2/6/15

Por una justicia anamnética(1)

            1. La justicia siempre ha sido un tema mayor de la reflexión política. Para los antiguos era una virtud superior, “más admirable que la estrella de la tarde y de la mañana”, dice poéticamente Aristóteles, porque se ocupa del bien del otro. Para los modernos es incluso algo más: “el fundamento moral de la sociedad”. La sociedad moderna, democrática y liberal, se legitima en tanto en cuanto se base en principios de justicia.
            Hay quien piensa que el sentido por la justicia es anterior al de por la moralidad. Antes de que el hombre supiera distinguir entre el bien y el mal sabía decir, como hacen todavía los niños: “¡no hay derecho!”. Una preocupación, pues, que viene de antiguo aunque obligado es reconocer que se la ha entendido de muchas maneras. Basta recordar que a la justicia unas veces se la representa como una señora con los ojos vendados y, otras, con los ojos bien dispuestos, para hacerse idea de que la justicia ha sido entendida de muchas y diferentes maneras.
            Por ejemplo, la idea que los antiguos se hacían de la justicia poco tiene que ver con la que se explica hoy en las cátedras de filosofía. Para los antiguos la justicia es, en primer lugar, una virtud, es decir, un tipo de acción con un recorrido limitado puesto que lo propio del acto virtuoso es hacer valer lo que impone la naturaleza. En segundo lugar, importa el otro. Para ser justos hay que atender al otro, dar al otro lo suyo. En tercer lugar, su materialismo: para que haya justicia tiene que haber reparación integral.
            La justicia de los modernos tiene otra lógica porque asume de entrada que hay que impartir justicia en una sociedad plural en la que circulan muchas ideas, legítimas, pero diferentes y opuestas, sobre lo que es justo o injusto. Para que en una sociedad así la justicia tenga sentido, hay que conseguir que los criterios para discernir lo justo o injusto sean entendidos y asumidos libremente por todos. La justicia tiene entonces estas características: en primer lugar, cambio de acento. Si para los antiguos lo importante era el daño hecho al otro, aquí lo que importa es que nosotros decidamos lo que es justo e injusto. La segunda característica diferenciadora se refiere al contenido de la justicia. Más importante que reparar todo el daño es que respetemos el procedimiento de decisión sobre lo que es justo o injusto; más importante que reparar todo el daño es que todos tengamos voz  a la hora de decidir si un acto es justo o no lo es.

            2. Para hablar hoy de justicia hay que tener pues en cuenta que los tiempos han cambiado: ya no podemos hablar de naturaleza (ni por tanto de virtud) con la ingenuidad de los antiguos. El cambio era inevitable pero hay que ser conscientes de lo que hemos perdido en el cambio: de una justicia con substancia a otra reducida a procedimiento, a puras formas.
            Más que de hablar de los antiguos, conviene centrarnos en los modernos pues de sus teorías depende lo que hoy se dice, se enseña y se aplica en derecho. El problema de la justicia moderna es su amnesia, el nulo lugar que en ella hay para la memoria de la injusticia. Lo podemos entender si nos fijamos en un equívoco lingüístico que es muy revelador. El equívoco en cuestión se refiere a que no está claro a qué nos referimos cuando hablamos de justicia: ¿a las injusticias? ¿a las desigualdades? ¿a las dos?. El equívoco viene del término "injusticia" que designa lo injusto y también lo desigual. Son asuntos, sin embargo, muy distintos: la desigualdad habla de diferencias sociales que están ahí; la  injusticia, por el contrario, añade  a la desigualdad la culpabilidad o la responsabilidad, no por supuesto en el sentido de que el pobre sea culpable de su pobreza. La culpa se refiere al origen de la desigualdad. Las injusticias no están ahí como los ríos o las montañas, productos del azar o de la naturaleza, sino que han sido causadas y/o heredadas por el hombre.
            No es lo mismo una cosa que la otra. Si el tema de la justicia son las desigualdades, la justicia debería consistir en reducir unas diferencias sociales que yo no he causado pero cuya existencia ofende una sensibilidad educada en la igualdad; si el problema son las injusticias, entonces podemos reducir las diferencias sin convocar al sujeto que las ha causado o las ha heredado. En el primer caso no hay por qué hablar de responsabilidad o memoria históricas; en el segundo, sí. No es lo mismo luchar contra la pobreza porque está mal que haya pobres, porque va contra los derechos humanos o contra los principios de convivencia de una sociedad democrática avanzada; no es lo mismo eso, digo, que plantearse la pobreza de los pobres como el resultado de decisiones que tomaron nuestros abuelos y que nosotros heredamos. Unos heredan las fortunas y otros los infortunios pero entre ellos hay una relación de suerte que no se puede pensar la riqueza de los ricos sin tener en cuenta la pobreza de los pobres. En un caso entendemos la justicia como lucha contra la desigualdad; en el otro, como respuesta a la injusticia.
            Esta distinción es fundamental porque toda la llamada justicia social se ubica en la primera teoría, la de los modernos. Impartir justicia significa tomar de los ricos para repartirlo entre los pobres, vía impuestos. La justificación moral de esa justicia distributiva reside en la “elevada sensibilidad de los ricos” a la que repugna la existencia de pobres. Es un gesto del rico hacia el pobre. Para la segunda teoría, sin embargo, la distribución no es un gesto que emana del rico sino un derecho del pobre. No se puede pensar la riqueza del rico más que como un proceso sutil de apropiación de lo que le corresponde al pobre.
            Esto es lo que se esconde tras esa aparentemente ingenua distinción entre desigualdad e injusticia. Sobre su alcance están bien informados los teóricos modernos de ahí la batalla que han declarado a la memoria, a la memoria de la injusticia, a relacionar la noble preocupación por la justicia con la restauración de la genealogía de la injusticia, que es lo que pretende la memoria.
            Este es el equívoco originario que nunca, creo yo, ha sido debidamente aclarado, ni conjurado. Hemos afinado mucho en la respuesta a la desigualdad, pero no respecto a la genealogía de la desigualdad, privándonos así de establecer una relación entre desigualdad (determinados tipos de desigualdad) e injusticia.
            Lo que tienen en común Rawls y Habermas es que la justicia no consiste en reparar las injusticias, sino en un procedimiento para decidir qué es lo justo. Es decir, la justicia moderna nada puede hacer o decir sobre "los grandes males de nuestra existencia: el hambre y la miseria en el Tercer Mundo; las torturas y la violación de los Derechos Humanos en Estados sin derecho; el creciente desempleo o la injusta distribución de la riqueza en los países industrializado; la carrera armamentística y la amenaza nuclear" (sic Habermas).
            La reducción de la justicia a mero procedimiento no satisface, sin embargo, al propio autor. Habermas es, en efecto, además de filósofo de gabinete, un intelectual activo que toma parte en los conflictos de su tiempo -defendiendo la singularidad de Auschwitz en el debate de los historiadores, pronunciándose sobre la Unión Europea, etc., sin que conste que haya acudido a su laboratorio para saber lo que tiene que decir.

            3. Estas teorías, llamadas procedimentales, han dado la vuelta al mundo y se han impuesto en todo el orbe. Por supuesto que no le han faltado críticos. De entre las críticas quisiera subrayar, por su agudeza, dos que vienen del campo hispanohablante. La primera es de Carlos Nino, el eminente filósofo argentino del derecho. Se pone tanto  el acento  en la libertad, dice, que la justicia acaba siendo "un reparto igualitario de la libertad”.  Lo decisivo en esta justicia es la decisión libre, la igualdad en la libertad a la hora de decidir.  Pero la justicia siempre había sido un reparto equitativo del pan, de bienes materiales. Pan y libertad no son incompatibles, por supuesto. Van juntos. Pero con un orden. Dice Bloch: "el estómago es la primera lamparilla en la que hay que echar aceite". Tienen que ir juntos pero en ese orden: primero el pan.
            El mexicano Luis Villoro, el autor hispanohablante más penetrante en temas de justicia, hace el segundo apunte crítico. Dice que esas teorías de la justicia, basadas en el consenso racional logrado por sujetos iguales, puede funcionar en sociedades desarrolladas donde ya hay de hecho un nivel aceptable de distribución de riquezas. En sociedades con profundas desigualdades sociales, sin embargo, ese consenso es impensable, más aún, inimaginable, y sólo cabe entender la justicia como respuesta a la injusticia.
            Crítica pues a la contaminación liberal, en el caso de Nino, y a la imposición en los países pobres de un modelo  pensado en, por y para los países ricos, en el caso de Villoro.
            Pero en vez de proseguir ese doble trazado crítico, prefiero concentrarme en las críticas que han salido de sus propias filas, más en concreto, las críticas que hace Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, autor de "Ideas de la Justicia",  libro dedicado precisamente a John Rawls. Sen plantea una enmienda a la totalidad: "La pregunta por la sociedad justa no es un buen punto es partida para una teoría útil de la justicia. A eso hay que añadir la concusión adicional de que puede no ser tampoco un buen punto de llegada". Sen cuestiona el punto de partida y el de llegada.
             Cuestiona, en primer lugar, el punto de partida. Dice Sen muy solemnemente: "tengo que expresar mi considerable escepticismo sobre la muy específica tesis de Rawls sobre la elección única, en la posición original, de un particular conjunto de principios para las justas instituciones que se requieren para una sociedad justa". Lo que no ve claro es que el experimento funcione, es decir, que de la posición original salga una posición consensuada que verse además sobre esos dos grandes principios. Rawls se inventa las conclusiones. No puede probarlas(2).
             También cuestiona el punto de  llegada porque no es de utilidad alguna. No sirve a la causa de la justicia lograr definir la quintaesencia de lo justo. Trae un ejemplo de la historia del arte para explicar la inutilidad del modelo. Imaginemos que La Gioconda sea el ideal de la pintura ¿serviría eso para decir si es mejor un Picasso que un van Gogh?
            Por eso mismo el objetivo que persigue Rawls no es un buen punto de llegada. Lo que mueve a cuantos se ocupan de la justicia, incluso al mismo Rawls, es la mejora de la situación. La causa de la justicia es la lucha contra la injusticia. Para lograr este objetivo el planteamiento tiene que ser otro. El arma adecuado para esa lucha es una "teoría de la elección social", inspirada en la tradición ilustrada "comparatista" que a) pone el énfasis en lo comparativo y no sólo en lo trascendental; b) que reconoce la pluralidad de principios que pueden rivalizar entre sí para contribuir a la causa; c) que acepta soluciones parciales o medidas concretas que aminoren la injusticia; d) que no se deja atrapar por el provincianismo del grupo dando cabida en la decisión a otras voces; e) que se toma en serio el debate público sobre la mejor decisión sin fiarse de experimentos contrafácticos. El sentido de toda reflexión sobre la justicia es luchar contra la injusticia y no perderse en florituras sobre la esencia última de lo justo.

            4. Sen acaba donde empezó Rawls, entendiendo la justicia como respuesta a la injusticia. La lucha contra el desorden existente, las desigualdades sociales, la pobreza, la miseria, era también la motivación de partida de Rawls y de Habemas.  La pregunta es ¿por qué pierde de vista ese punto de vista cuando se ponen manos a la obra? ¿Por qué, para elaborar una teoría de lo justo, hay que hacer abstracción de la miserable situación real e imaginarse un estado originario de bienaventurados que no existe?.
            Esa operación de abstracción que tiene lugar en el experimento es de la mayor importancia. Se pide a todo el mundo que no se fije en lo que le pasa. Se pide al rico y al poderoso que no hagan valer su situación de privilegio y, al pobre, que no se lamente de sus miserias. Altura de miras. Pero esa abstracción es una trampa: para el rico es garantía de que no se va a cuestionar su riqueza; para el pobre, que no va a poder hacer valer las causas de su miseria. Pero ¿por qué hacer abstracción de la realidad en vez de atenerse a ella?
            Si Rawls fuera Aristotélico podría invocar en su favor la tesis de que la injusticia es carencia de justicia y de ser. Es un no-ser como dice Aristóteles en su Metafísica, y del no-ser, añade, no hay ciencia. Claro que Rawls no es aristotélico.
            No hay necesidad de ir hasta los griegos. La respuesta está  en el equívoco originario, es decir, en reducir la injusticia a desigualdad. Rawls no puede hablar de injusticias, ni puede tomarse en serio las experiencias de injusticia, ni reconocer significación propia a la injusticia. ¿Que por qué?, pues porque para reconocer entidad a la pregunta habría que reconocer que hubiera alguien al que pedir cuentas porque  tiene que ver con el origen de los hechos y que hubiera algo de lo que dar cuenta porque son sus hechos o ha heredado sus consecuencias.
            Pero Rawls no está dispuesto a perderse por esos vericuetos. El está dispuesto a dejarse interpelar por la miseria del mundo pero sólo en tanto en cuanto la miseria hiere a su sensibilidad moral, no porque los hechos tengan algo que decirle. Para neutralizar la capacidad interpelante de los hechos, declara a las desigualdades existentes, cosas de la fortuna. Las desigualdades no son injusticias porque son fruto del azar.
            El azar puede tomar la forma de nacimiento, naturaleza o destino. Ahora bien, lo que hagan estas figuras azarosas "no es justo ni injusto, como tampoco es injusto que las personas nazcan en una determinada posición social. Esos son hechos meramente naturales. Lo que puede ser justo o injusto es el modo en que las instituciones actúan respecto a estos hechos".
            Nada podemos exigir responsabilidades respecto al origen de las desigualdades puesto que escapan a la voluntad del hombre.  Sí podemos y debemos intervenir con el fin de evitar que las desigualdades de origen se mantengan o reproduzcan. Por eso añade que lo que puede ser justo o injusto es cómo respondan las instituciones a las desigualdades. Podemos intervenir porque nada impide que con un buen plan de becas un niño dotado, pero pobre, pueda ser ingeniero, igual que un hijo de buena familia. Pero ¿por qué habría que hacerlo? Por un prejuicio moral moderno que nos lleva a tratar igual a todo el mundo. Para el hombre moderno, que vive al amparo de la utopía de la igualdad, las desigualdades de origen no son merecidas. Nadie se las ha merecido y por eso hay que hacer algo.
            La consideración de las desigualdades existentes como caprichos de la fortuna, es un momento fundamental de la teoría rawlsiana.  Eso le permite desentenderse del origen de las desigualdades ya que lo que haga la naturaleza "no es justo ni injusto".  El moralista nada tiene que decir sobre cómo se han creado las desigualdades. El problema empieza a la hora de ver qué hacemos con ellas.
            Con esta interpretación de las desigualdades Rawls toma una decisión que es clave para toda su construcción teórica. Si las desigualdades no son injusticias porque nada tienen que ver con la libertad del ser humano, su tratamiento de la justicia tendrá más que ver con la generosidad de los que tienen que con los derechos de los que no tienen.
            Declarar a las desigualdades hijas del azar es una ingenuidad que no resiste el menor análisis. No hay más que ver cómo se han hecho las fortunas y cómo se  transmiten. Fortuito es que uno nazca en un palacio o en una choza. Lo que no es fortuito es cómo se ha generado el palacio y la choza. La cínica teoría de Anatole France -"el robo es un delito y el producto del robo, sagrado"-es insostenible.
            Al plantearse la justicia como reacción de un conciencia moderna (habitada por el principio de la igualdad) ante las desigualdades moralmente neutras (sin que la pobreza ni la riqueza sean en sí mismas significativas), la justicia se reducirá a compensar la pobreza de los pobres, pero no a cuestionar la riqueza de los ricos. Lo que pone en movimiento a la justicia no está del lado del "objeto" (la desigualdad real) sino del "sujeto" (nuestra sensibilidad igualitarista que no tolera la existencia de la pobreza por ser inmerecida). Se invisibiliza la culpabilidad que causa la injusticia y se magnifica la responsabilidad ante la desigualdad presente.

            5. Decía que el punto débil de las teorías procedimentales es la abstracción. Sólo funcionan si, a la hora de decidir lo que es justo, hacemos abstracción  de un mundo marcado por desigualdades producidas por el hombre y si no damos importancia al hecho de que unos sean ricos y otros pobres. Tenemos que hacer abstracción de la situación en la que nos encontramos y de cómo hemos llegado hasta ahí. Rawls lo expresa así: "las personas en la posición original no tienen ninguna referencia respecto a qué generación pertenecen". Estamos ante una consideración atemporal de la desigualdad. Habermas dice algo parecido. Es verdad que empieza  diciendo que toda la humanidad es convocada para decidir en qué consista lo justo.  Pero enseguida reduce las voces de la humanidad a las de los que están presentes aquí y ahora. La fuerza argumentativa de todos queda remitida al uso del lenguaje que hacen los hablantes que hablan. La racionalidad de los de "antes" sólo vale en tanto en cuanto es metabolizada por los presentes, es decir, en cuanto potencia mi capacidad argumentadora, pero en sí mismo ese pasado es mudo. Justo es reconocer que este planteamiento asusta al propio autor que se pregunta: "¿no será obsceno que los beneficiarios de normas que sólo se justifican por los efectos positivos que producirán después, soliciten de los aplastados y humillados un consentimiento contrafáctico?". Lo obsceno es que sufrimientos pasados pueda ser justificados por el beneficio que nos reportan a nosotros, nacidos después. Parece duro pedir a las víctimas de los campos que acepten su sacrificio porque es el precio de la paz y bienestar de las generaciones siguientes. Pero eso es lo que pide su modelo discursivo. En él el pasado se hace presente a través del uso argumental que hagan las generaciones presentes.
            Esta atemporalidad es lo que impide entender la desigualdad como injusticia. El problema de la justicia es el tiempo.  La injusticia es una desigualdad que tiene en cuenta el tiempo porque es histórica. Por eso hay que hacer valer lo olvidado por la presencia, lo ausente que se queda sin voz porque no les interesa a los presentes. Estamos hablando de la memoria. Queda abierta entonces la relación entre memoria y justicia, entre olvido e injusticia.

6. Lo que diferencia la desigualdad de la injusticia es el concepto de tiempo. El tiempo de la desigualdad es un concepto mítico que cree que el tiempo es inagotable, irresistible y salvífico; el tiempo de la injusticia, por el contrario, es histórico: lo que en él ocurre es debido a la acción del hombre por eso hablamos de responsabilidad y hasta de culpa.
            Lo que caracteriza al tiempo histórico es la posibilidad de novedad, de que el futuro no sea  repetición del presente, sino futuro, es decir, ruptura con el pasado y, por tanto, novedad. Eso sólo es posible si, como dice Rosenzweig, "el tiempo es el otro". El otro es el que interrumpe el continuum del tiempo mítico. El despertar del tiempo mítico, la interrupción del continuum que se impone como un destino, sólo es posible desde la aparición del otro.
            ¿De qué otro estamos hablando? No es un otro cualquiera, sino ese que nos pregunta, desde la experiencia de Auschwitz, "si esto es un hombre". El mismo al que se refería Antón Montesinos en su sermón de La Española cuando preguntaba a los encomenderos y conquistadores si estos, los indígenas, "¿no son acaso hombres?". O, si se prefiere, ese otro es el Autrui, al que se refiere Blanchot, cuando quiere dar a entender, con ese término, la chispa divina que sobrevive en seres humanos sometidos a las torturas más extremas y sin apariencia humana. Jean Luc Nancy ha recogido está capacidad interpelante o interruptora o anunciadora de novedad del ser humano bajo la figura de la ecceitas": es el "héme aquí" con el que se presenta una realidad que creíamos amortizada, pero que se nos revela cargada de verdad. Ecceitas es la figura de una presencia interpelante. Es una mostración que interpela desde una experiencia negativa que no se resigna a la insignificancia, sino que nos asalta como lo que da que pensar. La ecceitas es el método filosófico de Benjamin:  "no tengo nada que decir, sólo mostrar. No quiero ocultad nada valioso, ni apropiarme de fórmula espiritual alguna. Sólo los trapos, las sobras. Eso es lo que quiero inventariar y hacerles justicia " .
            No es lo mismo lo que descubrimos que lo que se nos revela. Son dos formas distintas de conocimiento. Benjamin las distingue, denominando a la primera “conocimiento” (lo que iluminamos con la luz de nuestro ojo) y a la segunda “verdad” (lo que nos adviene, lo que se nos da a conocer) (3). Esa distinción entre verdad y conocimiento abre el camino a la memoria. Hay acontecimientos o hay aspectos de cualquier acontecimiento que escapan al conocimiento, que no son pensados porque son impensables. Pensemos en el acontecimiento Auschwitz que fue impensado e impensable; pero pensemos también en esos aspectos invisibilizados en los procesos históricos porque se frustran y pasan a la categoría de accidentes.
            La memoria entra en escena como consecuencia de dos experiencias: que existe lo impensable, es decir, que el conocimiento es limitado y que lo impensado ha tenido lugar, con lo que se convierte en lo que da que pensar. Esa es la memoria.
            Pero estamos yendo muy deprisa porque acabo de insinuar una idea de la memoria que es nueva. La memoria se dice de muchas maneras porque el pasado, sobre el que versa, es un rico caladero de sentido en el que buscan materia, inspiración o significados la historia, por supuesto, pero también la filosofía, la teología, la política o la literatura. Son muchas las disciplinas que recuerdan y cada una lo hace a su modo, con su propia metodología y alcances diferentes. Pues bien, conviene detenerse en el tratamiento que hace de la memoria la filosofía. Es verdad que es una mirada más, pero que tiene la ventaja de reflexionar sobre las otras formas de memoria, arriesgando una significación que puede ser entendida por las demás. Como sobre este particular he escrito en otros lugares, resumiré lo dicho señalando que hay una evidente evolución en los significados filosóficos de la memoria: se ha pasado de identificarla con un sentimiento a considerarla también conocimiento; si en un momento era sólo privada ahora lo es también pública; si hubo un tiempo en el que era rival declarada de todo futuro, ahora es su cómplice.
            Hay dos aspectos en la concepción filosófica de la memoria del mayor interés para nuestro propósito. Para los antiguos, en concreto para Platón, la memoria era un conocimiento a posteriori, esto es, un re-conocimiento. El conocimiento tiene lugar en el mundo de las Ideas, pero en el mundo real sólo nos cabe re-conocer lo ya sabido por la vía de la anamnesis. Para Benjamin, sin embargo, no sólo es un conocimiento, sino la condición de todo conocimiento. Ha pasado de ser una categoría a posteriori a otra a priori. Este cambio teórico donde realmente se hace realidad es en Auschwitz. En ese cambio se substancia el famoso deber de memoria.
            El deber de memoria se inscribe en nuestro modo de pensar una vez que hemos tomado conciencia de los límites del conocimiento y de su correspondiente pretensión de invisibilizar el sufrimiento. La memoria se hace cargo de eso impensable por el conocimiento pero que, al haber tenido lugar, da que pensar.  Auschwitz fue lo impensado que tuvo lugar y por eso se constituye en lo que da que pensar. "Dar que pensar" es entender lo acontecido como el punto de partida de la reflexión. Ese momento se convierte en la fuente de la reflexión. Eso no significa citar el Lager cada vez que iniciamos una disertación sobre lo divino o lo humano, sino hacernos cargo de la realidad, de cómo se construye la realidad: invisibilizando el sufrimiento y haciéndolo impensable. Estamos en el epicentro del concepto de memoria.
            La memoria es un exigente programa filosófico que obliga a re-pensar todo a la luz de la barbarie. Con razón Adorno prefería hablar de un Nuevo Imperativo Categórico en lugar de "deber de memoria" que corre el peligro de dar a la memoria un carácter meramente moralizante. ¿Qué significa entonces recordar? Repensar todo a la luz de la experiencia de la barbarie.
            En primer lugar se trata de  re-pensar la verdad. Y eso  significa no reducir realidad a facticidad, es decir, reconocer que forman parte de la realidad los no-hechos, sin-nombre, los no-sujetos. La filosofía ha encontrado razones, de aspecto respetable, para no considerar a los no-hechos como una cantera teóricamente significativa: eran "accidentes" y en ellos no hay substancia teórica, pero lo que señalan tanto Benjamin como Levi es que esa invisibilización no es casual: es el resultado de una estrategia del vencedor. En todo crimen hay dos muertes: física y hermenéutica. El enemigo no da por terminada la tarea con el crimen físico.
            En segundo lugar, repensar la política a la luz de Auschwitz significa  entender que el Lager es la cuna de una nueva política europea. En el campo se había librado la gran batalla entre el hombre y la barbarie. Jorge Semprún, en su última aparición en Büchenwald, el pasado 11 de abril ,  invitaba a los europeos a visitar Büchenwald  "para meditar sobre el origen de Europa y sus valores". En un momento como el actual, donde los intereses nacionales o nacionalistas, sobre todo en Alemania, priman sobre la construcción de Europa, esa invitación, a modo de testamento, es fundamental. Del campo viene una propuesta que obliga a romper con el  núcleo de la política moderna, a saber, el progreso. Respecto al progreso siguen valiendo la crítica benjaminiana: que  es fascismo porque tienen en común la misma lógica. Funcionan, en efecto, con víctimas.    En tercer lugar, re-pensar la ética. Ernst Tugendhat, que se ha dedicado toda su vida a probar la calidad de las fundamentaciones de la ética,  ha llegado a la conclusión de que todas se basan en un prejuicio humanitario: en la igual dignidad de los seres humanos. Hay que buscar en el convencimiento generalizado de que todos los seres humanos son iguales en dignidad la explicación de por qué somos o debemos ser buenos. Ahora bien, lo que llama la atención en los testimonios de los supervivientes es que, para sobrevivir, había que colgar la dignidad a la entrada del campo. Abundan los testimonios en el sentido de que para sobrevivir había que echar mano de todos los argumentos, sin pararse a mirar su clasificación moral. Elie Wiesel precisa esta idea al decir que, en el Lager,  lugar del ultraje y de la degradación moral, la dignidad era posible sólo hasta un determinado momento de sufrimiento a partir del cual era impensable. “Los santos son los que mueren antes del final". No tuvieron dignidad, pero ¿fueron inmorales?. No podemos relacionar la moralidad con una propiedad que siempre está ahí, como connatural a la condición humana, y que sólo espera ser activada. Este es el esquema de las teorías modernas de la moral, cuando dicen basar la moralidad en la dignidad con la que todo ser humano viene al mundo. Tenemos que entender la moralidad,  la dignidad o incluso la humanidad, más bien  como punto de llegada que de partida. Una conquista. No somos quien para preguntarnos por la dignidad de los deportados cuya inmensa mayoría superó el umbral de humanidad posible al que se refería Wiesel. Pero sí por la nuestra, los nacidos después de Auschwitz.  Esa ética sólo puede consistir en responder a la pregunta que nos hace Levi con el título de su obra: “Si esto es un hombre” , ! Ecce homo¡. La ética consistiría entonces  en responder de la inhumanidad que se nos pone delante. La actitud ética a  la altura del campo consiste en hacerse cargo de la inhumanidad del otro.  En el campo nace la ética de la alteridad o de la compasión y se clausura la ética de la buena conciencia.

            7. La memoria es justicia. Cuando se hable de memoria hay que precisar qué se entiende por ello. Como se puede ver, para la filosofía es una categoría rigurosa que poco tiene que ver con el uso coloquial del término o con lo que por ello entienden los historiadores. No es un mero sentimiento (evocación sentimental del pasado), ni un mero conocimiento (la información que proporciona un testigo), sino un imperativo categórico que aúna experiencia y conocimiento. Es un logos con tiempo.
            Esta es la categoría, dotada con los contenidos que han ido apareciendo, que hay que tener presente a la hora de afirmar que la memoria es justicia. Digamos, de entrada, que es una afirmación extraña, una rareza, que va contra contracorriente. Va, en efecto, contra la atemporalidad de la teoría rawlsiana de la justicia y contra la eternización del presente que caracteriza la simultaneidad habermasiana. Nunca ha sido la justicia memoria. Caso llamativo es el del ya mencionado Amartya Sen. Ya hemos visto con qué brío critica la teoría rawlsiana en nombre de una planteamiento guiado por la idea de que la justicia es respuesta a la injusticia.  Ahora bien, por si alguien cae en la tentación de pensar que las injusticias tienen voz propia y que pueden hacer preguntas por las causas de su mal o exigir a otros responsabilidades,  recurre al criticado pero amigo  Rawls para precisar que "las influencias procedentes del pasado no deberían afectar un acuerdo basado en principios encargados de regular las instituciones", es decir, las injusticias pasadas no deben influir en la conformación de los criterios de justicia. Extraña relación, pues, esta de la justicia con la memoria, pero ¿qué se quiere decir con ello? Intentaré responder con cinco proposiciones:

            7.1. Sin memoria no hay injusticia. Esto lo entendió bien Horhkeimer cuando escribe que el crimen que cometo y el sufrimiento que causo a otro sólo sobreviven, una vez que han sido perpetrados, dentro de la conciencia humana que los recuerda, y se extinguen con el olvido. Entonces ya no tiene sentido decir que son aún verdad. Ya no son, ya no son verdaderos: ambas cosas son lo mismo". Sin memoria las generaciones siguientes no tendrán, claro,  ni idea de lo que ocurrió; más aún, sin memoria es como si la injusticia no hubiera ocurrido nunca y el mundo pudiera organizarse como  si la barbarie no hubiera tenido lugar. Si el proyecto nazi sobre los judíos hubiera triunfado, hoy los jóvenes de Oswiecim jugarían tan felices a fútbol sobre los campos de Auschwitz, como si nada hubiera ocurrido.
            Se entenderá por qué el vencedor, es decir, el que comete la injusticia, no da por terminada la faena con la perpetración del acto. Sabe que tiene que afanarse también en el olvido del mismo. Como ya he dicho, en el mismo crimen o en la misma injusticia, hay dos muertes en juego: la física y la hermenéutica. Hay que borrar las huellas del crimen pero no con un burdo negacionismo, sino privando de significado al crimen. La cultura occidental ha sido maestra en la invisibilización del crimen. Por olvido hay que entender invisibilización de la víctima o privación de significado.

            7.2. Sin memoria no hay justicia. Decía que sin memoria no hay injusticia, pero tampoco justicia. Eso plantea un colosal problema porque lo que se está queriendo decir es que sin memoria de todas las injusticias no hay teoría posible de la justicia ya que la idea de teoría conlleva la de universalidad. Digo que estamos ante un colosal problema porque son muchas las injusticias definitivamente olvidadas. Tener presente todas las injusticias supera la capacidad humana. Sería, más bien, como dice Horkheimer la prerrogativa de una mente divina. ¿Cómo entonces pensar la justicia si hay que hacerlo con una mente humana? "Tal es la pregunta de la filosofía", una pregunta aporética pues el ser humano no puede renunciar a la justicia pero le falta la potencia de una memoria divina para poder convocar todas las injusticias.
            Tenemos que pensar entonces la justicia teniendo en cuenta la incapacidad radical de hacer memoria total de la injusticia. Aclaremos de entrada que la memoria no afecta por igual a todos los pasados. Hay un pasado presente, que no merece ser recordado porque ya está presente. Es el pasado de los vencedores. Carece de poder innovador porque su sentido ya ha sido amortizado y absorbido por el presente. Sólo es creador el pasado de los vencidos o el de las víctimas. Pero ¿cómo hacer justicia a ese pasado injusto que podemos conocer o que puede asaltarnos?. Hay que fijarse en los daños recibidos. Veremos que los hay reparables e irreparables.
            Respecto a los reparables, sólo cabe la reparación por parte de la sociedad que recuerda. Es lo que de una manera u otra intentan hacer las leyes de la memoria histórica que se plantean reparar material o formalmente a colectivos victimizados. Pero ¿qué justicia cabe con lo irreparable?. "Pasar página", "echar al olvido"..., eran las soluciones habituales. Es posible, sin embargo, otra respuesta: hacer memoria de lo irreparable. Reconocer la deuda con el pasado y hacer duelo por los sufrimientos sobre los que está construido nuestro bienestar .Es desde luego una forma muy modesta de justicia pero sin ella no hay justicia que valga.

            7.3. La memoria abre expedientes que la ciencia da por archivados. De la memoria se ocupa la  memoria pero también la historia, el derecho y la política. Son miradas diferentes. La "ciencia histórica" tiene por objetivo contar los hechos si no como fueron al menos lo más parecido. Su afán explicativo no pretende hacer un juicio moral sobre lo ocurrido. La memoria, sí. Para la memoria, en efecto, las injusticias no son desigualdades, por eso habla de víctimas y verdugos o de responsabilidad histórica. Tampoco se identifica con la "ciencia jurídica", especializada en identificar delitos, mientras que la memoria habla de culpas. El delito se mide por leyes que tabulan la gravedad de la acción y de las penas consecuentes. La culpa es un concepto moral que liga la conciencia del agente con el daño a la víctima. La culpa sobrevive al delito de suerte que sigue vigente aunque se haya cumplido el castigo previsto por la ley. Es la señal de Caín de la que habla el Génesis.
            Ni se identifica la mirada filosófica con la "ciencia política" cuya política de la memoria poco tiene que ver con la memoria pública que aquí interesa. Aquella, en efecto, está pensada en función de los ciudadanos presentes porque la política es de los vivos, mientras que la memoria pública está en función de los ausentes. Son dos perspectivas diferentes. Cabe imaginarse un archivo del caso por la historia (si el caso está bien explicado), por el derecho (si ha cumplido la pena) o por la política (cuando orienta el pasado en función de los intereses presentes), pero  no por la memoria mientras no se haya reparado integralmente el daño causado

         7.4. Sin memoria la justicia global no puede ser universal. La justicia global ha supuesto un gran avance en lo que podríamos llamar la universalidad espacial. Se han roto los límites territoriales que habían levantado los Estados y en su lugar aparece una justicia transterritorial.
            Pero la grandeza de la justicia global es que no afecta sólo a asuntos tan graves como los crímenes de lesa humanidad, sino a algo tan cotidiano y poco épico como el hambre en el mundo o la pobreza que son catalogadas no como hechos productos del azar sino como injusticias. Thomas Pogge, uno de los teóricos más señalados de esta justicia, distingue  entre el deber positivo de ayudar al necesitado y el deber negativo de combatir la injusticia. La justicia global está por el deber negativo porque estiman que la pobreza es injusta.
        Este planteamiento, hecho no desde ideologías izquierdistas sino desde el reconocimiento del derecho de los pobres, no se anda con remilgos. Considera la pobreza actual como un crimen contra la humanidad y si eso choca a alguien es, dice, porque no acaba de ver la relación causal entre nuestra riqueza y su pobreza. Vistas así las cosas parecería que al ciudadano de los países ricos habría que pedirle cuentas no sólo de lo que pasa en Somalia sino de lo que hicieron los abuelos que conquistaron esas tierras en el pasado, es decir, habría que hablar de responsabilidad espacial y también de responsabilidad histórica. Pero aquí el defensor de la justicia global traza una línea roja y dice, tras afirmar que nuestra riqueza tiene que ver con su empobrecimiento, "esto no significa que debamos responsabilizarnos de los efectos más remotos de nuestras decisiones económicas" ¿Por qué no? porque aunque podamos decir que "de aquellos polvos estos lodos", no podemos precisar en qué proporción somos responsables. Por supuesto que este mundo desigual es el resultado de una historia común, con el matiz de que unos heredan  las fortunas y  otros los infortunios pero,  añade el autor contra toda lógica, "ello no equivale a decir (tampoco a negar) que los prósperos descendientes de quienes tomaron parte en esos crímenes tengan alguna obligación especial de indemnizar a los descendientes empobrecidos de quienes fueron las víctimas de tales crímenes". No hay responsabilidad histórica. No hay que tocar la fortuna de los ricos, basta con imponerles un impuesto. Dos dólares por barril de crudo dice la justicia global amnésica.

            7.5. La memoria no es la justicia sino en inicio de un proceso justo cuyo final es la reconciliación. A primera vista la memoria no arregla nada sino que lo complica todo  porque abre heridas, sin olvidar que puede y suele ser utilizada como atizador de la venganza. Pese a todo eso, si la memoria es pensada hasta el final desemboca en la reconciliación.
          Un primer paso ha sido ya dado al reconocer el papel político de la memoria. Ya podemos decir, en efecto, que los pueblos con pasados conflictivos han comprendido que no es el olvido sino la memoria la condición para una convivencia de mayor calidad. Este convencimiento explica que los descendientes de esclavos hayan planteado a sus antiguos colonizadores la necesidad de la memoria de los abuelos esclavizados como una forma de justicia; o que los nietos de abuelos conquistados recuerden a los antiguos señores el deber de solidaridad respecto a los nietos convertidos en inmigrantes de sus países más ricos; o que países con un pasado dictatorial aboguen por la justicia transicional; o que en países como Vietnam o Korea, escenarios de severas guerras civiles o internacionales se exhumen fosas comunes para posibilitar el duelo.
           Habría que consumar ese proceso señalando la relación entre memoria y reconciliación. La memoria supone un progresos moral  no sólo porque hace posible la justicia a las víctimas (recordemos que sin memoria de la injusticia no hay justicia posible), sino porque lleva a la reconciliación, un término polémico porque evoca reciprocidad (como si víctimas y verdugos se debieran algo del mismo valor a lo que tuvieran que renunciar), aunque no sea el sentido que aquí tiene. Por reconciliación entiendo un nuevo comienzo de la política, sin violencia, que convoca a todos los actores. ¿Cómo explicar que el proceso que abre la memoria desemboca en la reconciliación? Porque la memoria es justicia. La justicia es lo que liga memoria con reconciliación. Pensemos en el crimen político que produce daños múltiples (personales, sociales y políticos). Hacer justicia no consiste (sólo) en castigar al culpable sino en hacer frente a los daños o injusticias causados. Esto se resuelve grosso modo reparando lo reparable y haciendo memoria de lo irreparable.
            Ahora bien, si miramos detenidamente observamos un tipo de daño al que sólo se le puede hacer justicia con el concurso de las víctimas y de los victimarios. Ese daño consiste en la repercusión del crimen político en la sociedad que queda dividida entre quienes aplauden el crimen y quienes le lloran; y, además de dividida, empobrecida, al privarse la sociedad de la contribución del victimario (que pasa a ser un delincuente) y de la víctima. Hacer justicia o reparar el daño social consiste en suturar la fractura y recuperar para la sociedad a la víctima (mediante el reconocimiento de lo que el criminal ha querido privarla: el ser ciudadano) y al victimario. ¿Cómo se recupera al victimario? No basta con que llegue a la conclusión de que la violencia que hasta ese momento él ha practicado o apoyado, es contraproducente. Tiene que entender algo en lo que no ha caído: que el crimen, más allá del delito, le deja una señal en la frente, como a Caín, que es la culpa. Esa culpa pone en manos de la víctima el destino del criminal. Sólo podemos hablar de nuevo comienzo si, como en el caso de Raskolnikov, en Crimen y Castigo,  que ha matado a la anciana para darse con su dinero la gran vida, descubre que eso es imposible, que su vida depende de la vida quitada  y que  ojalá aquello no hubiera ocurrido. Ese camino que remite el destino del victimario al de la víctima; ese camino que  va del delito a la culpa, es el que el criminal tiene que recorrer si quiere liberarse de la culpa, es decir, de un pasado que quiere dejar atrás para iniciar un nuevo comienzo.
            Es evidente que esta reconciliación es imposible si el autor del crimen sigue pensando que lo suyo fue un gesto heroico; sólo tiene sentido en el momento en que quiera dejar atrás esa violencia pasada. Debe entender él y la sociedad que su recuperación es fundamental pero que eso tiene un precio, enfrentarse a la culpa, y, por eso, no cabe olvido o pasar página.

            8. Conclusión: la memoria permite rescatar el viejo concepto de justicia general.
            Hoy domina en justicia el concepto de "justicia social", un tipo de justicia distributiva y, por tanto, particular, que no tiene el alcance del concepto antiguo de justicia general, prácticamente desaparecido. ¿Cabe la posibilidad de recuperar el concepto de justicia general sin las limitaciones de la justicia de los antiguos? ¿no será eso a lo que Benjamin apunta cuando habla de una justicia/memoria “en la que nada se pierda”?
            La justicia general  estaba regida por el principio "pars et totum quodanmodo sunt idem", lo que equivale a decir, en primer lugar, que el bien común no existe al margen de las partes, como si cada parte llevara inscrita en su singularidad una dimensión comunitaria y, en segundo lugar, que hay algo más que las partes de suerte que cada parte está remitida a una dimensión superior. De acuerdo con este planteamiento, cada parte, para ser justa, tiene que desarrollar sus talentos, en tanto que todos los demás son responsables de crear las condiciones para el desarrollo de los talentos de cada cual. Habría entonces injusticia si uno no desarrolla los talentos o los demás no crean las condiciones del desarrollo.
            Esta ambiciosa justicia general tenía, sin embargo, un deficit de universalidad, el mismo que arrastraba el concepto de virtud. El acto virtuoso estaba al servicio de la naturaleza de suerte que su recorrido no podía traspasar lo que dictara la naturaleza. Si, como en el caso de Aristóteles, el esclavo no participaba de la naturaleza humana, no tenía nada de injusto tratarle inhumanamente. Al centrarse la virtud, por otro lado, en el acto humano, tenía poco oído para las dimensiones estructurales o incluso institucionales de la justicia.
            Para los modernos uno de los momentos estructurales más importantes es el lenguaje. Walter Benjamin hace de él una de las encrucijadas decisivas de la justicia. En su teoría del lenguaje distingue el lenguaje adámico, anterior a la caída, y el postadámico que es el nuestro. Propio del primero era la adecuación del nombre a la esencia lingüística de lo que nombra. El nombre que Adam daba a las cosas respondía al ser de las cosas. El hombre postadámico ha perdido ese poder. Lo único que ahora podemos es aproximarnos torpemente a las cosas a través de denominaciones que velan más que desvelan o revelan el ser de las cosas. Ahora las cosas se sienten injustamente nombradas.
            Una justicia general, pensada en clave benjaminiana, tendría que ocuparse no sólo del bien común, sino de lo innombrado con nuestras palabras para "que nada se pierda", como él dice. Esta nueva forma de justicia estructural sólo puede ser negativa porque no se nos alcanza positivamente el ser lingüístico de las cosas o de los acontecimientos.
            Podríamos recurrir, para explicarlo, a la imagen del ánfora (que el propio Benjamin propone a propósito de la traducción (GS IV/1, 18). La justicia es como un ánfora rota cuya reconstrucción depende de que encontremos a cada parte su trozo correspondiente. Las partes no son iguales, como no lo son los trozos de un objeto roto. La justicia es el proceso impulsado por la parte ya localizada. La justicia general reside en el campo abierto o en la interpelación que nos dirige cada experiencia -cada trozo encontrado- de injusticia. Lo que la metáfora nos dice es que el ánfora está rota. No hay foto de archivo que sirva de modelo con el que guiarnos en la restauración de la obra. El ánfora es un proyecto que sólo se puede poner en marcha reconociendo a cada parte el carácter de fragmento, de trozo singular a la búsqueda de su complementario. La justicia no puede ser una teoría cerrada, no tiene un fin, sino que es un pro-yecto. Las partes rotas del ánfora aluden, por un lado, a esa historia passionis que subyace a cada singular, substrato que es ninguneado por la teoría general de la justicia, y, por otro, a los silencios subyacentes a toda palabra y que son declarados insignificantes por los discursos dominantes. Hablar de justicia es avanzar desde cada fragmento.

Reyes Mate (artículo publicado en Iglesia Viva, nr 247, 2011, pp. 29-49)

Notas:
(1) El presente texto recoge el hilo conductor del Tratado de la injusticia  (Anthropos, Barcelona, 2011). El lector podrá recurrir a ese libro para ver el desarrollo o la fundamentación de las afirmaciones que aquí se hacen.
(2) Una explicación de por qué no puede probarlas, en Mate, Reyes, 2011, Tratado de la injusticia, Anthropos, Barcelona, 123 y ss.
(3) Ver Mate, Reyes, 2011, 33 y ss.