19/6/22

La madriguera, una trampa y no un refugio

             El tiroteo en la escuela de Uvalde (Texas), como todos los episodios de espionaje que hemos conocido en los últimos tiempos, tienen un común denominador, a saber, la obsesión por la seguridad. En los EE.UU. los ciudadanos van armados hasta los dientes porque no se fían de que el Estado les proteja. En España, banqueros espían a banqueros, dirigentes empresariales a políticos, dirigentes a compañeros del partido, instituciones del Estado a gobernantes nacionales o autonómicos porque nadie se fía del otro. Mejor que contar con su lealtad es tenerle amarrado por su debilidad. Eso es lo que nos hace fuertes.

             La seguridad es una categoría innegociable porque la vida, sobre todo la humana, es un riesgo. Platón cuenta en uno de sus diálogos, titulado Protágoras, que los dioses del Olimpo quedaron consternados de lo mal pertrechado que nacía el hombre. Observan desde las alturas que el animal nace o veloz, como la gacela, o potente, como el león, o astuto, como la serpiente sólo el ser humano nace frágil, débil y necesitado. El hombre viene al mundo con un problema de seguridad y, si quiere sobrevivir a un entorno hostil, tendrá que buscar una solución.

             No le vale cualquiera. Los dioses dan una pista de cómo debería ser la buena respuesta. Apiadado de su menesterosidad, Prometeo decide regalar a los humanos, robándoselo a los dioses, el arte del fuego y, luego Zeus completa la obra entregándonos la virtud de la convivencia. La solución tiene que consistir en una mezcla de ciencia y virtud, de conocimiento técnico y de ética política. Con el fuego se puede, en efecto, cocinar y abrigarse, además de fabricar armas defensivas; con la ética, sumar esfuerzos y encontrar reglas de convivencia que saquen lo mejor de cada uno. Pero los humanos no captaron el mensaje. En lugar de eso, convirtieron el arte del fuego en industria armamentística. La Asociación del Rifle que sólo confía en las pistolas para vivir en paz, es un buen ejemplo del poco caso que hemos hecho al mensaje de los dioses.

             La necesidad de seguridad ha desquiciado al ser humano hasta el punto de que, por ella, ha sacrificado su bien más preciado: la libertad. Lo cuenta Franz Kafka en La Madriguera, el último de sus escritos. El protagonista es un topo que vive asustado. Tiene miedo del entorno, del ruido, de todo lo que se mueve o está quedo. Decide construir bajo tierra un laberinto de túneles y fosos que resulte infranqueable para quien venga del exterior, pero que también resulta insuperable para él mismo. La fortaleza acaba siendo una trampa. Por muchas defensas que construya, no conseguirá apaciguar su miedo ni sentirse seguro.

             Los casos de espionaje que hemos conocido, así como las muertes de esos 19 niños y 2 profesores en la escuela de Tejas, son pruebas de que hemos optado por un tipo de convivencia más inspirado en el cuento de Kafka que en el relato de Platón. Un pensador francés, Michel Foucault, ya adelantó hace cincuenta años algo que hoy nos parece una evidencia. Habló del Panóptico, un neologismo que podemos traducir por “la mirada que todo lo ve” o el “ojo cósmico”. Lo que quería decir el filósofo francés es que nuestro mundo está construido como una urbanización circular en cuyo centro se levanta una torre coronada por un mirador desde donde todo se vigila. Nada escapa a su mirada.

             El Panóptico es un modo de organización que se puede aplicar a todos los campos de la vida: a la cárcel, a la escuela, al hospital y, también, a la fábrica. Lo que le caracteriza es, por un lado, que ve sin ser visto, es decir, nos sentimos permanentemente vigilados sin saber que lo somos ni cómo lo somos. Puede que no lo seamos en muchos momentos, pero vivimos como si estuviéramos constantemente controlados, monotorizados, espiados. Lo eficaz es sentirse controlados. Sabemos que en algunos campos de exterminio, como el de Belzec, donde asesinaron a medio millón de deportados en un año, sólo había una decena de SS (eso no lo sabían los prisioneros porque cuando lo pudieron saber, como en Sobibor, les hicieron frente y liberaron el campo). La consecuencia es que vivimos renunciando a la espontaneidad y en el fondo, a la libertad. Otra característica de esta construcción es que cuenta con nuestra colaboración. No la sentimos como algo impuesto por algún poder maligno sino que la exigimos. Sentimos que nos protege, que vale la pena. Gracias a esa mirada cuyo aliento nunca se aleja de nuestra nuca, conseguimos que el preso en la cárcel se esfuerce por reformarse; que el estudiante en vez de sacar el curso copiando, aprenda; que el trabajador, en vez de traducir su malhumor destrozando máquinas, produzca y cobre más. El Panóptico disciplina a sus habitantes y eso les hace más dóciles y más productivos. La educación no está pensada, por ejemplo, para desarrollar los talentos que cada niño atesora, sino para enderezarle gracias a una disciplina del cuerpo y del alma que le ahorma para la vida.

             No hemos encontrado el punto de equilibrio entre seguridad y libertad. Parece que hemos optado por el ojo vigilante del Gran Hermano o el recurso a las pistolas. Que eso no es ninguna solución lo prueba el hecho de que lo que ha ocurrido en la escuela de Texas se ha repetido 500 veces en los dos últimos años. Que la Asociación del Rifle proponga que, para evitar más casos, hay que armar a los maestros, es querer apagar un incendio con gasolina.

             Hay que volver a la sabia propuesta de los dioses griegos. Nos sentiremos más seguros si subordinamos la seguridad a la libertad, es decir, si colocamos todos los medios para protegernos, como son las armas, la policía, la justicia o el espionaje, bajo un exquisito control democrático. Una sociedad en la que un turbio personaje como el excomisario Juan Manuel Villarejo es solicitado por ministros, banqueros, jueces y fiscales, para confiarle encargos inconfesables, es una sociedad profundamente insegura porque se sostiene sobre chantajes.

             Se decía en los años noventa que la nuestra era una sociedad de sordos porque caminábamos pendientes del auricular sin hacer caso ni del ruido ni de los demás. En poco tiempo hemos pasado a una sociedad de escuchas, de sentirnos permanentemente vigilados. Hora es de escuchar menos y escucharnos más.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 5 de junio 2022)