1. En la vega de Sanaar la humanidad dispersa tras el diluvio tomó la decisión de vivir juntos. Tenían que construir una ciudad amurallada y, en el centro, una gran torre que les hiciera memorables porque Babel, que así se llamaba el lugar, iba a servir de modelo de convivencia por los siglos venideros. Aquello fracasó porque el monolingüismo inicial se transformó en una pluralidad de lenguas que hacía imposible la empresa.
Babel ofrece a la humanidad dos modelos políticos perfectamente diferenciados: el de la polis, basado en el monolingüismo de la ciudad cerrada, por un lado, y el de la diáspora, fundado en la pluralidad y la ocupación pacífica de la tierra, por otra. La Biblia empieza a contar a partir de este momento la historia de la minoría diaspórica: la de Abraham que para ser decidió irse; la de Jacob que defendió su diferencia abrazándose al otro. Del hebreo Abraham y del israelita Jacob, dice Maurice Blanchot, nació el judío, nombre propio de la minoría que renunció a la Torre de Babel. Pero la mayoría siguió otro camino.
La historia política de la humanidad es buena prueba de que el ser humano nunca renunció a Babel. Siempre a la búsqueda de un territorio del que apropiarse para construir sobre él una gran familia, la patria, que toma la forma de reino, polis, Estado o nación. La historia de ese proceso es de un constante afinamiento hasta conseguir, como dirá Hegel y luego repetirá Fukuyama, un modelo acabado. Hegel hablará, a propósito del Estado, de “totalidad ética” y Fukuyama de “Fin de la historia”. El ser humano puede descansar tranquilo porque ha encontrado la fórmula ideal de vida política porque en el Estado los intereses de cada individuo coinciden con los de la comunidad.
2. Hay razones fundadas para pensar que estamos no ante el “fin de la historia” sino ante su final. Hay señales de agotamiento que invitan a volver al valle de Sanaar y pensarnos de nuevo las cosas.
Me voy a centrar en dos razones de peso para la revisión: una es de orden político y otra, moral. Políticamente hay que decir que la ciudad ya no resiste. Pensemos en el Estado nación, la forma más evolucionada de la polis, que ya no aguanta el envite de la emigración. Su crecimiento exponencial es imparable porque obedece fielmente a dos principios que vertebran nuestra tiempo: por un lado, un orden económico mundial que obliga a los pobres y perseguidos del mundo a ponerse en marcha; y, por otro, la autoridad del progreso que conlleva un desorden ecológico planetario que repercute, con sus guerras y sobreexplotación de materias primas, sobre todo en los más vulnerables, obligándoles a migraciones masivas que es lo que nos espera. Frente a esa dinámica, las defensas de la ciudad, cualquiera que sea su estructura, es impotente. Se impone pues pensar un tipo de espacio posnacional que considere como propio lo que hasta ahora era considerado extraño o exterior.
La razón moral viene de Auschwitz que es inexplicable sin el protagonismo de la ciudad cerrada. En ese proceso de perfeccionamiento del modelo, al que he aludido, ha jugado un papel principal la idea de la pertenencia a la polis. Uno es de un lugar y ese lugar es de los que son como uno. La expresión más común de ese sentimiento de pertenencia es el nacionalismo que lleva no sólo a diferenciarse del que es de otro lugar, sino a excluir del lugar propio al que no es como uno. Auschwitz es la prueba de que ese envite, dejado a su aire, acaba en el exterminio del otro. Auschwitz no es sólo un momento de la historia del nacionalismo sino uno de sus componentes. Si al discurso sobre Auschwitz va unido el deber de memoria, no podemos ya hablar del nacionalismo sin tener en cuenta que éste no sólo distingue y excluye, sino que puede exterminar. Porque hubo Auschwitz y porque hay emigración estamos obligados a repensar el nacionalismo.
3. La vuelta a Babel nos confirma que hay dos modelos aunque la humanidad se empeñó en reconstruir el que entonces fracasó. Para que este empeño se haya mantenido a lo largo de los siglos, ha tenido que contar con poderosas razones. Quisiera fijarme en algunas de ellas. La primera y más determinante no viene de Israel sino de Grecia. Fue Aristóteles quien la formuló al sentenciar que sólo el que vive en una polis es un ser humano, de suerte que quien viva fuera de ella (el a-polis) o es un animal o un ángel, pero no un ser humano. Esta tesis que vincula la humanidad a la pertinencia a un lugar (vincula pues la humanitas al humus), ha sido presentada históricamente bajo una forma harto equívoca, a saber, que “el hombre es por naturaleza un ser social” poniendo el acento en su socialidad entre humanos en lugar de la pertenencia a la tierra.
Pero la historia política de Occidente no engaña: ha sacralizado las figuras de la pertenencia y demonizado las de la diáspora fiel a la ecuación que identifica la humanidad con la pertenencia. Podríamos corroborar este supuesto con una doble argumentación. Recordando, en primer lugar, la primacía de la polis sobre el individuo. Por algo Hegel decía que los antiguos era “éticos” pero no “morales”: porque lo que contaba eran las normas de la polis y no la voluntad de los individuos. O la Declaration de 1789 que empezaba afirmando que todos los seres humanos nacen libre e iguales, para afirmar a continuación que sólo lo serán si quiere el Estado. Apelando, en segundo lugar, a la absolutización del interés nacional sobre los derechos y deberes naturales. Nada hay superior al interés de la comunidad que se declara titular del territorio que ocupa. Esto lleva a Carl Schmitt a definir el quehacer político como un “enfrentamiento amigo-enemigo”. Amigos son los nuestros, aquellos con los que compartimos tierra y sangre, es decir, los nacionales; enemigos son los otros. Con los amigos cabe todo, incluso esa democracia radical de la que habla Platón en el Menéxeno cuando se ufanaba de que en Atenas cualquier allí nacido podía aspirar a todos. Los nacidos en Atenas, sí; los de Esparta, no. Con los enemigos la relación lógica es la de la guerra, como dice Hegel.
Este esfuerzo incansable por reforzar la casa que habitamos ha contado con todo tipo de ayudas. Franz Rosenzweig, por ejemplo, habla de la religión, más exactamente, del cristianismo, que se ha volcado en sacralizar el poder del Estado y de la historia a costa de invisibilizar al individuo. Ahora bien, colocando la dinámica de la historia bajo un piloto automático que escapa al control del individuo, truncamos de raíz cualquier intento de salir de la polis. Carl Schmitt, por su parte, apela a la autoridad de la tierra, consideraba matriz originaria del derecho, de la política y de la justicia, es decir, de la humanización del ser humano. Pese a la distinta advocación –del cielo, en un caso, y de la tierra, en otro- tienen en común la negación del otro que en modo alguno significa la afirmación del uno pues lo que no toleran, ni el Estado hegeliano, ni el territorio schmittiano es la existencia de nada que le sea ajeno.
4. En esta tarea de conformar una polis que cobije a sus miembros, la historia de España es particularmente elocuente. Como dice Américo Castro, hay que remitirse a la Hispania musulmana habitada por tres fés o pueblos o castas diferentes que convivían ocasionalmente pero que tenían un problema de fondo: ¿cómo pueden convivir tres creencias distintas siendo así que cada una pretendía ser la única verdadera? Sólo había dos caminos: o poniendo el acento en algo común y previo a la diferencia religiosa (que es lo que se hizo en el siglo XVIII al invocar el “antes que judíos, cristianos o musulmanes somos seres humanos”) o nacionalizando la religión propia, que fue lo que se hizo. Pese a que los judíos llevaban en la península más tiempo que los cristianos y musulmanes, que llegaron siglos después, los cristianos tuvieron la habilidad de creerse ellos e imponer a los demás el discurso de que el cristianismo era español. Se sirvieron del mito de Santiago Apóstol al que, por un lado, magnificaron como “hermano del Señor” y, por otro, nacionalizaron con aquello de que evangelizó estas tierras y luego, tras su muerte, fue trasladado por unos ángeles a España. Esta nacionalización del cristianismo tuvo dos decisivas consecuencias históricas: por un lado, considerar al judaísmo y al islam como religiones extranjeras, con lo que sus creyentes perdían todo derecho sobre el territorio en el que se encontraban; y, por otro, fundir religión y política en una simbiosis –Castro habla de una theobiosis- de la que no nos hemos curado. A partir de ese momento no habrá distinción entre sagrado y profano en el sentido de que aquí hasta lo más profano será tratado religiosamente (por eso el fervor con que se acompaña la ikurriña o la estelada).
La consecuencia de esta historia para el tema que nos ocupa es una coloración específica del nacionalismo español: no sabrá afirmarse en cualquiera de sus variantes sin negar al otro y lo que haya de otro en uno. Por eso no le bastará excluir a judíos y moriscos, sino que perseguirá ferozmente lo que haya “ex illis” en uno. Se incuba así una historia de guerras civiles porque el enemigo radical no es el otro, sino lo que haya del otro en uno, por eso resulta impropio hablar de las “dos Españas” ya que el guerracivilismo está en cada una de ellas.
5. Rosenzweig establecía una elipse “von Jonien bis Jena”, desde Aristóteles, al menos, hasta Hegel, por la que ha discurrido la existencia política de Occidente. Si en todo ese proceso el Estado es el modelo ideal, es lógica la aspiración de cualquier comunidad asentada a tener un Estado propio. Pero entre los que niegan el nacionalismo porque ya son un Estado y los que lo defienden porque no lo tienen, no hay diferencia apreciable por mucho ruido que hagan estos últimos ya que el problema del nacionalismo no es el independentismo sino el juntismo; no la secesión sino la pertenencia, es decir, esta idea de que el a-polis es inhumano o que sólo el cristiano es español. Esto subyace al nacionalista español como al catalán o vasco. Lógico entonces que quienes ya lo tienen, lo defiendan negando la secesión porque eso disminuiría su tamaño; lógico también que quienes no lo tienen, aspiren a ello planteando el independentismo porque asocian a la polis la humanidad y plenitud política.
Ahora bien, aunque pesen lo suyo estos supuestos originarios –el que viene de Aristóteles y el que simbolizan los Reyes Católicos- no se puede ignorar el arreón nacionalista que tuvo lugar en el siglo XIX con el Romanticismo: nacionalismo alemán con los Herder y Fichte; nacionalismo francés con Renan; nacionalismo en España con el tradicionalismo carlista que fecundó al nacionalismo catalán y al vasco. Esa inspiración sigue animando los nacionalismos subestatales que claman por su polis, de ahí que haya que tenerlo en cuenta. Pero lo que me parece más significativo del movimiento romántico, con su reivindicación de la comunidad (y, por tanto, de la tierra, la sangre, la lengua y la religión), del sentimiento y del tiempo pasado, factores todos descuidados por la Ilustración en boga, es la reacción romántica a un intento de ruptura histórica respecto a la dinámica nacionalista que se había concentrado en el culto a la patria, al reino, al Estado o la nación. Hay dos momentos particularmente representativos de ese intento, simbolizados por Kant y Napoleón.
El filósofo de Königsberg había planteado, en La Paz Perpetua, la idea de una federación de pueblos (Völkerverein), basada en una exigencia de la razón práctica. Si lo natural o salvaje, dice él, es el estado de guerra, lo propio de un ser racional es una relación amistosa que debería concretarse en un Estado global (Völkerstaat) que ”abarcaría a todos los pueblos de la tierra”. Es un golpe mortal a la tesis aristotélica que ligaba el ser humano a pertenecer a una determinada polis. Ahora lo que exige una razón moral es algo así como la gobernanza mundial. Quizá porque esta reivindicación de la universalidad en política es una novedad histórica, podemos observar cómo cualificados comentaristas kantianos se esfuerzan en volver inocuo el planteamiento diciendo que se trata “de una liga de pueblos, no un imposible Estado de Estados” (sic Caffarena). Entienden que algo así como un Estado planetario “conduciría al despotismo absoluto” (sic Höffe). Un Estado federal, pues, y no una federación de Estados. Napoleón por su parte quiso imponer a toda Europa un código ilustrado, transnacional, pero a punto de pistola. Contra él se levantaron los damnificados por la Revolución (nobles y clero) pero también quienes defendían, con razones, un patrimonio local así como tradiciones particulares que habían sido ninguneadas por una razón ilustrada que por muy universalista que se presentara era abstracta y vacía. El resultado fue un potente movimiento cultural y político nacionalista, el Romanticismo, que prosperó como todos “los que son el resultado de una humillación colectiva”, que decía Isaiah Berlin.
Esta vigorosa reacción nacionalista a una propuesta como la kantiana, osada intelectualmente, pero modesta en términos políticos, da idea de lo arraigado que está el nacionalismo en la cultura occidental y lo difícil que es cualquier alternativa.
6. Para que ésta pueda ser tomada en consideración, es obligada la vuelta al valle de Sanaar porque el episodio de la famosa torre lo que revela es que la polis no formaba parte del paisaje, es decir, no era algo natural, sino el resultado de una decisión. Una alternativa, pues, es posible porque si una parte de la humanidad optó por construir ciudades (donde domina el monolingüismo y el amurallamiento), otra, ciertamente minoritaria, prefirió el campo abierto (abierto a la pluralidad y al vasto mundo).
La diáspora tuvo lugar. No fue sólo una hipótesis de trabajo sino un proyecto puesto en marcha ya que el pueblo judío convirtió la diáspora en su forma de existencia política durante milenios. Si hoy consideramos esa experiencia como inspiradora de un modelo político alternativo al de la polis, tendremos que analizarla en detalle. Podemos analizarlo desde fuera como podríamos hacer con el Imperio Romano. Pero la sociología del conocimiento ha elaborado un modelo apto para un fenómeno como la diáspora que es, por un lado, conscientemente marginal (pues aunque el judío viva en España o en Francia no dejará de sentirse judío y por eso no del todo español o francés) y, por otro, forzadamente marginado (el nacional lo ve como un intruso, como un cuerpo extraño, y así se lo hará sentir). Ese modelo, que Kal Mannheim o Georg Simmel dibujan bajo la figura del “forastero”, es del mayor interés pues desde la propia experiencia capta ajustadamente los límites del modelo político en el que viven (el de la pertenencia), al tiempo que hacen propuestas sobre la forma de superarles (inspiradas en la diáspora). Los testigos son de todos los colores (ortodoxos, marranos, conversos, asimilados) y todos aportan lo suyo. A modo de ejemplo me voy a fijar en algunos de ellos.
En primer lugar, Franz Rosenzweig. Pertenece a una generación que, bajo el peso de la asimilación, siente que tiene que elegir entre ser judío o ser moderno. Después de pensárselo bien decide seguir siendo judío porque esa modernidad que se presenta como universal es, de hecho, poscristiana y, por tanto, particular. Se niega a disolverse en ella porque su supuesta superioridad cultural (reconocida por un Hegel que define al Weltgeist como “germánico y cristiano”) resulta más que discutible por dos razones: ad intra, su expresión política concreta, el Estado, lejos de acoger las exigencias de un sujeto humano, las niega ya que nada hay superior al “interés general”; ad extra, su perversa utilización del principio judío de la elección. Gracias a la interpretación cristiana del mismo, que politiza un principio genuinamente espiritual al tiempo que concede al pueblo dominante en cada momento asumir la condición de pueblo elegido con todo lo que eso políticamente comporta. Frente a esa deriva Rosenzweig reivindica, por un lado, el derecho del ser humano a juzgar la historia y, por otro, entender la elección como una promesa que debe alcanzar a todo ser humano. El resultado de esta doble crítica es la desacralización del Estado.
El punto fuerte de su alternativa consiste en reconocer la importancia de los elementos identitarios (no está por el nomadismo, ni por el cosmopolitismo abstracto, al contrario, reconoce que “todo el mundo tiene su casa”), dándoles, eso sí, una significación simbólica: la tierra, la sangre, la lengua, a religión etc. son importantes, pero no en su materialidad, sino en tanto en cuanto se autotranscienden. Tomemos la tierra y la lengua ¿en qué consiste su significación simbólica? Para el judío la tierra no tiene el espesor que la da un Carl Schmitt, que la eleva a principio del derecho, de la justicia y de la política, sino que la remite a una tierra prometida. En esta tierra, que es su casa, está de paso, es extranjero, un “residente extranjero”. Dice literalmente: “al pueblo judío no le es dada la propiedad plena y entera sobre su patria, incluso aunque viva dentro de ella. El es un extranjero, un residente provisional en su propio país”.
Otro tanto cabría decir de la lengua. Rosenzweig está lejos de Heidegger (“la casa del ser”) y cerca del Derrida que reconoce que no hay lengua propia, ni natural, ni materna pues todas las lenguas son impuestas, es decir, que las hablamos porque han acallado a otras. Sólo accedemos a la lengua verdadera si escuchamos el silencio de las lenguas silenciadas. La consecuencia de esto es que las lenguas que hablamos no son sagradas. No vale la pena ni morir ni matar por ellas.
Lo que en resume nos dice Franz Rosenzweig es que los elementos identitarios son inevitables pero no tienen por qué ser excluyentes. Cabe una interpretación incluyente y ésta es simbólica: la tierra es hospitalaria si en vez de ser el lugar en el que echamos raíces es la vía a la tierra de promisión; la lengua perderá su querencia al dominio si recuerda las lenguas silenciadas; la ley será una aliada de la vida si es la vida la que la inspira y no al revés. El ser humano necesita mundo para existir ,y eso significa, por un lado, que tiene derecho a un territorio en el que habitar, pero, por otro, que ningún lugar concreto agota sus posibilidades de estar en el mundo.
Notable son igualmente las huellas que deja Simone Weil. Esta pensadora, desconcertante en muchos aspectos, hace una propuesta que da en la línea de flotación del humanismo contemporáneo. Durante la II Guerra Mundial, impedida de ir al frente, se dedica a pensar cómo organizar la convivencia en Francia de una forma nueva cuando acabe la guerra. El eje de su propuesta, que fue desoída, consistía en sustituir los Derechos Humanos por los Deberes Humanos. ¿Por qué? porque el concepto de “derecho” va ligado al poder y a la voluntad del Estado, es decir, a la posibilidad de sancionar su incumplimiento y a que el Estado los acepte. Los derechos humanos dependen demasiado de los Estados: de ellos depende que se sancione o no a quien no los cumple; más aún, de ellos depende quiénes pueden acogerse a esos derechos y quiénes no. Con un añadido más: la carta de los derechos humanos es un acuerdo entre Estados que han dejado fuera muchos aspectos que podrían ser derechos pero que al no estar incluidos, su no respecto es irrelevante.
Ante esas debilidades Simone Weil propone otro enfoque: hablar de deberes en vez de derechos. El deber de cada uno para con los demás nace de la necesidad del otro (y no de lo que digan los Estados). Y esa necesidad del otro se convierte en un deber mío por imperativo antropológico. Esa especie de solidaridad metafísica es lo que nos hace humanos. La patria consiste en la respuesta a las necesidades del otro, por eso, concluye Weil, que “los pobres son los mejores patriotas” porque tienen bien gravado en la cabeza el mapa de las necesidades. A nadie se le escapa que este desplazamiento de los derechos a los deberes afecta a las líneas maestras del humanismo vigente que todo lo fía a la decisión del Estado soberano.
Hay una tercera fuente testimonial de contornos más difusos pero rica en enseñanzas. Me refiero al marranismo, un fenómenos relacionado con los judíos españoles y portugueses que en el siglo XV y XVI tuvieron que elegir entre bautizarse para poder quedarse o mantenerse judío y tener que irse. Los que optaron por lo primero tuvieron que ser judíos por dentro y cristianos por fuera, pero al final no pudieron ser reconocidos ni cristianos por los cristianos ni judíos por los judíos. Esa experiencia de la doblez, de tener que ser lo que no parecía y de parecer lo que no se era, tuvo consecuencias históricas. Expresa, por un lado, la incompletud del sujeto moderno que, emancipado de Dios y abandonado a su suerte, tiene que convertir su vida en un proyecto. Ese estar en falta (que eso significa ser marrano) es vista por los afectados como una gran oportunidad de un despliegue creativo. Américo Castro sostiene la idea de que el Imperio español, fundado por Isabel y Fernando, fue el resultado del empuje de los hispanos-semitas que se sentían asfixiados en las fronteras peninsulares y necesitaban nuevos horizontes. Como le decía Juan de Lucena, un converso asesor de Enrique IV, “mayor riquezas serís crescer reinos que tesoros amontonar”. Además de incompletud, conciencia de extrañeza. Se sienten forastero no sólo en su propio país sino, como dice Franz Rosenzweig, en su propio pueblo, de ahí la íntima relación entre marranismo y exilio. El marrano convierte el exilio en su forma de existencia y defiende -como hará luego María Zambrano que no era judía pero si pertenecía a la minoría de Sanaar- que la verdadera patria es exilio. Un marrano bien señalado es Baruch Spinoza que fue marrano de la religión (por eso expulsado de la comunidad judía), de la razón (por eso le esquivaban teístas como Leibniz) y de la política (como bien sabía su familia). Sabía por experiencia que gente como él y los suyos estaban amenazados por gobiernos que discriminaran entre ortodoxos y herejes, entre cristianos y judíos, es decir, por gobiernos en los que la ideología jugara un papel, de ahí su propuesta de derrumbar esas barreras. En la Proposición XLVI de su Ética dice entre líneas que quien odia a alguien como él, odia al marranismo, es decir, a cualquier que busque libremente su camino. Esa crítica apunta a la sinagoga de Amsterdam pero también a cualquier polis que subordine la razón crítica sea a exigencias materiales (rasgos étnicos) o espirituales (ortodoxias).
7. Franz Rosenzweig plantea el valor simbólico de los elementos identitarios; Simone Weil, pasar de los derechos a los deberes; el marranismo, la superación de las fronteras materiales y formales; Zambrano entendía la patria como exilio… son materiales con los que empezar a dar forma una alternativa política. Jacques Derrida la imaginaba como “una democracia por venir” que no era reforma de la existente, sino una novedad porque sustituía el principio pertenencia por el de la hospitalidad. Ya en Kant aparece el derecho de todo forastero a ser recibido hospitalariamente, pero ahora se trata de otra cosa. Lo que caracteriza al huésped es que no es titular del lugar en el que se encuentra, de ahí que a lo que se opone directamente la hospitalidad es a la idea de que el lugar en que uno se encuentra es suyo. Lo contrario de la hospitalidad es la apropiación del territorio. Según ésta uno es español y no francés porque el territorio que pisa es una propiedad privada que pertenece a una comunidad que dice llamarse española. Ahora bien, si el territorio no es suyo sino de todos, no ha lugar la pertenencia. Uno puede estar en un lugar sin que sea suyo ni que él pertenezca a él. Llama la atención lo vacilante que es la filosofía con el derecho de propiedad. En Aristóteles o Santo Tomás, por ejemplo, la afirmación básica es que la tierra es de todos (derecho natural primero). Si por razones históricas se admite la propiedad privada (derecho natural segundo), siempre es con la salvaguarda de que el uso de los bienes privados es común. A pesar de la subordinación teórica de la propiedad privada al derecho radical de todo ser humano sobre la tierra, se ha impuesto por doquier la propiedad privada, empezando por la apropiación del territorio. En este caso la debilidad del derecho ha contado con el vigor de una antropología como la aristotélica que remitía la humanidad del hombre a su pertenencia a una comunidad. Ha pesado más la sangre y la tierra que la voluntad y la razón o, como Derrida dice, hemos fundado la política en el nacimiento. El caso más llamativo de esta manera de ver las cosas es el de Hannah Arendt, fustigadora del sobrepoder del Estado, capaz de dar y quitar nacionalidad (y, por tanto, del disfrute o no de los derechos ciudadanos). Pues bien, lo que ella pedía no era revisar el papel del Estado sino el reconocimiento de un “derecho a tener derechos”. Entiéndase bien, el derecho a que todo ser humano tenga siempre a mano el derecho a tener o escoger un Estado.
Esta visión de las cosas hace tan interesante la figura del franciscanismo que Giorgio Agamben reivindica en Altissima Povertà. Lo que el franciscanismo plantea no es el voto de pobreza sino la renuncia a tener derechos. El Papado no podía aceptar esa renuncia al derecho a tener derechos porque el uso de las cosas del mundo sin un derecho de propiedad asemejaría al ser humano a los animales que toman de la naturaleza lo que necesitan sin pedir permiso a nadie. Lo que humaniza es la apropiación, el título de propiedad, de ahí que la Iglesia aceptara el voto de pobreza individual sólo si la comunidad era propietaria. Nada extraño entonces que uno de aquellos franciscanos, Bonagrazia de Bergamo, reivindicara la condición animal, “la del caballo que come su avena sin que tenga propiedad sobre el grano”.
La renuncia al nacionalismo da vértigo porque el Estado nos da mucho (jubilación, escuelas, hospitales, seguridad…). No sólo hemos identificado humanidad con polis, sino que hemos asociado la eficacia al poder del Estado, como si los esfuerzos de la sociedad sólo fueran eficaces si hay un poder coordinador que emana del poder del Estado. Será por eso que el propio Agamben señala que sólo tomaremos en serio la necesidad de una alternativa cuando todas las otras formas se hayan agotado. Pero si no ha llegado el momento de ponerla en marcha, sí al menos de pensarla por tres razones: una teórica (el equívoco aristotélico); otra política (que hay emigración y crisis climática) y una tercera, moral (que hubo Auschwitz).
Reyes Mate (en Iglesia Viva. Pensamiento crítico y cristianismo, nr 300 (2024), 41-53)
Aclaración bibliográfica:
Para
ilustrar bibliográficamente las distintas tesis o citas que recorren el texto,
recomiendo consultar mi libro “Tierra de Babel. Más allá del nacionalismo”
(Trotta, 2024, Madrid) donde el lector encontrará las referencias necesarias.