11/10/17

El horror que no se explica pero que algo aclara

            Nadie se podía explicar que fueran ellos los autores de la masacre. A los ojos de todos parecían integrados y felices o, como decía la educadora social de Ripoll, "eran como mis hijos". Y ocurrió lo inimaginable: aquellos jóvenes educados y cariñosos se presentaron de repente como asesinos. ¿Cómo explicárselo? Si fueran pobres y marginados, nos decimos, cabría una explicación, pero ¿cómo llegaron a eso siendo como nosotros? Hay acontecimientos que ocurren habiendo sido literalmente impensables, es decir, que ocurren sin causas que lo expliquen. Lo que pasa es que cuando ocurren son capaces de iluminar todo lo anterior con una luz nueva. Algo no hemos hecho bien para que estos jóvenes educados entre nosotros se hayan comprometido en la causa yihadista que es la negación de todos los valores que hemos querido transmitirles.

            Lo más fácil es seguir la pista perversa del imán que con sus artes diabólicas ha sabido embrujarles hasta hacerles perder el juicio. Es una pista necesaria que naturalmente hay que seguir y perseguir para taponar esa salida. Pero esos cantos de sirena sólo consiguen seducir si encuentran complicidades domésticas, quiero decir en la educación que les proporcionamos.


            Estos jóvenes de origen marroquí, pero nacidos y formados en España, pertenecen a una generación entre dos mundos o, como se decía antaño, aplicado a los judíos falsamente conversos, son "marranos". Algo les falta para ser plenamente marroquí y algo para ser un español más. Son "marranos" porque "marran" en algo o les falta algo. Eso significa que por muy integrados que se estén en Ripoll o Barcelona, también se sienten marroquís y sienten, por tanto, como propia, la cultura árabe o musulmana. Lo que entonces tenemos que preguntarnos es cómo les presentamos en la escuela ese mundo suyo con el que tenemos tanto que ver. No se trata de justificar el crimen sino de entender a los criminales. Y un punto decisivo -no el único- es saber cómo se sienten cuando nuestra cultura habla de ellos. Y eso lo hacemos constantemente porque nuestra historia no se explica sin el ingrediente árabo-musulmán, con el añadido de que la España que se impone es la negación de ese componente. Nosotros podemos haberlo olvidado pero ellos no como bien se empeñan en recordarlo los ideólogos yihadista con su lamento por "la pérdida de Al Andalus".

            Ante ese pasado podemos adoptar dos posturas: la cervantina o la del cristiano viejo. Cervantes tributa honor al pasado morisco al reconocer en El Quijote que su obra es mera traducción de un original árabe escrito por un moro llamado Cide Hamete. Hay que tener valor para semejante reconocimiento teniendo en cuenta que a esas alturas el árabe era una lengua proscrita y estaba a punto de producirse la expulsión de los moriscos. Es un gesto de reconocimiento, por un lado, y crítico, por otro. Reconoce Cervantes que su lengua, el castellano, se nutre de la lengua prohibida; y critica una identidad colectiva que se construye desde la exclusión del morisco. La otra postura no hace falta explicarla porque nos la sabemos de memoria. Es la que cuentan los libros de historia con el mito de la reconquista y la España del yugo y las flechas.

            El discurso cervantino dice al joven catalán de origen marroquí que su mundo originario forma parte del nuestro y que, al enjuiciar hoy críticamente aquella expulsión, estamos comprometiéndonos a no conformar identidades colectivas excluyendo de nuevo, excluyéndoles a ellos. Estos jóvenes aprenden así que para Cervantes y otros muchos españoles la expulsión de judíos y moriscos fue una catástrofe nacional cuyas fatales consecuencias todavía nos persiguen.

            El término marranismo ha sido aplicado históricamente a los judíos españoles que no acababan de ser cristianos ni dejar de ser judíos. Repudiados por unos y otros, acabaron alumbrando la modernidad. Hartos, en efecto, de las identidades excluyentes (tanto religiosas como políticas) apostaron por un espacio político abierto, laico, liberado de purezas de sangre.

            Los nuevos marranos son estos jóvenes que llevan en su mochila dos culturas. Representan el futuro porque el creciente fenómeno de las migraciones forja ciudadanos que se sienten ligados al mundo del que proceden y quieren apropiarse la cultura del que les acoge. No sabemos si yace en alguna cuna un genio como Baruch Espinosa que dé forma a una manera nueva de ser ciudadano, allende toda pertenencia identitaria. Mientras eso llega bien haríamos en revisar la imagen que nosotros tenemos de su pasado que es la que queremos imponerles en la escuela. Si sólo nos empeñamos en hacerles como nosotros, fracasaremos de nuevo porque a estos, como a los antiguos conversos, jamás les consideraremos como iguales (y ellos lo saben). Tenemos que acercarnos a ellos dejando de ser de alguna manera como somos. Cierto es que la dirigencia catalana está muy ocupada en subrayar e imponer lo suyo. Se sienten tan distintos que necesitan excluir al otro o a lo otro que siempre ha estado ahí. Es el mismo camino del yugo y las flechas de Isabel y Fernando. Y ojalá tenga razón Marx cuando decía que la historia acostumbra a vivir dos veces el mismo acontecimiento: la primera vez, como tragedia; la segunda, como farsa.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 2 de septiembre 2017)