15/5/20

El precio de la normalización(1)


            1. La frase del abulense Jorge de Santayana –“los que no recuerdan su pasado están condenados a  repetirle”-  que de tanto repetirla nos parece indiscutible, es todo menos evidente y lo que sí es, desde luego, es una novedad. Lo que se lleva en la teoría y en la práctica es lo que decía Nietzsche, “que para vivir hay que olvidar”. Europa, cuna de la filosofía, está dominada por una cultura donde lo que importa es el presente. La construcción de un sujeto autónomo que controle su destino, tan caro a la filosofía, necesita desprenderse de toda coacción exterior a su libertad, llámese Dios, naturaleza o historia.

Eso no significa que el presente y quienes le gestionan se desentiendan del pasado. Al contrario. Con él han amasado unas “políticas de la memoria” que dice mucho de su importancia siempre, eso sí, que esté al servicio del presente. Nadie expresa mejor esta necesidad de instrumentalizar el pasado que Ernest Renan, el autor de La Nation, santo y seña del nacionalismo, cuando dice que la piedra sobre la que aquélla se construye no es tanto compartir recuerdos cuanto olvidos. Los recuerdos pueden venir sin esfuerzo; estos olvidos, en cambio, tienen que ser provocados.

La frase de Santayana supone pues un cambio epocal que ni es fácil ni es cómodo. No es fácil que se abra camino pues hemos invertido mucho en olvido. Baste recordar dos capítulos, a saber, la invisibilización de las víctimas y el prestigio de la violencia. Víctimas ha habido siempre. Sabíamos que la historia se ha construido sobre el sufrimiento de los más débiles. Lo que pasa es que no lo dábamos importantica por eso eran invisibles, insignificantes. Y no lo dábamos importancia porque entendíamos que eran el precio del progreso. Esa invisibilización era una forma extrema de olvido. Habría que añadir a esta causa de olvido, otra, no menos importante: el prestigio que ha gozado entre nosotros la violencia. Venimos de una tradición en la que la violencia no era, como hoy, una práctica más o menos demonizada, sino todo lo contrario. Y ese lugar honorífico ha sido incuestionable durante buena parte de la historia de la humanidad, esa que va al menos desde el dicho de Heráclito, “la guerra es el padre de todo”, hasta la tesis marxiana de que “la violencia es la partera de la historia”, pasando por un Hegel que coloca el terror en el corazón mismo de la razón ilustrada (2).  Este coqueteo con la violencia es tan persistente que buenos observadores de la cultura occidental, como son los filósofos judíos Franz Rosenzweig o Enmanuel Levinas, llegan a decir que la filosofía, joya de la corona de la cultura europea, es una “ideología de la guerra” por la violencia que nuestro modo de conocer impone a la realidad (3).  Todo este subsuelo no es fácil de explicar ni cómodo de aceptar porque pone al descubierto las debilidades de nuestra cultura. Y menos aún cuando de la poderosa historia que ha generado esa cultura se derivan graves responsabilidades que pesan sobre las generaciones siguientes.

            2. Todo gira pues en contra del cambio anamnético, de ahí que nos preguntemos ¿cómo ha sido posible?, una pregunta que debería interesar a quienes hoy se afanen, incluso bajo el manto de la memoria, en proseguir la historia de olvido. Hay dos razones explicativas.

La primera de ellas consiste en el poder que tienen las víctimas de imponerse a nuestro olvido. Tengamos presente que hemos hecho de todo para olvidar,  es decir, para legitimar a la violencia. Hemos contado para esta tarea con el concurso de la filosofía, de la teología, del arte, de la literatura. Recordemos la Ilíada: nos enternece cantando la belleza de la guerra. Cada combate es coronado con una aureola moral y cada muerte es representada como un sacrificio en algún altar divino. Fascinan las armas y las heridas son descritas como una obra de arte. Es como si sólo hubiera vida de calidad en la muerte violenta. Bueno, pues a pesar de eso, las víctimas se han impuesto. No hemos conseguido acabar con ellas porque  su derrota (que es el máximo mal que podemos infligirlas)  dispone de una fuerza irreductible. No podemos evitar, en efecto, que en su muerte haya vida. No podemos evitar ver la muerte como la negación de la vida y no como un hecho natural que habría que aceptar resignadamente. En la muerte o en la derrota hay vida negada. De ahí la elocuencia de las ruinas.

Hay también otra razón que nos conviene recordar. Una sociedad necesita esperanza, es decir, creer en un futuro mejor. Durante mucho tiempo hemos recurrido a las utopías o a los mitos del progreso para insuflarla, pero esa fe en la utopía y en el progreso se ha debilitado profundamente al ver que lo que aportan, en el mejor de los casos, es más de lo mismo. Ahora bien, si la esperanza  no se nutre de la utopía ni del progreso, sólo queda el pasado como combustible del futuro. Y eso es así porque  sólo la memoria de lo frustrado y vencido es capaz de romper la férrea lógica que viene del pasado y domina el presente de la forma luctuosa que hemos visto. El futuro sin  ese pasado de las víctimas es, dice Benjamin, “retorno de lo mismo”. De lo que se trata entonces es de cambiar la  lógica histórica, es decir, el modo de entender y de hacer política. Y la firme convicción de este tipo de pensadores es que eso depende de que nos tomemos en serio el pasado. Estas dos razones -la resistencia de la muerte y del sufrimiento a ser naturalizados y el poder rompedor de la memoria- explican la autoridad que tiene en este momento el discurso de la memoria.

            3. Esto tiene importancia para nuestro tema. La superación de la violencia anterior no se logra mirando al futuro y dando la espalda al pasado sino construyendo el futuro desde la responsabilidad hacia las víctimas, i.e., entendiendo el futuro como respuesta a las preguntas de quienes han sufrido el peso y el paso de la historia.

Esta cultura anamnética que invocamos tiene un matiz, a saber, que no es negociable. Sobre nosotros, los nacidos después de la experiencia que supuso esa colosal experiencia de olvido total que fue Auschwitz (no había que dejar ni rastro físico ni metafísico del crimen), recae el “ deber de memoria” que conviene entenderlo bien (4). No se trata sólo de “recordar” sentimentalmente a las víctimas (por más que ese noble sentimiento tenga sólidas exigencias morales y legales: reconocimiento del daño causado, reparación material etc.) sino de re-pensar  la política y re-construir la historia de otra manera, de una manera distinta a como sucedió. Y eso sólo es posible partiendo de lo que la humanidad hizo aunque no fuera capaz de pensarlo ni imaginarlo previamente. El deber de memoria no son pues recuerdos sino un re-pensar las piezas de que consta la historia (política, ética, estética, derecho, educación) para  hacerla de otra manera.

Si pasamos de las musas al teatro, es decir, si nos atenemos a la experiencia terrorista que ha tenido lugar en el País Vasco y cuyos efectos nos alcanzan ¿qué podemos decir?

            3.1. En primer lugar, hacer valer el pasado. No podemos convertir en inútil tanto sufrimiento vivido. Y para que eso no ocurra, lo primero es reconocer al pasado su capacidad interpelativa. Ese potencial semántico no está amortizado por el hecho de que ETA haya dejado de matar.

Esa amortización es la que, consciente o inconscientemente, propician los discursos y las políticas de “normalización”  que distinguen y separan un primer tiempo en el que había que ganar la guerra (consiguiendo acallar las armas de ETA), de otro en el que la tarea consiste en consolidar la paz. Los que mantienen este planteamiento hablan del pasado y recuerdan a las víctimas, pero privan a ese pasado de cualquier valor normativo (moral y político) para el presente. Lo que se persigue de esa manera es organizar la convivencia de espaldas al pasado o, lo que es lo mismo, privando al pasado de su fuerza interpelativa. El pasado es un elemento de paz en la medida en que no cuente, de ahí el empeño es desvirtuar su significación.

La normalización priva de contenido a la memoria a través de distintas estrategias. En primer lugar, con la equiparación y universalización de las víctimas. Se dice, por ejemplo, que “todas las víctimas son iguales” para concluir que todas merecen el mismo trato. A quien plantee así las cosas no se le puede negar interés por las víctimas. Lo que hay que preguntarse es si no vacía de significación política el sufrimiento. Veamos.

Es verdad que las víctimas son iguales en algo fundamental, a saber, que son inocentes. No todo el que sufre es víctima. La víctima es aquel ser humano que es objeto de una violencia injusta. Un presunto delincuente (el etarra o el revolucionario argentino que en un Estado de derecho se toma la justicia por su mano) puede devenir en víctima si en vez de un juicio justo es ajusticiado. En ese caso el mismo sujeto puede ser al tiempo víctima y delincuente (5). Pero el etarra que muere accionando una bomba criminal, no es víctima, aunque la explosión le mutile, porque no es inocente respecto al daño sufrido sino su verdadera causa. En cuanto inocentes, todas las víctimas son iguales, de ahí que de cualquier víctima emane un mismo e indesmayable mensaje moral: el rechazo de la violencia como arma política porque su uso alcanza a inocentes. Eso es fundamental.

Todas iguales, pues, en cuanto ser víctimas, pero cada una diferente en su significación política. No significa, en efecto, lo mismo el asesinato de una monja de clausura por unos desalmados en los primeros días del golpe franquista que la del maestro socialista asesinado por los sublevados. Para la República, el asesinato de la monja de clausura era un delito que la justicia tenía que perseguir -y persiguió en la medida de sus posibilidades-, mientras que el asesinato del maestro socialista formaba parte de una estrategia  golpista orientada a extirpar para siempre la cultura republicana. La misma diferencia entre la víctima del GAL y de ETA. Los actores en el primer caso eran para el Estado delincuentes que debían ser perseguidos mientras que los segundos eran héroes. Hay pues que decir que todas las víctimas son iguales pero cada una tiene una significación diferente.

Ese matiz es importante porque si el objetivo de una memoria de las víctimas es una política sin violencia, hay que convocar a las distintas víctimas. Ellas son como los testigos que desvelan la naturaleza de la violencia victimizadora. La diferenciación de la violencia victimizadora es capital a la hora de concretar su memoria con el fin de que la historia no se repita. Si yuxtaponemos indiferenciadamente  todas las violencias (las de la Guerra Civil y posguerra, las de la ETA y las del GAL) podríamos trasmitir la idea de que el País Vasco ha sido el teatro de una violencia continuada cuya víctima era el vasco. Pero eso sólo es una verdad a medias (y por tanto una mentira entera) porque vascos había en el bando de los franquistas y vascos eran los terroristas de ETA. No hay lugar, pues, para el victimismo vasco ni tampoco para un relato como el del “conflicto” donde los opresores de los vascos estuvieran en un lugar y los oprimidos en el otro. Hay que diferenciar para aislar cada violencia: la del franquismo tenía una razón totalitaria (y hasta fascista) y la etarra, un componente nacionalista radical.

Gracias a las víctimas de Auschwitz pudimos conocer la naturaleza de la violencia fascista. Entendimos que el nacionalsocialismo no era sólo totalitario, en el sentido de que no toleraba las diferencias, sino genocida pues condenó a los de otra sangre al exterminio. Conocimos algo nuevo: que el nacionalismo hitleriano no sólo discrimina sino que extermina. A partir de ese momento el nacionalismo está en Alemania bajo permanente sospecha.

La violencia etarra tuvo una motivación etno-nacionalista que se tradujo en una práctica criminal contra el otro (6). Lo que es importante señalar es la naturaleza de su violencia. Era, en primer lugar, estructural, ya que el crimen formaba parte de su estrategia política. Se mataba para defender una idea o, dicho de otra manera, la defensa de una idea legitimaba el crimen. Era también una violencia social. El núcleo del crimen era el terror. Se mataba para aterrorizar a los otros y, de paso, lograr la complicidad de los suyos no mediante la exaltación de virtudes patrias sino mediante el envilecimiento de los propios. Se les incitaba a la delación, al silencio, a la traición de los amigos. Finalmente, la onda expansiva de la deshumanización que acompaña al terrorismo alcanzó también al propio Estado. Que hubiera mimesis de la estrategia terrorista entre algunos sectores policiales, como ocurrió con el GAL, da fe del poder de la onda corruptora del terrorismo.

Hay pues que reconocer el origen etno-nacionalista de la violencia etarra, la responsabilidad de un sector social cómplice, por convenimiento ideológico y/o por envilecimiento derivado del terror. También la responsabilidad del Estado por los abusos criminales  policiales alcanzados por los onda envilecedora del terrorismo.

Esta valoración matizada de la violencia  hay que tenerla en cuenta también a la hora de la representación de la violencia. La violencia etarra y la del GAL no son homologables ni en su génesis ni en su significación política. Hubo GAL porque hubo ETA. Si queremos acabar con la violencia hay que distinguir entre la fuente y sus derivas. El GAL como el encanallamiento de la sociedad vasca cómplice son derivas de la violencia originaria. No hacemos  ningún servicio a la causa de la paz cuando ponemos “todas las violencias” al mismo nivel. Debería dar que pensar el hecho de que los alemanes tardaron medio siglo en hablar de “víctimas alemanas”, que las hubo (7). Entendieron que había un tiempo para hablar de las víctimas causadas por los alemanes y que sólo después, cuando la sociedad había bien interiorizado su culpabilidad o responsabilidad, según los casos, se pudo hablar de los bombardeos de Dresden o de los atropellos del ejército rojo. Justo lo contrario de lo que se hace con frecuencia en el País Vasco donde se representan al mismo nivel a las víctimas de ETA y a las del GAL con el fin seguramente de neutralizar o reducir la responsabilidad de la violencia originaria.

Otra forma de vaciar el potencial semántico de las víctimas tiene que ver con “la pluralidad de discursos”, un tópico que es una trampa. Naturalmente que hay pluralidad de discursos si por ellos entendemos relatos de cómo ha vivido cada cual esa etapa de terror. No es lo mismo lo que cuente un miembro de una familia amenazada por negarse a pagar el impuesto revolucionario, por ejemplo, que otro cuyo hijo o hermano perteneciera a un comando de ETA. Miedo, en el primer caso, y pavoneo, en el segundo, como tan bien describe Fernando Aranburu en Patria. Son inconmensurables entre sí. En el plano de la vivencia personal, pluralidad pues de relatos. También hay pluralidad en la historiografía según las fuentes de las que disponga cada historiador. El mérito de cada relato dependerá de la calidad de las fuentes y de lo acertado de las interpretaciones.  Es una pluralidad académica que se resuelve por canales científicos y por eso son mensurables. No todos valen igual. Pero cuando habitualmente hablamos de “pluralidad de relatos” apuntamos a otro aspecto, a saber, a la valoración moral del pasado. Y aquí no hay pluralidad que valga. Sólo hay una verdad y esta consiste, como decía Castelio a Calvino “matar a alguien por una idea no es defender una doctrina sino cometer un crimen”. Las explicaciones que uno dé de por qué recurrió a las armas o la expresión del más noble sentimiento patriótico unca podrá valer como exculpación. Matar por una idea es cometer un crimen. Ese es el único relato que cabe destilar del pasado y el que también hay que trasmitir a las generaciones futuras.

La obscenidad de la pluralidad de relatos queda bien patente cuando en una unidad didáctica, por mor de la pluralidad, se pone al mismo nivel o se mezclan las opiniones de los fundadores de ETA con las de una víctima de la violencia etarra. Puede que, a nivel de información, tenga el mismo valor una palabra que otra. Pero si lo que se pretende es formar al alumno en la paz, son incomparables. El testigo trasmite la experiencia de toda una vida frustrada por la muerte de alguien que se ha erigido en Angel Exterminador. Ese testimonio pone en evidencia la inhumanidad del gesto del victimario y el sinsentido de la ideología que lo sustenta. El victimario sólo puede comparecer potenciando la experiencia de la víctima, es decir, asumiendo la responsabilidad por el daño causado, empezando por el atentado a su propia humanidad, y reconociendo la autoridad de la víctima en orden a su posible re-humanización. Son estos exetarras  (los de la valiosa experiencia de Nanclares de Oca, por ejemplo) quienes pueden ayudar a conseguir el objetivo moral de estas unidades didácticas: no tanto informar de lo que ocurrió (para eso está la historia) cuanto convertir al oyente en testigo y de esa manera desactivar la tentación del terrorismo.

            4. Se oye decir que dentro de la llamada “izquierda abertzale” hay una clara apuesta por “ganar el relato de la paz una vez que se perdió la guerra”. Esta batalla por el relato, que salta a la vita  en las políticas de paz que se manejan en el País Vasco, es más que comprensible. En torno al crimen político se producen dos muertes: la física y la hermenéutica. Walter Benjamin dice en la Tesis Sexta de su escrito “Sobre el concepto de historia” que el verdugo no descansa tras el atentado sino que  emprende con igual ardor la batalla interpretativa. No contento con matar, lo que ahora busca es privar de significación el crimen. Las políticas de la memoria gestionadas por sectores directa o indirectamente emparentados con los terroristas, se saben de memoria la lección.

Este afán por enmarañar los objetivos morales de la memoria, con tópicos como los que aquí hemos mencionado y algunos más, debería dar que pensar. Hay que preguntarse si lo que queremos es construir un futuro diferente a los tiempos que hemos vivido o más bien crear un clima de convivencia donde los antiguos violentos se encuentren cómodos y los que miraron hacia otro lado o se aprovecharon políticamente de la situación, laven su mala conciencia con una invocación general y abstracta de las víctimas, al precio de sacrificar las preguntas específicas que estas plantean. Más parece lo segundo. Sería una pena, una forma de dilapidar la dura experiencia vivida. Más que una paz sería una tregua entre dos guerras porque si basta dejar las armas para que todo se olvide ¿qué impedirá volver a las armas si basta dejarlas para que nadie se acuerde? Esta ha sido la lógica de los violentos y de lo que se trata es de acabar con ella.

            5. Decía en un momento que nosotros no podemos plantearnos la memoria de cualquier manera. Hay un “deber de memoria” que no es tanto recuerdo sentimental de las víctimas cuanto mandato de re-pensar la política teniendo en cuenta la experiencia terrorista para que no se repita.

Resulta paradójico que se atribuya a la memoria la capacidad de no repetir porque ¿qué hace quien recuerda sino repetir un tiempo pasado? La memoria, de entrada, tiende a la repetición. Pero ahora, no. Ahora asociamos a la memoria de las víctimas al “nunca más”, es decir, a la aparición de un tiempo que no sea repetición del pasado. Aunque algo hemos dicho conviene volver sobre ello. Sólo podemos mantener la relación entre memoria y novedad (o no repetición) si la memoria en cuestión es capaz de interrumpir la lógica violenta que ha dominado en el pasado y con la que hemos construido el presente. Y la memoria lo puede hacer porque al visibilizar a las víctimas sobre las que se ha construido nuestro bienestar presente (o nuestra “paz”), se pone de manifiesto la injusticia del presente. Aparece entonces de su mano la alternativa política a la lógica pasada, alternativa que Adorno formuló lapidariamente al decir “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”.

La alternativa es, pues, una convivencia compasiva donde caben todos los miembros de una sociedad dañada a condición de que cada uno se sienta interpelado por el sufrimiento causado. Esa interpelación no debería tomar la forma de “empatía con las víctimas”, que no cambia nada, sino de “posible complicidad con el victimario”, única manera de transformar la memoria en responsabilidad.

Por lo que respecta a los etarras y a la parte de la sociedad vasca cómplice de la violencia la puerta de acceso a esa nueva convivencia compasiva es el duelo. En el duelo uno se enfrenta al dolor que supone la pérdida de un ser querido o de un proyecto al que hemos entregado la vida. En el caso de los alemanes, el duelo que tanto les costó llevar a cabo era por Hitler, la persona con la que se identificaron y a la que sostuvieron. Hacer duelo era enfrentarse a la barbarie que causó el hitlerismo y asumir las responsabilidades correspondientes por su complicidad. Sólo mediante el duelo podían los alemanes superar la forma de ser que les llevó a esa complicidad. Como ese duelo tardó mucho en hacerse, se decía que los alemanes de los años sesenta seguían siendo igual que los de los treinta: igual de antisemitas, de anticomunistas, de totalitarios, de incapaces para la democracia. La conversión democrática tuvo lugar a finales de los setenta, cuando hicieron duelo. Eso vale también para la parte de la sociedad vasca que secundó o calló o se aprovechó del terrorismo etarra. No han hecho duelo. Les cuesta entender que toda aquella violencia no era por defender una idea sino por un proyecto inhumano que se construía con crímenes. Mientras no lo vean así seguirán siendo iguales que antes, como los alemanes. 

No habrá paz en el País Vasco mientras no se acojan responsablemente los daños individuales y se suture la fractura social que supuso la violencia. El camino no es el olvido sino seguir el rastro de la memoria. Quizá ayude a entender la lógica del deber de memoria el recuerdo de Elie Wiesel, otro de los testigos necesarios. Fue Premio Nobel de la Paz. Era el reconocimiento a una vida entregada a dar testimonio. Le angustiaba la posibilidad de perder la memoria porque si ellos, los testigos,  olvidaban, el mundo perdería el último tren hacia un tiempo nuevo. Lo peor que se puede hacer es gesticular con la memoria para olvidar.


Reyes Mate. Contribución al libro colectivo AA.VV., enero 2020, Del final del terrorismo a la convivencia, Catarata, Madrid, 95-111.

NOTAS:
(1) Este trabajo se inserta en el Proyecto de I+D "Sufrimiento social y condición de víctima: dimensiones epistémicas, sociales, políticas y estéticas" (FFI2015-69733-P), financiado por el Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia."
(2) Arregi, J., 2015, El terror de ETA. La narrativa de las víctimas, Tecnos, Madrid, 213-237.
(3) Esta idea la desarrollo en Mate, R., 1997, Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Anthropos, Barcelona, 125 y ss.
(4) Por qué Auschwitz tiene ese poder epocal es algo que no puedo desarrollar aquí. Remito a mi libro, Mate, R., 2003, Memoria de Auschwitz, Trotta, Madrid. Sobre el “deber de memoria”, remito a Mate, R., 2011, Tratado de la injusticia, Anthropos, Barcelona,190-202.
(5) En el caso de sujetos que sean al tiempo víctimas/delincuentes se plantea el problema de su representación como víctimas. No puede ser lo mismo representar a hombres buenos como Fernando Buesa que a matones convertidos en víctimas por abusos policiales.
(6) Rivera, A., 2016, “Violencia vasca: una memoria sin historia”, Libre Pensamiento, 88, 70-77.
(7) U. Jureit-C., Schneider, 2011, Gefühlte Opfer, Klett-Cotta.