La
presentación de un libro es un rito desconcertante: Te convoca el autor que es un amigo. El autor de
un libro es más que el autor de ese libro, sobre todo si es amigo. Tienes que
hablar de ese autor desde la cordialidad propia de la amistad. Uno puede caer
en exageraciones, pero no son tales porque como decía Aristóteles "cuando
los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia". La amistad es
la forma suprema de justicia. Pero hay que hablar de un libro y los libros
tienen vida propia. Van por libre. El lector entabla una intensa relación con
ese extraño cuerpo y puede pasar a lo largo de sus páginas del amor a la
provocación, del entusiasmo a la desesperación o de la risa al llanto. Espero
pues ser leal con el amigo y fiel al libro.
Hablemos en primer lugar del autor. Lo que dice cualquier página web cogida al
vuelo de Carlos Pereda es que es un uruguayo en México. No es un dato irrelevante. No sé si ser uruguayo imprime
carácter, como el ser argentino (Juan Mayorga me comentaba poco después de que
hubieran elegido para papa a un cardenal argentino lo que le chocó el titular
de un periódico colombiano que decía “Un argentino modesto”; una colega argentina que le oyó comentó que deberían
haber titulado así “Otro argentino infalible”). Pero ser uruguayo en México le
aproxima a la experiencia del exilio, es decir, a la construcción de una
identidad sin tierra propia. Y eso promete.
La
primera nota que subrayan sus biografías intelectuales es su dedicación a la
argumentación. En esto Carlos Pereda, que hizo su doctorado en Alemania, se
debe a la filosofía analítica que seguro no era lo dominante en aquel país.
Pero, en fin, nadie es perfecto. Mejor habría que decir que la argumentación,
en su caso, más que obediencia a un
determinada escuela, es su habitat
natural. Carlos vive pensando, entregado a la filosofía, incluso cuando merodea por la cocina, de ahí lo poco
recomendable sus otras prácticas más cotidianas. Esa atención al valor de la
argumentación hace de Pereda un pensador fiable, solvente, seria. Su producción
en este campo es fecunda y creativa, llena de hallazgos linguísticos y
precisiones terminológicas. Es también la vara de medir o de enjuiciar -siempre
comprensiva y piadosa- de los discursos de los demás a los que en este libro
pasa revista. Es también lo que da unidad a un libro que juega con muchos
géneros diferentes: el ensayo, el artículo breve, la entrevista que él hace o
que le hacen, la reseña, etc. Sobre la argumentación, Pereda es un lugar
obligado y dudo que haya alguien en lengua castellana que haya dedicado al
asunto tanta atención e inteligencia.
Además de la seriedad argumentativa, su
curiosidad intelectual. Se ha ocupado, además de los citados aspectos
epistémicos de la argumentación, de la filosofía moral y política, de la literatura, dirigiendo su atención a
autores o asuntos tan variados como la mística de Sor Juana Inés, letras de corridos mejicanos, Octavio Paz, Alejandro
Rossi, Jorge Luis Borges, etc. También ha estudiado el exilio. Si libro Los aprendizajes del exilio, mereció el Premio Ensayo Siglo
XXI.
Carlos
es un interlocutor ideal porque escucha, te escucha: Practica lo de la razón
porosa, lejos de la razón arrogante. Lo he podido experimentar en primera
persona. Hace años, antes del E-mail y del fax, sostuvimos un cruce de largas cartas sobre el oficio del
filósofo. Se me quedó bien grabado en aquel carteo que Carlos se situaba en ese
punto sabio de la razón argumentativa que quiere comprender lo que se le dice y
que se pregunta por lo que haya de verdad en cada afirmación. Mi punto de vista
era algo diferente: yo entendía la filosofía como la escucha de un grito, la
respuesta al sufrimiento o a la interpelación de la víctima. No estoy seguro de
que la verdad en estos casos tenga que ver con el mejor argumento, sino con la
mayor justicia. Puntos de vistas diferentes pero no necesariamente opuestos,
pues como bien dice Pereda “La virtud
epistémica del rigor encuentra su correlato en la virtud práctica de justicia:
ser riguroso es ser justo de manera teórica”.
También
subrayaría en el autor del libro que nos ocupa la agudeza del forastero. Un
uruguayo en México no está en Uruguay
pero tampoco es de México. Es un forastero. Los sociólogos del conocimiento,
tal Mannheim o Simmel, se han detenido
en la figura del forastero, es decir, de quien está ahí sin ser de ahí,
viniendo de otro sitio, de lejos. Mannheim le califica de “freischewende
Intelligenz”, alguien que se desliza libremente, libre de los prejuicios y
convenciones que limitan la inteligencia del nativo, y con capacidad, por
tanto, de captar lo que está ocurriendo, de descifrar lo nuevo y adelantar el
futuro. Carlos es así y se aprecia bien esta cualidad cuando enjuicia, por
ejemplo, el modo de hacer filosofía en México. El libro está lleno de
advertencias oportunísimas.
Finalmente, mencionaría su valor al escribir
este libro. Aunque habla mucho de filósofos que están muertos, también habla
mucho de filósofos vivos y eso supone correr grandes peligros físicos y
metafísicos. No me refiero tanto a las reacciones posibles de aquellos de los
que habla, sino sobre todo a las reacciones de aquellos de los que no habla. La
nuestra es una profesión vanidosa que reclama el favor del público, del
reconocimiento. Por eso cuando abrimos un libro nos fijamos en las notas a pie
de página para ver si somos citados. Ahí se la juega el autor. Añadiría que es
autor de muchos libros. Sus títulos, tan acertados, anticipan la calidad del
texto: Vértigos argumentales. Sueños de vagabundo, etc. El autor de
estos libros ha participado en muchas guerras y en todas ha dejado su huella.
Hablemos
también del libro. Sobre el fondo del libro no hay que despistarse con los de “apuntes” de un “participante”. Pereda recurre
a un estilo en el tratamiento de los temas (de libertad y de compromiso) que no
excluye el rigor. Lo más llamativo en este punto es una especie de ejercicio
didáctico permanente. Estamos ante un pensador que enseña a pensar. Sobre la
forma: es un libro muy cuidado en su escritura, lleno de hallazgos
linguísticos, como ya he dicho, que se lee con pasión pues le recorre una
trama siempre amable y a veces muy
beligerante. Como Antolín se va a ocupar de eso, yo prefiero centrarme en un
par de puntos polémicos.
El
primero se refiere a María Zambrano. Sorprende verla entre los transterrados. No sé si es hacerla
justicia o una faena. Me explico. Al transterrado le da pánico el exilio, el
estar sin tierra, por eso adopta una nueva cuando pierde la vieja. Con eso de
alguna manera cancela el exilio y normaliza su existencia. Para la Zambrano el exilio es una
forma de existencia. Abraza esa experiencia impuesta, descubre dimensiones que
se le ocultaban antes de la experiencia, y no abandonará el exilio aunque
vuelva a España. Esto es muy importante. Recuerda la transformación del exilio
en diáspora propio despueblo judío. Zambrano intuye que el concepto moderno de
ciudadanía va ligado a la tierra y a la sangre. Y eso le mata. Una ciudadanía
digna de ese nombre tiene que ser algo parecido a la existencia del exiliado
que transforma esa forma de estar en una forma de ser. Pienso que uno de los
rasgos más actuales y más geniales de María Zambrano es haber visto a tiempo la
peligrosa supeditación del concepto de ciudadanía a la tierra y a la sangre, es
decir, al Estado-nación. Pensar la ciudadanía universalmente supone cuestionar
todas esas formas de nacionalismo. Ella lo hace profundizando en su experiencia
de exiliada, una condición que no quiso perder ni cuando volvió a España.
Entiendo que por inercia se la coloque entre los "transterrados",
pero convendría tener en cuenta su lugar actual en el debate de importantes
conceptos políticos.
La otra reflexión crítica se refiere a la
parte del libro dedicada al “pensar en español”. Me refiero al apartado " Pensar en
español ¿un pseudoproblema?, pero ¿qué
hay detrás?". Si por pensar en español entendemos, dice Pereda, pensar en la lengua que uno habita, la cosa es
una perogrullada, “una cosa vulgar e…inevitable”. Los problemas empiezan, sigue
diciendo, cuando uno quiere comunicarse
con una comunidad internacional de investigación que habla inglés. Obligados a
comunicarse en inglés, la cuestión del pensar en español podría ser la
expresión de un malestar o un complejo de inferioridad. El problema que
tendríamos los que pensamos en español es la desventaja de tener que jugar
siempre en campo contrario. Y lo que no sería de recibo sería traducir la
debilidad de ese pensar en español por una crítica injustificada a un pensar
universal en inglés que, el pobre, no tendría en cuenta la riqueza misteriosa de
ese “pensar en español.”
Llegados
a este punto Pereda quiere atajar enérgicamente el debate proponiendo un
“panfleto civil”, es decir, haciendo una
reconstrucción simplificada del defensor del “pensar en español”. Este tal
estaría poseído de una serie de vicios que producen adiciones de las que no es
fácil salir pero de las que habría que curarse. En primer lugar, estarían los
que padecen del fervor sucursalero. Tenemos una tradición filosóficamente débil
y eso ha alimentado una filosofía dependiente: Comprendo lo que quiere decir.
Hay gente en España de mi generación que tuvo la suerte de salir al extranjero
y se quedaron para siempre allí aunque hayan vuelto y lleven cuarenta años en
España. Luego estarían los que adolecen del afán de novedades. Nos encanta
estar a la última sin haber pasado por la penúltima. Somos posmodernos sin
haber sido modernos. Hay quien llama a rebato contra estos dos peligros,
proponiendo como alternativa un nuevo vicio: el del entusiasmo nacionalista. Nada
como lo nuestro. Hay que sacudirse la dependencia reclamando una filosofía
castiza: “filosofía mexicana”, “filosofía
venezolana o bolivariana."... Después de fustigar esos vicio, Pereda
propone el remedio de la buena
argumentación. Una buena práctica argumentadora consistiría en plantear cada
problema lo más claramente posible, saber sorprenderse (“situarse en el
umbral”, enfrentarse al problema con libertad sin anteojeras, dispuesto al
diálogo, “al argumentar en cercanía” y finalmente ejercitarse en el arte de argumentar consigo
mismo, en lejanía (interviniendo en los
debates que abordan asuntos de universalidad) y en cercanía (haciéndose eco de
los problemas del lugar).
Después de este repaso a los vicios de los que
se plantean qué significa pensar en español y de leerles la cartilla, Pereda
saca la conclusión: está claro tras lo dicho “que la expresión pensar en español no hace referencia al problema que
se cree importante sino a un pseudoproblema?”… "que en el mejor de los casos
sólo nos hace perder el tiempo".
Y
una recomendación final: nos equivocamos si tachamos de altanero o excluyente a ese club de sabios
que protagonizan “la conversación de la humanidad” en inglés”. Mejor será reconocer
que ahí pintamos poco y que habría que mejorar la nota para que se nos admita.
Sin
estar en desacuerdo con la mayor parte de los análisis anteriores, manifiesto
mi desacuerdo con la totalidad, es decir, no sé qué tiene que ver todo eso con
“pensar en español”. Me pregunto a quien te refieres ya que no citas a nadie. ¿A
todo lo que se escribe en español sea de tipo marxista, analítico o
hermenéutico? ¿a lo que se escribe en México? Observo que esos análisis
figuran ya en lo que dijiste en Madrid hace
años y que publicamos en Revista de Occidente bajo el título "Luces
y sombras de la escritura filosófica en español".
En
cualquier caso poco tiene que ver con lo que alguno planteamos bajo ese marbete.
Y yo me siento aludido porque he publicado un libro, en francés ciertamente,
“Penser en espagnol”, he sido editor de un número de Revista de Occidente y de
otro de Arbor que llevan ese mismo título: Pensar en español. Lo que me
preocupa no es que haya podido hacer perder el tiempo a mi amigo Carlos Pereda
enviándole de vez en cuando algún trabajillo sobre "Pensar en
español" sino que no se haga justicia al asunto que sí creo importante. Me
voy a permitir recordar algunos de esos supuestos.
Tengo
que decir que lo que nos mueve a hacernos esa pregunta no es el sentirnos
marginados de “la conversación de la humanidad” en inglés. Es verdad que
tenemos en cuenta el hecho de que el monopolio de la industrial cultural es en
inglés; y también el dictum heideggeriano
de que pensar, pensar, "sólo en griego o en alemán” (la verdad es que al
genio pensador que era Heidegger se le fue la olla en los momentos más
decisivos de su vida y de su obra); o el tópico ese, tan extendido entre
nosotros, de que el hispanohablante piensa haciendo literatura no haciendo
filosofía...
Todo
eso lo tenemos en cuenta, pero lo que nos mueve es el hecho de pensar en
nuestra lengua. Eso sería una perogrullada si no fuera porque esa lengua que
hablamos alberga experiencias enfrentadas
de una misma historia: la del vencido y la del vencedor; la del señor y la del
siervo; la del violento y la del no-violento. Pensar en español es pensar
teniendo en cuenta esas experiencias, la memoria de esas experiencias, explicitándolas,
poniéndolas frente a frente. Reivindicamos un logos con memoria "sin
el narcisismo colectivo de una metafísica de la lengua", como diría
Adorno.
Y
esto es una originalidad porque la lengua del imperio o la industria cultural
piensa atemporalmente. Expliquemos esto. El pensar canónico asocia la
universalidad propia de una razón verdadera con abstracción del tiempo y del
espacio. Es atemporal.
Tomemos
el ejemplo de la teoría de la justicia de Rawls o Habermas, dos exponentes de
esa industria cultural a la que me estoy refiriendo (aunque Habermas escribe en
alemán, ha conseguido entrar en ese club privilegiado que, como dice Pereda,
protagonizan "la conversación de la humanidad" en inglés). Pues bien,
ambos están de acuerdo en que para conseguir identificar los criterios
universales de justicia hay que hacer abstracción de las injusticias presentes:
que el pobre se olvide que es pobre y por qué lo es; que el rico no tenga en
cuenta que es rico ni cómo se ha hecho rico. Sólo así conseguiremos
descubrir criterios universales de
justicia. Esa impostura nos la venden como paradigma de la racionalidad o de la
argumentación racional. No tengo tiempo ahora de desarrollar esta acusación.
Baste decir que si no tenemos en cuenta cómo se han creado las desigualdades
sociales (que unos sean ricos y otros pobres), tendremos que pensar que las
desigualdades están ahí como las montañas y los ríos. No las ha causado el
hombre, son cosas del azar, como dice Rawls. Esas desigualdades
"naturales" nunca serán "injusticias", esto es, situaciones
que clamen justicia, que piden que se les devuelva lo suyo. Serán sólo
situaciones desagradables que molestan a nuestro fino sentido moral. La justicia no será respuesta
a la injusticia sino el gesto generoso de quienes han progresado mucho en la sensibilidad
moral (que no puede soportar, por ejemplo, tanta desigualdad social). El pensar en español entiende que la
circunstancia de la pobreza y de la riqueza sí son fundamentales para una
teoría de la justicia. Ese pasado debe informar la racionalidad, aunque ese
factor suponga acabar con el prestigio del mejor argumento. Toda universalidad
abstracta es siempre particular y, por tanto, una mala universalidad o, como se
decía antes, una construcción ideológica. No olvidemos lo que decía Nebrija, el
gramático, a la Reina Isabel de Castilla cuando le presentó la primera
gramática en español. La reina echó un vistazo al mamotreto y le espetó sin
miramiento algo así como "pero para qué quiero yo esto si ya sé hablar en
esta lengua". A lo que Nebrija contestó: "Señora, la lengua es el
instrumento que acompaña siempre al imperio". El triunfo de la lengua del
imperio es lograr presentarse como universal, más allá del tiempo y del
espacio.
Pondré
un par de ejemplos para mostrar cómo el tiempo altera la racionalidad o el
prestigio de la argumentación simétrica. Me refiero, en primer lugar, al gesto
intelectual de Las Casas. Recordemos "La Controversia de Valladolid"
entre el humanista Ginés de Sepúlveda y el teólogo Las Casas. Las Casas puede
con él. Recurre a los saberes de La Escuela de Salamanca para desbaratar los
argumentos de su adversario a favor de la conquista. Todo va bien para el
dominico sevillano hasta que Ginés se saca de la manga el argumento de los
sacrificios humanos. Para la época era como un crimen contra la humanidad que
obligaba al papa y a los príncipes cristianos a movilizarse contra esas
prácticas. Para Las Casas la situación es aporética: si da la razón a la razón
que esgrime Ginés (y que se corresponde con el saber de Salamanca) lo que se va
a producir es un empeoramiento de la situación de los indígenas. Ahora los
conquistadores tienen a su favor no sólo las armas sino también la razón. Es
entonces cuando se produce el gesto intelectual de Las Casas: ante ese dilema
habrá que “mandar a paseo a Aristóteles”. No puede haber una razón inmoral.
NB:
en el debate posterior a la presentación, Carlos Pereda tuvo a bien responder a
esta pregunta diciendo que el gesto de Las Casas era coyuntural y que si más
allá del debate con su adversario hubiera que plantearse, como quiere Rawls,
"criterios universales de justicia", tendría que contar con
Aristóteles. Bueno, con Aristóteles en la mano habría que justificar la
conquista, como hizo Sepúlveda.
Otro
gesto intelectual del mismo porte es de Gabriel García Márquez en Cien años de
soledad. Macondo representa al Nuevo Mundo. Los habitantes de Macondo nacen con
la peste del olvido porque para entrar en la historia del conquistador tienen que
calificar su pasado de prehistoria, tienen que olvidar sus raíces. Ese es el
mal congénito, la razón de por qué nacen apestados, con la enfermedad del
olvido. Gabo se revela reivindicando lo histórico de lo calificado por el
recién llegado de pre-historia y
descalificando lo histórico del conquistador de ideología. Lo expresa bien en Los Funerales de la Mama Grande cuando un
personaje propone a los demás sentarse a la puerta de la casa para "contar
lo que pasó antes de que lleguen los historiadores”. No se trata sólo de
reivindicar el valor histórico de lo despreciado por los conquistadores sino de
algo más: eso echado al olvido, despreciado por insignificante, es la historia
del sufrimiento sobre la que siempre se construye la historia. El novelista no
reivindica lo indígena, sino el valor semántico del sufrimiento, olvidado en
los relatos canónicos.
En
un mundo como el nuestro, compuesto de desigualdades que no son naturales sino
productos de la mano del hombre, no sé si eso que llamamos verdad -aproximación
a la realidad- tiene que ver con la argumentación o con la interpelación; no sé
si lo que se aproxima a la realidad de la víctima es que se argumente bien o
que se la haga justicia...No tienen por
qué ser incompatible, se trata de jerarquía entre el argumento y la memoria.
Acabo
por donde empecé: feliz de presentar un autor que ocupa un lugar propio en la
filosofía iberoamericana; agradecido por poder disfrutar de la riqueza que nos
ofrece La filosofía en México en el siglo
XX; e interpelado por algunas de sus provocaciones.
Reyes Mate (Instituto de México en
Madrid, 4 de abril del 2013)