 de julio del 1938,
pidiendo "paz, piedad, perdón"(10). Les/nos
pedía que optemos por vivir en paz, pero no a cualquier precio, sino desde la
compasión y el perdón. La compasión nos
invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el nuestro. Y también habla de perdón porque quien recurre a la muerte para
resolver un conflicto en una sociedad democrática, siembra el mundo de
sufrimiento y queda marcado. Tengamos en cuenta que Azaña reconoce a los
combatientes muertos de la
Guerra Civil la grandeza de héroes... Pues bien, incluso
esos, los héroes, son culpables y tienen que pedir perdón. Esa es la memoria de
la República.
Si hablamos de la memoria
republicana no es para alagar los oídos de los que hoy se sienten no
monárquicos sino para reivindicar valores o dimensiones ausentes de nuestra
democracia, valores que trascienden el ser o no republicanos pero no lo que
debería ser la democracia.
4.1.Lo que no puede ocultársenos, a
estas alturas del discurso, es que el proyecto de olvido con que se gestó la
transición ha dado lugar a una pluralidad cacofónica de memorias. El fracaso en ese sentido no puede ser más
sonado. El problema que en cualquier caso tenemos ante nosotros es cómo
ordenarlas ¿pueden convivir unas con otras? ¿se excluyen mutuamente? ¿hay
manera de jerarquizarlas?
Podríamos pensar que la única memoria
inclusiva es la republicana. Ella, al substanciarse en la propuesta de
"paz, piedad, perdón", tendría la autoridad moral suficiente para
imponerse a las demás. Pero la República carece de ese crédito está lastrada
por la autoridad de quien la venció y por el
descrédito de una doble derrota
Tiene en su contra, en primer lugar, la autoridad del vencedor. Hay una relación
entre autoridad y triunfo. El vencedor tiene siempre consigo la autoridad del
proyecto que ha llegado a ser. Puede que moralmente sea condenable pero
semánticamente hay que decir que pesa más, que significa más la parte vencedora
que la vencida en el sentido de que impregna la historia. El vencido deja un
vacío, una ausencia, que será moralmente significativa, pero que políticamente dependerá de otros, de
quienes la recuerden y la valoren.
Cuando hablamos del "franquismo sociológico" para dar a entender
una forma de ser que ha sobrevivido al dictador, estamos reconociendo esa
autoridad de lo fáctico sobre lo vencido(11).
Esa resaca del franquismo algo tiene que ver con el descrédito de la
política entre los españoles y el estado anémico, la apatía o cobardía de la
sociedad civil.
En
su contra tiene, en segundo lugar, el
descrédito de una doble derrota(12). La República fue vencida por Franco y el
fascismo. Para este y sus herederos la República es insignificante, no puede
ser un referente de nada. Es el enemigo vencido. Sólo tendría significación en
el caso de que estos demócratas establecieran una relación entre democracia y
República, algo que niegan de entrada pues ven la democracia como el resultado
de su propia decisión y no como el efecto de una memoria moral.
A
ese descrédito habría que añadir, en tercer lugar, el proveniente de haber sido
derrotada cuando el fascismo fue vencido. En ese crucial momento en el que la
historia hacía justicia al fascismo, borrándola del mapa político, los aliados
prefirieron la dictadura a la República.
Todo
ello tuvo graves consecuencias: un régimen dictatorial, el retraso de un país
que con la República se había modernizado poderosamente, la marginación
respecto de Europa, el empobrecimiento económico al quedar fuera del Plan
Marshall por no ser una democracia.
Se
produce entonces una extraña paradoja -o mejor dicho, injusticia- a saber, que
el único país en el que el enfrentamiento al fascismo se tradujo en una guerra
civil (no fue el caso de Alemania, ni de Italia, ni de Francia), fue abandonado
a su suerte cuando Hitler fue vencido. Y, simultáneamente, que el país culpable
del desastre, Alemania, fuera el más beneficiado en la postguerra. Para que la
memoria republicana tuviera peso en España, deberían echarnos una mano los países europeos y los EEU que tanto
contribuyeron a desacreditarla.
4.2
¿Por qué deberían hacerlo? ¿Por qué Inglaterra, Francia o Alemania deberían
interesarse por la República española? ¿Por qué ese pasado debería pesar en tomas
de decisiones actuales si queda ya muy lejos? No necesariamente por mala
conciencia, sino por una razón política:
porque existe la Unión Europea, que es un proyecto que, como dice
Semprún, nació en los campos de exterminio, es decir, es un proyecto ligado a
las responsabilidades derivadas de la II Guerra Mundial. Eso es un hecho que
Alemania lo ha tenido siempre presente, al menos durante los gobiernos de Willi
Brandt, Helmut Schmidt(13) o Helmut Kohl. Recordemos la reacción de Kohl cuando
se debatía en Alemania la creación del euro. Muchos alemanes lo veían como una
peligrosa aventura que nada bueno prometía. Si disfrutaban ya de un sólido deutsche Mark ¿por qué renunciar a ello?
La respuesta del canciller no fue económico sino política o, si se prefiere,
moral: "prefiero una Alemania
europea a una Europa alemana".
Alemania asumió sus responsabilidades, no sólo
económicamente, pagando más, sino
políticamente (entendiendo que no podía traducir su poder económico en poder
político) o, como dice Habermas, renunciando al nacionalismo(14). Es posible
que eso esté cambiando. Durante la presente crisis hemos visto a una Alemania
actuando de acuerdo a su poder económico y no a su responsabilidad histórica.
Mi
objetivo aquí no es adentrarme en la crisis europea sino recuperar la autoridad de la memoria republicana. Pues
bien, si queremos reforzar la Unión Europea, tenemos que volver a sus orígenes
y eso significa el reconocimiento por parte de los países líderes europeos de
su responsabilidad histórica - o ¿habría que hablar de deuda histórica?-
respecto a la República española. Podemos decir que los países que han conformado la Unión
Europea tienen una deuda para con ella. Para entenderlo comparemos el papel que
han tenido De Gaulle y Largo Caballero en el devenir de Europa: De Gaulle
combatió al fascismo con un micrófono y un puñado de Resistentes, pero lideró
la re-construcción de Europa. Largo Caballero, Primer Ministro durante la
República, que luchó junto a su
pueblo en la Guerra Civil y que acabó en el Lager de Oranienburg, murió en el abandono. Largo Caballero, es
decir, la lucha, el sufrimiento causado por vencer al fascismo que tuvo lugar
en España no ha contado mucho a la hora de construir una Europa que quería ser
la respuesta a las lógicas perversas que llevaron a la destrucción de Europa.
No sé si es una coincidencia casual el hecho
de que en España cada vez más se estudie la guerra civil como el prólogo de la
II Guerra Mundial. No se trata tanto de restablecer una verdad histórica (algo incuestionable)
sino de reflexionar sobre la relación de la Europa que sale de la II GM con
España o, si se prefiere, de ponderar la calidad de la construcción europea. Me
parece ilustrativo a este respecto el libro de Félix Santos(15), Españoles en la Alemania nazi. Testimonio
del III Reich entre 1933 y 1945, Este libro consigue rescatar de una manera
muy plástica esa relación de España con Europa o, más exactamente, en qué
sentido España era la encrucijada de la época. Lo que sacamos en limpio es que,
en contra de lo que decía Ortega y Gasset que "España era el problema y
Europa la solución", hubo un tiempo, el de la República, en el que Europa
era el problema y España formaba parte de
la solución. En este país el fascismo estaba bien representado: intelectuales
como Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo, Antonio Tovar dan fe de ello. El
entusiasmo rozaba con lo ridículo. Hay que estar ciego para quedarse
boquiabierto, como escribía Tovar, "con los andares de Hitler". Una
ceguera semejante, en cualquier caso, a la de Martin Heidegger que respondía a
las prudentes recomendaciones de los amigos de que moderara su devoción a
Hitler -"vean las manos de Hitler y verán enseguida lo
extraordinario"(16) -. Eran fascistas que si no hicieron más daño fue
porque no sabían, pero no porque carecieran de voluntad. Había fascistas españoles en sintonía con los
italianos y alemanes, pero también clara conciencia crítica del alcance del
fascismo: la República sabía que lo que aquí se jugaba no era un cuartelazo
más, sino esa forma de barbarie llamada fascismo con lo que eso suponía, a
saber, liquidar conquistas civilizatorias seculares. "El hombre
nuevo" estaba construido sobre el concepto de raza, de renuncia a la
libertad, de sometimiento a la voluntad del Führer. Los escritos de Chaves
Nogales dan fe de ello. Escribe en 1933: "Hitler va positivamente a
cumplir desde el poder sus promesas de extirpación de los judíos. Conste que
esta palabra extirpación es suya" (Santos, 2013, 244).
La
República sabía por tanto que aquí se jugaba la suerte de Europa y de su
herencia pero los países democráticos y posibles aliados prefirieron, primero,
contar con las simpatías del Fürher, y cuando este fue vencido, con las de
Franco. Les era más rentable. Ahora bien, es
en ese momento de derrota del fascismo cuando se consuma la marginación
de España o la expulsión de Europa: cuando los liberados de Buchenwald, como
Semprún, o de Mathausen, que eran miles, no pueden volver a su patria. Tampoco,
Largo Caballero. El Primer Ministro francés, Leon Blum, recluido en un palacete
de Weimar, a cierta distancia de Buchenwald, volvió con todos los honores. El
antiguo Primer Ministro francés acabaría siendo Presidente de la República.
5. Con lo dicho queda manifiesto que la
transición del olvido acabó en fracaso, esto es, en una pluralidad de memoria
que luchan por la hegemonía. La importancia que tiene la memoria republicana
para la comprensión de la crisis institucional y económica no significa,
empero, que sea ella la respuesta adecuada. La respuesta no es la Tercera
República. Hay un elemento nuevo que nos obliga a situarnos frente al pasado y
por tanto frente a la memoria de una manera diferente: el deber de memoria. Es
una particularidad nuestra, de los nacidos en estos tiempos marcados por la experiencia
de la barbarie. El deber de memoria no consiste sólo en acordarse de los
judíos, sino en algo más. Es entender que la memoria es un grito o, mejor, el gesto intelectual que sigue al grito.
Me explico: cuando las víctimas son liberadas, gritan "nunca más". Lo
que han vivido no puede repetirse, para evitarlo ellas tienen una propuesta que
choca con la opinión de todos, incluso de los Aliados que las liberan: el deber
de memoria. No el plan Marschall, o la constitución democrática para Alemania o
más progreso. No: memoria .¿Por qué? porque han vivido algo inimaginable,
impensable, algo que no está en los libros, ni en la memoria de la humanidad.
Eso tan monstruoso pero que ocurrió, lo debemos tener siempre presente. No lo
podemos olvidar.
Si es tan importante su memoria, no
podemos confiar que de ello se encarguen los políticos, los economistas, los
técnicos, los científicos. ¿Por qué? porque antes de que ocurriera no se
enteraron y después de que ocurriera no le dan excesiva importancia, en
cualquier caso, no tanta como para erigirlo en deber de memoria. ¿Acaso, nos
dicen, no es este mundo mejor que el de ayer? ¿Y qué es lo que le ha mejorado:
la memoria o el progreso? Por eso no podemos fiarnos de ellos, porque piensan
que la respuesta a la victimación es el progreso, cuando ha sido una de sus
causas.
Sólo nos podemos fiar de las
víctimas, de sus testimonios, de su experiencia. Dicen algo fundamental que
todos sabemos pero que nadie se ha tomado en serio: que la historia se ha
construido sobre víctimas y que si queremos acabar con esa lógica histórica hay
que convencerse de que el sufrimiento debe ser la condición de toda verdad.
Deberíamos entonces repensar la política, la ética y la estética como respuesta
al sufrimiento. Adorno lanzó aquella pregunta de si era posible hacer poesía
después del horror de los campos de exterminio: ese era el camino de la
estética a la luz del deber de memoria. El de la ética tendría que ser la
respuesta al título del libro de Levi "si esto es un hombre". Y la
política, la voluntad de justificarla sobre otras bases distintas al progreso.
6. Es imposible adentrarse en el
estudio de la crisis institucional de la democracia española sin preguntarse
¿qué se puede hacer?. No hay recetas, sino un enorme vacío cultural que es el
que nos convoca. Entre las exigencias morales y lo que realmente pasa hay un
abismo o, mejor, un vacío, que explica la no traductibilidad de la moral a la
política. Esa incomunicación explica que ante las más clamorosas denuncias
referidas a la corrupción, al incumplimiento de las promesas o al descaro de
los jueces en la impartición de la justicia, no pase nada. Nada expresa mejor
ese vacío que la reacción a la carta del Papa Francisco Evangelii Guadium. Dice cosas tremendas: denuncia la tiranía del
actual sistema económico; más aún, habla de una economía que mata. Reconoce que
para este sistema el ser humano es algo superfluo "de usar y tirar".
En su raíz es un sistema injusto porque no reconoce que los bienes que poseemos "no son nuestros
sino suyos" (de los pobres). Ningún líder político habla así. Eso no se
enseña en ninguna facultad de derecho , ni de filosofía. No hay editorial de
periódico, por muy rojos que sea, que vaya tan lejos. Dicen cosas enormes.
Pero ¿por qué no pasa nada? ¿por qué
no cala? ¿por qué no protestan los Roucos y Caminos de turno que piensan todo
lo contrario? ¿Por qué nadie dimite? ¿por qué nadie le sigue?. Porque entre
esas frases y los mecanismos culturales que permitirían una traducción
práctica, hay un abismo, hay un vacío. Un abismos en nuestras mentes y también
en la cultura dominante. Si uno repasa qué filósofo o pensador de la actualidad dispone de categorías
políticas acorde con esas afirmaciones quizá sólo encontraría uno, Giorgio
Agamben, o se remonta a la primera generación de la Escuela de Frankfurt.
Por
eso hay que afanarse en conquistar ese espacio. Hay que dar importancia a la
cultura, a la formación. Luego vendrán las transformaciones de la realidad. Para
no quedarme colgado de ese vacío, apuntaré algunos capítulos de ese master de
formación cívica.
Habría que revisar, en primer lugar,
el modelo de lo político. Domina el que propuso Mandeville, "vicios
privados, virtudes públicas" y habría que cambiarle por el aristotélico
que habla del político virtuoso. Las buenas prácticas políticas son el
resultado de políticos virtuosos, entendiendo por virtud política estas tres
notas: que sepa del asunto; que haya demostrado madurez en la toma de
decisiones; y que haya demostrado que cuando toma una decisión es capaz de
resistir las presiones consecuentes. Hoy añadiríamos una cuarta nota a la
virtud aristotélica que prime entre los criterios de decisión, la compasión.
Con estos criterios despediríamos al 90 % de los políticos españoles.
En segundo lugar, revisar la constelación
relativa a las identidades colectivas. Estamos en tiempos posnacionales. Helmut
Dubiel avanza la innovadora idea de que
“estamos pasando de una forma de legitimación colectiva basada en la tradición
–es decir, en el culto al patriotismo, a los grandes hombres y gestas- a otra,
mucho más democrática, que integra la memoria de las injusticias sobre la que
está construido nuestro presente”(17). La identidad colectiva no vendría
entonces de la parte triunfante de nuestra historia sino que serían " más
bien las culpas compartidas en común a
lo largo de su historia las que han creado en los seres humanos un sentido
existencial de pertenencia determinado por sentimientos de culpa reprimidos”.
Lo que quiere decir es que el secreto del vínculo común no sería la sangre y
que ni siquiera estaría basado en la libre elección de sus miembros "sino
en la complicidad silenciosa”, esto es, es esos excluidos que todos tendríamos
como base oculta de lo que somos o queremos ser. Se
entiende ahora la propuesta inicial de que la memoria obliga a repensar los conceptos de ciudadanía y de
nacionalidad porque rompe las fronteras espaciales y temporales que los
amparan.
No podemos plantearnos el tema de los nacionalismos sin tener en cuenta sus
brutales resultados en el siglo XX y la violencia sobre la que se han
construido. Lo que se nos está diciendo es que las generaciones siguientes,
nosotros, no podemos plantearnos el tema
de la cuestión nacional sin tener en cuenta la experiencia de la barbarie. Esto
explica que haya un vínculo que une Auschwitz con esta Catalunya que hoy habla
de soberanismo. Esto nada tiene que ver con el insulto, frecuente por cierto,
que tacha a los nacionalistas de nazis. Eso, además de una injusticia, es una
frivolidad. El punto de conexión entre independencia y barbarie es otro y
consiste en reconocer que, en virtud del deber de memoria, vivimos tiempos
posnacionales. No podemos plantear el tema del soberanismo como si la barbarie
nazi no hubiera ocurrido. La única
manera consecuente de plantear el problema de la identidad colectiva es
haciéndonos cargo de lo excluido por ese proceso. Sólo así conseguiremos que la
identidad resultante no sea de nuevo excluyente.
Otro
campo que revisar es el de la ciudadanía tan ceñida a la tierra y a la sangre.
Eso explicaría el no lugar del emigrante. Auschwitz es la estación terminal de la apoteosis de la
tierra y de la sangre. Habría que pensar la ciudadanía de suerte que los
derechos ciudadanos transcendieran la
voluntad de los Estados. La experiencia del exiliado -de aquel que siendo de
dentro ha sido privado de sus derechos en su propia tierra- es rica de
posibilidades. El exilio como forma de existencia, tan fundamentalmente pensada por la diáspora judía, abre el camino
a una concepción universalista de la ciudadanía.
Cualquier
campo, teórico o práctico, es decisivo
en esa batalla por el espacio que media
entre el deber moral y la realidad práctica. De momento y desde tiempo
inmemorial está en manos de los que con tanto éxito predican que no hay alternativa,
que otro mundo no es posible. Tienen razón pero no porque no sea posible sino
porque ellos lo han imposibilitado.
Acabo
recogiendo la idea de que la memoria no se agota en lo que solemos llamar
"memoria histórica" que pone el acento en la responsabilidad presente
respecto al pasado porque hay facturas pendientes. La memoria es, para las
generaciones que viven después de Auschwitz, un imperativo categórico, es
decir, la piedra angular de la construcción de la realidad. Hemos avanzado
mucho en lo tocante a la memoria histórica, pero apenas si hemos iniciado el
camino de la razón anamnética.
Reyes Mate (Intervención en el III Foro
de Debate, organizado por la Asociación "Wirberto Delso", en Favara,
el 30 de noviembre del 2013)
Notas:
(1) Cf Angel J. Sánchez Navarro, 1998, La transición española en sus documentos,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid.
(2) Shlomo Ben Ami "Colombia y el
precio de la paz", en El País,
22 de septiembre del 2013.
(3) Solemos asociar transición española a
proceso pacífico, pero basta evocar nombres como Montejurra, Vitoria o Atocha,
para tomar conciencia de que las cosas fueron un poco diferente.
(4) Francisco Rubio Llorente, expresidente
del Consejo de Estado, abunda en la misma idea al decir que para reforzar la estabilidad gubernamental y
la consolidación de los partidos "se ha dado lugar a una concentración de
poder excesiva en las cúpulas de los partidos y un cierre a la sociedad",
en una entrevista a el diario El País,
3 de diciembre del 2013, pag. 11.
(5) El autor habla de un "equívoco
o malentendido", que formula así: "que los franquistas no se
sintieron realmente concernidos por una norma que suponía aceptar, de alguna manera, que de su lado también se habían cometido
crímenes por los que, por otra parte, ni
se les pasó por la cabeza que alguien se atreviese a pedirles
responsabilidades". En "Amnistía como coartada", en El País, 9 de noviembre del 2013
(6) A este lema respondieron los
alemanes más conscientes con un "wir sind das Volk", que les sirvió
de poco. Cf J. Habermas, 1998, "Was ist ein Volk?",
en Habermas, Die postnationale
Konstellation, Suhrkamp, Frankfurt, 13-47.
(7) cf J.M. Aznar, 1995, La España en la que yo creo, Noesis,
Madrid.
(8) Donde mejor se aprecia el principio
de la exclusión es en los límites que plantea cada Estado al ejercicio de los
derechos humanos...de los que no son de ese Estado. Sobre el carácter
excluyente del Estado-nación es muy recomendable la tesis doctoral de Daniel
Barreto, 2013, Universalidad, religión y
política. Actualidad de los filosofía de Franz Rosenzweig, Uned, Madrid.
(9) Me remito a las lúcidas páginas de Antonio
G. Santesmases en la ponencia "Memoria y democracia, la pugna por el
pasado" (manuscrito del 2103).
(10) Decía
Azaña: " es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el mayor
bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en los
muertos y escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal grandioso y
ahora que ya no tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la patria que
dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón". Para su desarrollo me
permito reenviar a Reyes Mate, 2013, La
piedra desechada, Trotta, Madrid, 181.
(11)
I. Sotelo, "A qué llamamos franquismo", en el diario El País, 30 de noviembre del 2013.
(12) Es
la idea que sostiene Francisco Martín en su sólida introducción a M. Zambrano,
2000, España. Pensamiento, poesía y una ciudad, Biblioteca Nueva, 34.
(13) Cf
"Merkel no se da cuenta de lo que está haciendo a Europa", entrevista
de H. Schmidt, en La Vanguardia, 7 de diciembre del 2013.
(14) Si Habermas habla ya de tiempos
posnacionales es porque piensa el concepto de nación desde la experiencia de la
barbarie, cf Habermas, 1998, Die
postnationale Konstellation, Suhrkamp, Frankfurt, principalmente el texto
"aus Katastrophen lernen·, 65-91.
(15) Félix Santos, 2012, Españoles en la Alemania nazi. Testimonio
del III Reich entre 1933 y 1945, Endymion, Madrid.
(16)
Lo cuenta Karl Jaspers, 1990, Notas sobre Heidegger, Mondadori, Madrid,
105.
(17) Helmut Dubiel “La culpa política” en Revista Internacional de Filosofía Política, nr 14, diciembre de
1999, pp. 1-14.