27/11/22

El poder de la justicia y la impotencia del ciudadano

El poder de la justicia y la impotencia del ciudadano

             Un buen día Josef K se despertó con la desagradable sorpresa de que su dormitorio se había convertido en una sala judicial. La vuelta a la realidad, después del sueño, significaba vivir la vida como un inacabable proceso donde lo que menos importaba era substanciar si era culpable o inocente. Lo importante es que K sintiera que su vida no dependía de él porque estaba al albur del tribunal.

             Se suele leer El proceso como una genial ocurrencia que dibuja un panorama posible pero lejano. No era esa la intención de Kafka. Él quería hablar de la realidad, susurrándonos al oído “cuidadito que esto te está pasando a ti”. A mí me pasó. Hace unas semanas recibí un sobre certificado con el remite del Juzgado número 4 de Gijón donde se me comunicaba oficialmente que había sido condenado por haberse probado que había robado un móvil en una discoteca de Gijón a altas horas de la madrugada. Me impactó que se sentenciara como “hecho probado” el que yo estuviera en una ciudad que no visitaba desde hacía cuatro años, en una discoteca, que no es lo mío, y robado un móvil, yo que con la mitad del mío tengo de sobra. Un proceso judicial no es una improvisación: hay procedimientos, hay atestados policiales, hay jueces y fiscales, es decir, la sentencia no es un calentón, de ahí mi perplejidad: ¿pero cómo había podido toda esta gente convertir en “hecho probado” algo de lo que no puede haber ninguna prueba? Me pregunté entonces si, dado que no hay pruebas de culpabilidad, quizá fuera porque el tribunal esperara de mí que demuestre que soy inocente. De la sala de juicios donde procesan a K, me llega la voz de un miembro del tribunal que dice sin despeinarse: “Este tribunal no está para condenar a culpables sino para juzgar a inocentes”. ¿Será eso?

             Insisto en lo de la falta de pruebas o indicios porque la que se presentó, y fue definitiva, es de chiste. Tras la denuncia del robo, la policía preguntó a Movistar si tenía pistas del móvil robado. Esta les debió de decir que ese móvil, desde el día del robo, funcionaba con una tarjeta SIM semejante a la mía (lo que a mí me dijeron, sin embargo, es que mi tarjeta no había salido de mi móvil y que no les constaba la existencia “de ninguna otra terminal”). ¡Asunto aclarado! Si hay humo, hay fuego; si una tarjeta anda suelta, tras ella está su propietario. Así que estuve en Gijón, robé y debo ser condenado. Así de simple. Culpable, pues, y a pagar. Me dieron cinco días para presentar recurso y en ese tiempo tuve que enterarme de por qué me acusaban exactamente (nunca me lo dijeron antes), encontrar un abogado, ir a la policía, llamar a Movistar… y argumentar debidamente. Tuve la inmensa suerte de encontrar un abogado gijonés, Don Aniceto Rodríguez Villa, que supo transformar mi perplejidad en sólida argumentación jurídica (indefensión, falta de prueba, desatención a la jurisprudencia sobre presunción de inocencia…). Fue tan convincente que la jueza que resolvió el recurso me absolvió totalmente.

             He dedicado muchos años de mi vida al estudio de la injusticia. No podía desaprovechar una ocasión como esta para observar el comportamiento de la justicia. Bien es verdad que es un caso menor, pero los mismos jueces, los mismos policías y con los mismos procedimientos podrían juzgar delitos graves. Algo sí que he sacado en limpio, a saber, que hay que tomarse en serio a Kafka. El Estado es impensable sin un sistema judicial, de ahí el poder absoluto del juez. Si tenemos que asumir que la sala de estar es un tribunal, conviene hacerlo bien. Para empezar, medios para que cada caso sea tratado como si fuera único. El atasco de los juzgados es un atentado a la calidad de las sentencias. Da miedo, por otro lado, el lío que se traen los políticos con el poder judicial. Resulta sospechosa esa feroz lucha por el reparto del poder. Jueces y políticos parecen estar de acuerdo en que lo importante en sus pleitos es protegerse o taparse, mientras que lo que el público espera es una buena justicia. Tenemos un primer problema con el poder judicial.

             Deberíamos repensar la figura del juez. No debe de ser fácil aplicar una norma general a casos inconmensurables, aunque sea en esa acertada aplicación de lo general a lo particular donde se juega el ser o no ser de la justicia. Pero para ser juez en España basta aprenderse de memoria todas las leyes inventadas, algo que se consigue dedicando cuatro o seis años a preparar las oposiciones, aislándose del mundo. Si Platón cifraba en unos 30 años la formación de un ciudadano para dar el salto a la política, para ser juez no deberían ser menos. Un juez, para serlo, debería verse en el reo porque si se piensa superior convertirá la justicia en venganza. Esto es lo que le viene a decir Don Quijote a Sancho y lo que piensa el staretz Zósima de Los hermanos Karamazov. Y de esto no se examinan en las oposiciones. Tenemos, pues, otro problema con los jueces. La absolución final supuso el final de una pesadilla, pero no la recuperación de la sala de estar.

 Reyes Mate (El País, 15 de noviembre 2022)