8/1/20

La miseria de las grandes verdades


            El peligro de los derrotados es idealizar la causa por la que combatieron. Ha ocurrido en España con los republicanos. Un film como el de Alejandro Amenábar, “Mientras dure la guerra”, donde aparecen los claroscuros de la II República Española, contribuye  a matizar las imágenes del pasado y a rebajar las idealizaciones. Que muchos de los intelectuales que trajeron la República se distanciaran de ella, por sus errores y torpezas, debería dar que pensar.

            Otro tanto está ocurriendo en el bando opuesto. El franquismo se aplicó en demonizar personas, además de perseguir ideas, sin razón alguna. Una de ellas es Manuel Azaña, el que fuera Presidente de la República.
Alcalá de Henares, el pueblo en el que nació, ha propiciado unas interesantes reflexiones sobre su relación con la religión bajo el título “Azaña y la heterodoxia”. Los obispos españoles no le perdonaron que dijera, en un memorable discurso donde abordaba las relaciones entre el Estado y la Iglesia, que “España había dejado de ser católica”. No era una frase original. Había cardenales, como Vidal i Barraquer e Isidro Gomá, que lo habían dicho antes, bien es verdad que con un sentido diferente. Los pastores de la Iglesia lamentaban la pérdida del peso político y social que durante siglos la Iglesia había tenido en España. Azaña, sin embargo, anunciaba que la República, cuya constitución estaban precisamente debatiendo, sería laica. Cierto es que buena parte de aquellos políticos profesaban una laicidad fuertemente anticlerical. No era el caso de Azaña que tomó la palabra para tender puentes. Le parecía que, por ejemplo, expulsar a todas las órdenes religiosas, tal y como querían los más radicales, era “repugnante, ineficaz y que sólo encierra peligro”. No entendía qué mal podían hacer esos conventos de monjas perdidos en los pueblos.

            Azaña que tuvo formación cristiana y cuyo paso por los agustinos de El Escorial marcó, como dice Giménez Caballero, “con hierro de res brava, su alma para siempre”, distinguía perfectamente entre el papel político de la Iglesia en un Estado moderno y el sentido de lo sagrado. Su visión de la historia le enseñaba que el monopolio de la enseñanza por parte de la Iglesia había sido “la puerta por donde se ha colado todo el atraso de la sociedad española, y con él la tiranía, la dictadura y el despotismo”. No estaba dispuesto en ese punto a hacer concesiones y por eso defendió la escuela pública y prohibió a las órdenes religiosas el ejercicio de la enseñanza. Resulta extraño que un liberal como él se opusiera a la libertad de enseñanza y confiara en la escuela pública, una contradicción que sólo se explica si recordamos que durante siglos la Iglesia, una institución privada, condenó sin paliativos el liberalismo. Un católico no podía, bajo pecado mortal, ni defender la libertad de enseñanza ni leer un periódico liberal (salvo las páginas de economía).

            Esta voluntad de construir un Estado moderno, que tanto le caracteriza, no excluía un agudo sentido de lo sagrado. Con treinta años asiste en la catedral parisina de Nôtre Dame a una celebración litúrgica “sentado durante una hora en la base de una columna oyendo y viendo”. Escribe que “si el culto católico desapareciera, los gobiernos deberían subvencionar una catedral” y es partidario de que “el Escorial debiera conservarse tal como está, con frailes y todo”. Nunca ridiculizó a nadie por la práctica religiosa, por eso acompañaba a su devota mujer hasta el atrio de la Iglesia.

            Azaña ¿un heterodoxo? Depende de lo que se entienda por ortodoxia. López Aranguren se definía heterodoxo o disidente pero porque se sentía católico. Azaña dejó de ser católico por eso más que disidente se sentía fuera. Pero quizá no del todo. De julio de 1938, dos años después de iniciada la guerra civil, es aquel mensaje radiofónico que, a modo de testamento, pedía a las generaciones siguientes de españoles que escucharan la voz de los muertos “que ya sin odio ni rencor nos envían el mensaje de paz, piedad perdón”. Habla de piedad y perdón, dos conceptos de recia raigambre cristiana. Casi en esas mismas fechas, un curita de Alsasua, Marino Ayerra, visita a su obispo, Marcelino Ormaechea, para pedirle que con el evangelio en la mano condene los fusilamientos de feligreses católicos republicanos por feligreses católicos falangistas. “Está Vd. dando demasiada importancia al evangelio”, le dice el obispo. ”Le aconsejo silencio prudente y temporal en abordar temas evangélicos como la caridad y el perdón”. Luego le explica que esta es una guerra de buenos contra malos y lo que no puede permitirse la Iglesia es impedir que ganen los buenos.

            Si el obispo de Pamplona representa la ortodoxia, Azaña es la heterodoxia. Lo que ya está menos claro es quien es el que de verdad está dentro. El teólogo alemán Karl Rahner llegó a escribir que “más de uno ha emigrado de la verdad del evangelio refugiándose en la Iglesia; y no son pocos los que piensan que para ser fieles al evangelio tienen que salir de la Iglesia”. Parece que ha llegado el momento de abandonar la épica y aprender del pasado que la Iglesia de los unos y la República de los otros merecen pasarles el cepillo a contrapelo.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 7 de Diciembre 2019)