5/2/24

“Lo que olvida nuestra memoria cuando recuerda. En el 85 aniversario de la Kristallnacht”

            Lo que hoy nos convoca es la memoria de La Noche de los Cristales Rotos. Ese 9 de Noviembre de 1938 se encuentra en la encrucijada de un proceso que venía de atrás y que acabaría en la Solución final. Antes de esa fecha, en 1933, ya había tenido lugar la muerte cívica del judío. En ese momento ya fue desposeído de buena parte de sus derechos ciudadanos. Derogada fue su igualdad legal, siendo expulsado de las funciones públicas, de la vida cultural y de las profesiones liberales. Luego sobrevino la muerte política, con las Leyes de Nurenberg en 1935. Es el momento de la expulsión del judío de su condición de ciudadano del Estado alemán, visibilizada públicamente mediante la segregación física. Las leyes precisan que como el judío no pertenece a la raza aria, éste no puede ser ciudadano del Reich. Die Kristallnacht o “Noche de los Cristales Rotos” es un ensayo de lo que ocurriría en 1941 con la Solución Final. Sólo en Alemania 267 sinagogas saqueadas, 7.500 almacenes desvalijados; unos 30.000 hombres arrestados e internados en los campos de Dachau o Buchenwald y un centenar, asesinados. Para reparar los daños causados por los esbirros de Goebbels la comunidad judía fue condenada a pagar una multa de mil millones de marcos.

             Lo que quiero decir es que las cosas no sucedieron de repente. Se fue avanzando hacia la cámara de gas conforme disminuía la resistencia a la barbarie  y aumentaban los efectivos antisemitas  provenientes de la población de a pie, de los políticos, de los periodistas, del capital, de las confesiones religiosas.

             Los brutales acontecimientos que tuvieron lugar provocaron sorpresa y miedo, pero ninguna medida a la altura del problema. Callaron las cancillerías, las iglesias, los intelectuales europeos. Hitler entendió entonces  que tenía el camino libre: podía pasar de la exclusión al exterminio haciendo las cosas, eso sí, sin tanto ruido.

             Hoy, 85 años después, lo recordamos. Este acto organizado por el Ayuntamiento de Barcelona es un acto memorial. Entendamos su importancia. Podía no haber sido. Si Hitler hubiera vencido no habría memoria alguna de lo ocurrido porque el Holocausto fue pensado como un proyecto de olvido. Se habían tomado todas las medidas para que no fuera posible recordarlo, por eso no tenían que quedar restos físicos. Sin huellas del pasado judío la humanidad olvidaría la contribución del pueblo judío a la cultura mundial. Tengamos en cuenta que además de esa estrategia operativa  amnésica, estaba el trabajo hermenéutico y educativo del nazismo, empeñado en recrear el mundo sin los valores que había protagonizado este pueblo, empezando por el mandato del “no matarás”. Por qué no había que matar, se preguntaba Himmler, si podemos hacerlo.

             Recordamos hoy porque Hitler fue vencido y también porque hemos vencido una querencia al olvido que pesa como una losa en nuestra cultura. En contra de lo que cabía imaginar hubo, después de la guerra, un largo tiempo de silencio, porque lo que entonces mandaba era el olvido. En 1945 sobrevino la Guerra Fría que no permitía desgastar energías mirando hacia atrás. Del alemán sólo se esperaba que potenciara sea la fila americana o la soviética y no que hiciera memoria.

             No había interés público por tanto sufrimiento. "Lo que habían padecido los judíos no suscitaba interés", dice Simone Weil, superviviente de Bergen-Belsen. En su casa, sigue diciendo ella, sólo querían oír al hermano que había formado parte de la Resistencia, pero no lo que millones habían sufrido. No querían oír a Primo Levi, demasiado triste; ni leer a Jean Améry, un amargado que hablaba desde el resentimiento. Otros supervivientes tenían que callar para seguir viviendo. La escritura o la vida fue el título que escogió Jorge Semprún para explicarnos que él tenía que elegir entre recordar o vivir. El que quería ser escritor no tardó en experimentar, tras la liberación, que escribir suponía recordar y eso le llevaba al suicidio. Ante el dilema que suponía escoger entre la escritura o la vida, optó por vivir y eso significaba, en ese momento, olvidar.

             Por eso digo que no ha sido fácil pero aquí estamos, recordando. Esa batalla se ha ganado. Pero esta noticia que tranquiliza, por un lado, desasosiega, por otro, pues los genocidios no se han detenido, el antisemitismo sigue latente, la xenofobia se multiplica. No parece cierto que baste recordar Auschwitz para que la historia no se repita. ¿Habrá que dar la razón a quienes, como Hegel, dicen que nada se aprende de la historia y que la historia nada puede contra la barbarie?

             Es un paso que muchos han dado. Por mi parte creo que antes de desacreditar definitivamente a la memoria, habría que preguntarse de qué memoria nos estamos nutriendo; hay que preguntarse por la naturaleza de la memoria: qué memoria convoca Auschwitz y qué memoria manejamos nosotros .porque quizá no sea la misma. Veamos las diferencias.

             Nuestra forma de recordar es la propia de la cultura occidental que está, en primer lugar, en función del presente. Utilizamos el pasado para apuntalar el presente. Entendemos que el pasado está muerto o en ruinas y que cualquiera que pase por allí puede tomar un dato u otro en beneficio de sus necesidades o intereses presentes. Es lo que sobreentiende Ernest Renan cuando dice de los políticos preocupados por la afirmación de la identidad de su pueblo que “se inventan su pasado”. De ese pasado sólo rescatamos lo que nos pueda venir bien. Somos seguidores de aquel San Agustín que definía la memoria como “presente del pasado” y al futuro como “presente del porvenir”. Una segunda diferencia consiste en reducir la memoria a un sentimiento. La memoria es la vivencia del pasado, la huella sentimental que deja en cada en cada individuo el acontecimiento vivido. Al ser un mero afecto queremos decir que es algo subjetivo y no objetivo, personal y no político. Esta ubicación de la memoria en la casilla del sentimiento explica que distingamos tan instintivamente entre historia (que se especializaría en el conocimiento objetivo de los hechos) y la memoria (que sería mera vivencia de los mismos). Una tercera característica, resultado de las anteriores, es que esa memoria está en función del que recuerda y no de lo recordado. Importa el nosotros. Si recordamos a las víctimas, pondremos el acento en la empatía con ellas para sentirnos bien (o incluso superiores).

             Bien diferente de ésta es la memoria de Auschwitz, es decir, la que nos exige Auschwitz, la que deriva de ese acontecimiento (y que es, no lo olvidemos, la que hoy nos convoca). Hay que decir que esta memoria es la propia del pueblo judío, el pueblo de la memoria. De ella decía Franz Rosenzweig que tiene el poder de actualizar, de hacer presente, el pasado recordado: “sólo en Israel”, decía, “cada individuo considera la salida de Egipto, cuando hace memoria de ella, como si él mismo hubiera salido con ellos”. Pues bien, esta memoria es, en primer lugar, una iluminación del presente desde el pasado. El pasado que se recuerda, aunque haya sido derrotado, no está muerto. La luz que proviene de ese pasado hace visible lo que nuestra memoria se empeña en invisibilizar. Ilumina el campo presente de tal manera que aparecen nuevas realidades y las viejas son vistas de otra manera pues se sienten interpeladas por las que ahora aparecen. Esa memoria es, en segundo lugar, una forma de conocimiento y no un mero sentimiento. Walter Benjamin la compara a rayos ultravioletas con las que detectamos aspectos de la realidad que escapan al ojo normal. Lo que nos hace ver o nos permite conocer es la parte ocultada por la apariencia que no es otra sino la historia del sufrimiento sobre el que está construida la historia. Es un descubrimiento capital pues permite ensanchar la realidad que no queda reducida a lo aparente sino que incluye lo oculto o, mejor, lo ocultado. Ya no podemos identificar la realidad con la facticidad, es decir, con los hechos.”Hecho” es el pretérito perfecto (el pasado realizado) del verbo hacer, pero hay muchos pretéritos imperfectos, es decir, muchos proyectos que han sido derrotados, arrumbados en las cunetas de la historia, que sí cuentan para memoria. A partir de ahora lo memorable, lo digno de memoria, no son las grandes gestas sino la historia de las víctimas. Y una tercera característica, también resultado de las anteriores: esta memoria es peligrosa porque nos hace ver lo poco fiable que son las bases sobre las que nosotros hemos construido nuestro presente. Nos molesta saber que lo que, por ejemplo, Marx llamaba la “acumulación capitalista”, es decir, la formación de los grandes capitales en el siglo XIX, fuera el resultado de la explotación de los esclavos o de leyes inocuas o sencillamente de la violencia política. Para nosotros, instalados en la mentalidad de un Anatole France para quien “el robo es un delito pero el resultado del robo es sagrado”, esa memoria es inaceptable, de ahí que sea peligrosa para quien recuerda o la transmite. Algunos han llegado a decir que esa memoria crea inseguridad jurídica porque “abre expedientes que el derecho, la justicia o la política dan por cancelados”. Es verdad que esta memoria tiene una idea de justicia que desborda lo que por ello entienda el derecho, pero porque sitúa la justicia del derecho no tanto en el castigo del culpable cuanto en la satisfacción de la víctima, algo que en lugar de empobrecer el concepto de justicia lo engrandece.

             Tenemos, pues, que la memoria de Auschwitz ilumina el presente desde el pasado, es una forma de conocimiento y, además, es peligrosa. Ahora bien, con ser esto importante, falta lo fundamental, a saber, que la memoria es un deber por eso hablamos del “deber de memoria”. Para entender su alcance pensemos lo singular de esta expresión. No hablamos del “deber de historia” o “del deber de la ciencia”, por ejemplo. ¿Por qué la memoria es un deber? Pues por una razón de supervivencia. Para que la catástrofe no se repita, tenemos que recordar. Esta última característica de la memoria es reciente. Nació en los campos de extermino en el momento de su liberación. Los supervivientes, sin ponerse de acuerdo, coincidían en que la humanidad no podía permitirse una experiencia semejante porque sacrificaría definitivamente su humanidad. Tenía que evitar la repetición de la catástrofe y para ello no había más un camino: la memoria de lo ocurrido. De esta manera se asocia la memoria del pasado con el “nunca más”, es decir, con un futuro que no sea prolongación del pasado sino auténtica novedad. Si estamos atentos al mensaje que nos mandan los supervivientes a las generaciones futuras, observaremos que la memoria en cuestión no consiste en acordarnos de los sufrimientos vividos por tantos millones de víctimas. Esto no va de empatía con los que sufren, sino de algo muy distinto. Para captar su alcance, podemos recurrir a la formulación del deber de memoria que hace el filósofo judío Theodor Adorno (alguien que no estuvo en el Lager porque escapó a tiempo) y que viene a decir lo siguiente: “hay que re-pensar todo a la luz de la experiencia del Holocausto, para evitar la repetición de la barbarie”. Aquí ya se ve que recordar es pensar de nuevo, pensar de otra manera todas y cada unas de las piezas que conforman eso que llamamos historia, a saber, la política, la ética, el derecho, la ciencia, el conocimiento. ¿Cómo? ¿cómo conseguir una nueva idea de política o de ética ya que las conocidas hasta ahora o llevaron a las cámaras de gas o fueron impotentes para impedirlo?. La palanca del cambio está en la memoria de unos acontecimientos que el ser humano llevó a cabo sin que fuera capaz de pensarlos, por eso decimos que Auschwitz fue impensable. Pero si el ser humano hace lo que no es capaz de pensar, entones lo hecho se convierte en lo que da que pensar, en el punto de partida de un conocimiento nuevo. En eso se substancia el deber de memoria. El mensaje que esa memoria nos dirige a nosotros, generaciones posteriores a Auschwitz, es que sólo podemos evitar la repetición de la catástrofe humanitaria si re-pensamos nuestro mundo partiendo de la experiencia de la barbarie.

             Eso es a todas luces un programa muy exigente que hasta ahora no nos hemos tomado en cuenta, por eso podemos decir que la memoria de Auschwitz nos espera. Si las guerras, los genocidios, los crímenes contra la humanidad siguen, no es porque falle la memoria sino porque no queremos emprender la tarea que supone el deber de memoria.

             Quisiera detenerme un momento en la segunda parte de su formulación, es decir, en el “evitar la repetición de la barbarie” o “nunca más”, pero antes me permito un apunte sobre la primera donde se plantea el mandato de pensar de nuevo, entre otros aspectos, los pilares de la convivencia (la política y la ética). Si queremos re-pensarla política teniendo en cuenta la memoria de Auschwitz, tendríamos que revisar de entrada el pivote que la sustenta desde muy antiguo, a saber, la lógica del progreso. La catástrofe que supuso Auschwitz está muy ligada al prestigio del progreso porque uno y otro sacrifican la humanidad al objetivo de progresar y progresar. Esta relación entre progreso y catástrofe, dicho hace ochenta años, podía chocar, pero hoy no. Hoy sabemos que el progreso dejado a su aire es catastrófico. Ahí están el cambio climático, la crisis ecológica, la amenaza nuclear o la migración planetaria, fenómenos todos profundamente relacionados con esa ideología del progreso convencida de que los recursos humanos y naturales son inagotables. Habría que empezar pues revisando el lugar de honor que ocupa en nuestra cultura lo relacionado con el progreso, el desarrollismo o la aceleración constante. Y, junto a eso, revisar también el lugar que ocupa la tierra o el territorio. Carl Schmitt, el jurista de cabecera del hitlerismo, decía que la tierra era el principio de la justicia, del derecho y de la política. Y si los judíos eran tan odiosos, precisaba Hitler, era porque (hasta ese momento) habían renunciado a tener una tierra propia, una nación, un Estado. Lo cierto es que nosotros pensamos como el jurista hitleriano por eso colocamos la tierra y la sangre como las bases de la identidad nacional. Pensar finalmente Europa como un espacio transnacional o, como decía Jorge Semprún, como “espacio espiritual” y no como un mercado común o la suma de naciones. Auschwitz no rima, en definitiva, con el culto a identidades políticas forjadas sobre la sangre y la tierra.

             Pero volvamos al “nunca más”. Conviene detenerse aquí porque este aspecto es el que más se olvida cuando se recuerda el pasado. Con esa expresión se expresa el objetivo último de la memoria. Por muy raro que suene, el objetivo de la memoria no es la repetición del pasado que se recuerda sino su interrupción o, dicho de otra manera, el futuro y no el pasado. Admitamos que esta relación entre pasado y futuro no es lógica. La memoria, como las tradiciones, tiende a la repetición, a la nostalgia. El tradicionalismo, como los viejos, viven de recuerdos y lo que les gustaría que el presente fuera como el pasado, de ahí la nostalgia. Incluso la noble contribución de la memoria a la justicia (que es la substancia de las leyes de Memoria Histórica), es, en el fondo, una mirada al pasado pues esa justicia se resuelve en reparar los daños causados a las víctimas y en perseguir a los culpables. Pero de la Memoria de Auschwitz decimos que mira hacia adelante pues la vinculamos con el “nunca más”, la no-repetición o la interrupción de las lógicas que llevaron a la catástrofe. ¿Cómo explicarse ese poder no ya reparador sino innovador de la memoria?, ¿por qué es más novedosa que la misma utopía?

             La respuesta es que la memoria es una lectura moral del pasado: no una lectura indiferente o neutral o científica del pasado, sino moral. Y eso se expresa de muchas maneras. Decíamos que, para Benjamin, la memoria es como rayos ultravioletas que detectan el sufrimiento oculto y ocultado de la historia, no para levantar acta y constatar el hecho (es lo que se ha hecho hasta ahora), sino para denunciarlo. La memoria es la abogada de las víctimas porque tiene el poder de hacer presente y vigente la injusticia pasada. Y lo que esa memoria plantea es, más allá de hacer justicia, una historia sin víctimas. ¡Que la política gire, en lugar de sobre el progreso, sobre la compasión!

             Esta lectura moral no es autocomplaciente sino crítica. Un buen ejemplo de la lectura crítica es la que hacía Manuel Azaña de la Guerra Civil en aquel discurso memorable del 18 de julio de 1938, pronunciado desde este mismo Ayuntamiento de Barcelona. Era un discurso dirigido a nosotros, las generaciones futuras. Trataba de entregarnos la lección que habían aprendido los muertos de aquel conflicto, “ya sin odio ni rencor”, y que se resumía en tres palabras: “paz, piedad, perdón”. Nos recomendaba que si queríamos un nuevo tiempo (la paz) habría que construirla sobre la compasión y el perdón. El Presidente de la República bien sabía que los principales culpables eran los golpistas, pero él se sintió obligado a pedir perdón porque también lo era. Culpable por no haber sabido arreglar los conflictos sociales políticamente como es la obligación de cualquier buen gobernante.

             Un buen ejemplo de lectura no complaciente es la de Primo Levi cuando se negaba a juzgar a sus verdugos diciéndose a si mismo ¿qué habría hecho yo en su lugar?  Condenaba los hechos pero no juzgaba a sus autores. Y es que para esta memoria, más importante que la empatía con los víctimas es preguntarse por nuestras complicidades con los verdugos. Eso es lo que puede contribuir a desactivar las posibilidades de repetición de la barbarie. Para entender esto pensemos que el Holocausto no hubiera sido posible sin la complicidad de un antisemitismo generalizado que se daba en Alemania pero también en el resto de países europeos. En esa larga historia antisemita, España fue en algún momento protagonista mayor. No sólo expulsamos a los judíos en el siglo XV sino que mantuvimos vivo durante siglos el antijudaísmo incluso sin judíos. Hoy nos indigna las imágenes de Gaza destruida sin piedad, pero olvidamos nuestras Gazas: tantas aljamas de Gerona, Toledo, Palma, Segovia, Zamora que fueron saqueadas, incendiadas destruidas por nada, sin provocación alguna. Nosotros, europeos, no tenemos autoridad alguna para erigirnos en jueces de lo que está pasando en Palestina porque somos en buena medida los causantes del problema, lo que no significa que nos crucemos de brazos. Lo que podemos y debemos es ser compasivos, ponernos del lado de los que sufren, tratar de aliviar su sufrimiento, pero no empeorar las cosas con opiniones o actuaciones incendiarias. Podemos también seguir la estela de tantos israelíes como palestinos que apuestan por la convivencia (La Orquesta DIVAN de Barenboim). Y, sobretodo, lo que podemos y debemos es aplicar entre nosotros la gran enseñanza que desprende de aquella catástrofe y que Adorno resumía en una sentencia lapidaria: “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Hacer valer ese principio en la construcción de la realidad tanto en la vida diaria como en las decisiones colectivas.

             Estamos diciendo que el objetivo último de la memoria de Auschwitz es el “nunca más”. Paul Ricoeur y Hannah Arendt concretan el nexo entre memoria y nuevo tiempo proponiendo, a todos los actores que recuerdan, un tipo de acción que llaman perdón. Paul Ricoeur lo expresa sin equívocos:“el perdón es el sentido (el destino) de la memoria”. Ya sé que este término provoca salpullidos por sus connotaciones religiosas, pero nos sorprenderá la explicación racional que dan uno y otro de este provocador término. Hannah Arendt lo explica de la manera siguiente: ante la experiencia de la barbarie, la reacción moral es actuar humana y no vengativamente, es decir, actuar libremente. Un acto libre es el que se sacude cualquier determinación o encadenamiento, también al pasado, es decir, un acto libre es el que no es reacción a una acción anterior, el que rompe la cadena acción-reacción. Tomemos el caso de un crimen político o de una organización terrorista: si queremos acabar con la violencia criminal, no hay que proponer un tipo de acción que sea reacción al crimen, sino que habría que considerar al criminal como un sujeto que no sólo sabe matar sino también hacer el bien, es decir, habría que proponer un tipo de acción que activara las posibilidades buenas del criminal. El perdón consiste en darle esa segunda oportunidad para que actúe de una manera distinta; para obtenerle hay que empezar por pedir perdón, es decir, el victimario no sólo tiene que distanciarse de su acción criminal sino confiar en sus otras posibilidades. La memoria –que inspira la acción libre- es como un espejo en el que se reflejan los daños causados a las víctimas y al tiempo las posibilidades humanitarias del sujeto de la violencia.

             Para terminar volvamos al principio. Nos preguntábamos por qué nuestra memoria no es capaz de conjurar la barbarie como cabría esperar de una memoria de Auschwitz. Pues porque nuestra memoria está hecha de otra pasta. Si fuéramos consecuentes con la memoria que recordamos tendríamos que inyectar a nuestra forma de entender la convivencia (la política y la ética) una fuerte dosis de compasión; tendríamos que reconocer la autoridad del sufrimiento. No son éstos, valores que coticen al alza. Se suele decir que la primera víctima de una guerra es la verdad. Pues la primera víctima de la violencia es la compasión. Es lo que nos dice Jorge Luis Borges en un relato memorable titulado Deutsches Requiem. Narra los últimos momentos de un oficial nazi condenado a muerte. Antes de la ejecución repasa con gran frialdad su vida de la que se siente satisfecho: "El nazismo", dice Otto Dietrich zur Linde, "intrínsecamente es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo”. El se siente satisfecho de su vida porque no ha ahorrado esfuerzo en destruir al hombre viejo con sus prejuicios morales humanitarios. Sólo un borrón en su inmaculado historial, aquel momento de debilidad en el que estuvo a punto de ser compasivo con aquel anciano que respiraba bondad. Era poeta y se llamaba David Jerusalem. Era manifiestamente inocente y estuvo a punto de perdonarle (esa fue su debilidad) pero se sobrepuso a la tentación a tiempo y le mandó matar. Ahora que también él va a morir se pregunta si el bueno de Jerusalem entendió por qué le condenó a muerte. Ahora se lo explica: “si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestable zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable". Tenía que matar la compasión que empezaba a renacer en él. Un constructor del hombre nuevo, como él, no podía permitirse esa muestra de debilidad. Pero la compasión no es un gesto de debilidad como pensaba el nazi y también nosotros. Hace falta mucha fortaleza para dar el mismo valor al sufrimiento del otro que al de los nuestros. Cuando la memoria alcance ese momento compasivo, lo que ella inspire será novedad y no repetición del pasado.

Reyes Mate (Intervención en el acto “Conmemoración de la Kristallnacht” en el Ayuntamiento de Barcelona, 8 de noviembre 2023)