4/2/15

La memoria nos prohíbe guardar silencio pero nos manda guardar al silencio

"Las grandes figuras históricas tienen que aplastar muchas flores inocentes, destruir por fuerza muchas cosas a su paso”, Hegel

"Yo estoy recogiendo flores al borde de una existencia bajo mínimos", Walter Benjamin
  
             Quiero comenzar esta intervención agradeciendo a los profesores Eduardo Fermandois y María José López la organización de este congreso. Ellos han asumido la enorme responsabilidad de convocar a la comunidad iberoamericana de filosofía a sabiendas que la escasez de medios tenían que suplirla con su inteligencia y su trabajo. En esta última sesión del IV Congreso Iberoamericano de Filosofía, bien se puede decir que ha sido un éxito, de ahí que, además de felicitarles, les reitere, a ellos y a cuantos lo han hecho posible, el más sincero agradecimiento en nombre de los participantes.

            1. En el día de ayer tuve la oportunidad de visitar el Museo de la Memoria de Santiago de Chile. Hay a la entrada unos pequeños paneles que recuerdan los países que han creado comisiones de la verdad. Son más de treinta. Este hecho avala la idea de que la memoria está en alza. Sería exagerado calificarlos como "era de la memoria" aunque sí de progresivo desprestigio del olvido. Las víctimas se han hecho visibles y eso es una novedad porque durante siglos habían sido invisibilizadas, ocultadas, olvidadas.


             La cultura occidental es una cultura de olvido y no me refiero con ello sólo al olvido del ser, desde Platón hasta Heidegger, sino al permanente intento de privar de significación a las víctimas sobre las que se ha construido la historia, un empeño en el que se han implicado todos los saberes. Hegel que es una especie de notario de lo que la conciencia occidental ha pensado y ha hecho, decía que las víctimas son unas "florecillas pisoteadas al borde del camino". Son el precio inevitable del progreso. Habría que sumar a este cruel testimonio lo que occidente ha pensado de la violencia: en la Odisea, libro fundante, las heridas de guerra son descritas con el entusiasmo de una obra de arte. Las iglesias cristianas seguían la doctrina Torquemada, el Gran Inquisidor,  que predicaba matar los cuerpos para salvar a las almas. ¿Y no decía Marx que la violencia es la partera de la historia? Mi generación hizo de esa frase consigna política. Y luego está la guerra, todas las guerras, que provocaron el entusiasmo de Max Weber, de Unamuno, de Jünger, de Teilhard de Chardin...porque era el lugar donde se ponían a prueba las más altas virtudes viriles y donde se podían desenredar los grandes conflictos sociales.

            2. Eso es lo que está cambiando. Se valora intelectual y socialmente el desocultamiento de lo ocultado y, en primer lugar, la presencia de las víctimas gracias a la memoria.

            La memoria ocupa así el centro de la escena, pero ¿de qué memoria hablamos?  Los Estados, por ejemplo, practican "políticas de la memoria" que ocultan más que recuerdan porque sólo buscan inventarse el pasado que les conviene.

            Por eso es menester poner un poco de orden en esta invocación anamnética. La memoria se dice de muchas maneras porque el pasado es un rico caladero de sentido que frecuentan todas las disciplinas: la literatura, la historia, el derecho, las artes, la teología y también la filosofía.

            La literatura, en primer lugar. No me refiero a la novela historia sino a aquella escritura cuyo "espíritu de la narración" como diría Imre Kertezt, es la memoria. Pensemos en  Cien años de soledad. Macondo que representa al Nuevo Mundo es un cúmulo de desgracias porque sus habitantes nacen apestados del mal del olvido. Los recién llegados les anuncian que para entrar en la historia hay que renunciar a la prehistoria, a su pasado, a sus raíces. Ese olvido es una enfermedad crónica, causa de sus males. La memoria que persigue el narrador se lleva mal con la del historiador, hasta el punto de que en una novela previa, Los funerales de la Mamá Grande, se descuelga con esta reflexión: “es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores”.

            Los historiadores, claro, tienen su idea de memoria:  es algo subjetivo, es decir, no-objetivo y, también, algo privado y, por tanto, no público; desde el supuesto de que la historia es ciencia o algo que se le parece, la memoria es una aproximación no-científica a los hechos.

            También la teología sabe de memoria pues no en vano su gesto fundamental es un memorial, un rito que hace presente un acontecimiento pasado (de pasión y de resurrección).

            Pero yo quisiera centrarme en idea que se hace la filosofía de la memoria porque creo que la filosofía ha sido determinante en el interés actual por la memoria. La filosofía se ocupa de la memoria desde antiguo: en Platón, la anamnesis es conocimiento; en Aristóteles, sin embargo, sentimiento. Ahora bien, si quisiéramos señalar con una pincelada la diferencia entre la memoria antigua y las nuestra, diría que durante siglos la memoria era un conocimiento a posteriori y, para nosotros, desde antesdeayer, es un conocimiento a priori. Expliquemos esto.

            En Platón la memoria es un a posteriori del conocimiento, tal y como se explica en El Menón, porque el conocimiento ya ha tenido lugar, en el lenguaje o en el mundo de las ideas,  y lo que hace la memoria es reconocerlo. La memoria es la huella que deja lo conocido para que sea ahondado y transformado en un conocimiento fundado. Gracias a la memoria lo conocido se hace presente como pregunta que busca transformar lo recibido (doxa) en conocimiento razonado (episteme).

            Hoy, sin embargo, la memoria  es un a priori. Es del orden del conocimiento y no del re-conocimiento. ¿Cómo explicarlo?  Digamos que esa memoria nace en Auschwitz. Ocurre, en efecto, que cuando las víctimas son liberadas, gritan "nunca más". Lo que han vivido no puede repetirse. La humanidad no lo soportaría. Para evitarlo ellas tienen una propuesta que choca con la opinión de todos, incluso de los Aliados que las liberan, el deber de memoria. No el plan Marschall, o la constitución democrática para Alemania o más progreso. No, memoria, el deber de recordar. ¿Por qué esa insistencia que roza el empecinamiento? Pues porque han vivido algo inimaginable, impensable. Y lo impensable ocurrió. Cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da que pensar.

            Entonces, si queremos evitar la repetición de la barbarie no hay que fiarse de los sabios, ni de los políticos, ni de los economistas. Hay que fiarse de lo que ellos han pasado. Hay que tener siempre presente lo ocurrido. En este caso la memoria es un apriori porque el punto de partida del nuevo conocimiento no es el  razonamiento sino el acontecimiento. Ese es el que da que pensar.

            El Nuevo Imperativo Categórico -que es la formulación que da Adorno del deber de memoria, sin que le falte un punto de ironía-, es un ambicioso proyecto cognitivo que propone re-pensar el concepto de realidad, de política, de ética y de estética a la luz de la barbarie para construir un mundo que no sea más de lo mismo.

            Aunque el desarrollo de ese ambicioso plan de pensamiento está fuera de mi alcance, permítaseme al menos aclarar en qué consiste la búsqueda:

            a) Re-pensar la realidad pensable es distinguir entre realidad y facticidad. La realidad es algo más que los hechos. También forma parte de ella lo que quiso ser y no llegó a serlo, lo fracasado y vencido, los sin-nombre. "Es más difícil honrar a los sin-nombre que a los famosos. A la memoria de los sin-nombre está consagrada la construcción de la historia", dejó dicho Walter Benjamin. A partir de este supuesto se abre un exigente capítulo de revisar todos los saberes que reduzcan la realidad a los hechos: la ciencia, la política, el derecho.

            b) Re-pensar la política desde el deber de memoria consiste en revisar la lógica del progreso sobre el que se ha construido y legitimado la construcción de la historia. Progreso y barbarie coinciden, decía el citado Benjamin, en el hecho de que uno y otra asumen como inevitable para la marcha de la historia el sacrificio de los más débiles. A partir de este supuesto -revisión de la lógica del progreso- lo que se abre es una revisión de los conceptos fundamentales de la política: ciudadanía, nación, estado, derechos humanos: si la ciudadanía se basa en nacer en un territorio ¿cabe un tipo de ciudadanía que supere los límites de la tierra y de la sangre?; ¿por qué el Estado-nación se erige como un poder absoluto que aplasta al individuo de dentro y desconfía del otro estado? y sobre los derechos humanos, ¡alguna vez habrá que explicar por qué es más importante tener papeles que ser humano, por qué, como decía un político español, "para cualquier Estado el emigrante sin papeles no existe"!

            c) Habrá que repensar también la ética a la luz de la experiencia de la barbarie. Dice Ernst Tugendhat que todas las éticas modernas están construidas sobre el prejuicio humanitario de la dignidad, de que todos somos iguales en dignidad. Lo que sabemos, sin embargo, es que en los campos no hubo dignidad. En Auschwitz, para sobrevivir, había que dejar la dignidad fuera. Jean Améry decía: nos salvamos los peores; no éramos solidarios, salimos sin haber aprendido nada...No es que estuvieran hechos de peor pasta que nosotros, es que, como apunta agudamente Elie Wiesel, "los santos (o los héroes) son los que mueren antes del final". Hay un umbral de sufrimiento que si se le traspasa, ya no hay dignidad, ni santidad, ni heroicidad posible. Y en los campos ese límite fue sistemáticamente  superado. Claro que hubo héroes y santos, pero eran la excepción.

            No tuvieron dignidad, pero ¿fueron inmorales? Para hacernos una idea de lo que significa un comportamiento digno en el campo, Levi recurre a la paradójica expresión de "suerte ética".  Pero la mayoría no tuvieron la suerte de encontrar un gesto humano. No fueron dignos ¿pero  fueron inmorales?

            Si les juzgáramos con los criterios de nuestra moral diríamos que eran unos seres inmorales (egoístas hasta el extremo, insolidarios, despiadados), pero eso ¿quien lo osaría? Ninguna de nosotros tiene derecho a hacerlo.

            Lo que tenemos que hacer es pensar la ética de otra manera. Ser bueno -y de eso va la ética- consiste en hacernos cargo de la inhumanidad del otro o, como diría Primo Levi, responder a la pregunta que da título a su libro de memorias: Si esto es un hombre. Sólo alcanzaremos la dignidad de ser humano si respondemos a esta pregunta que nos hace el otro: si esto es un hombre, una pregunta, la de Levi, que coincide casi literalmente con la de Antón Montesinos en La Española, hace cinco siglos. El famoso fraile dominico también se preguntaba: "estos ¿acaso no son hombres?". En Auschwitz se clausura la ética de la buena conciencia y nace la ética de la alteridad. Esa es la tarea pendiente.

            3. También hay que re-pensar la estética, tema central de nuestra mesa. Todavía resuena la pregunta provocadora de Adorno: si es posible hacer poesía después de Auschwitz, ¿cómo representar estéticamente, en efecto, el horror?

             La respuesta varía según sea nuestra actitud ante ese acontecimiento singular. Podemos, en efecto, pensar que "hubo Auschwitz" o, también, que "no hubo Auschwitz":

            a) "Hubo Auschwitz", es decir, reconocemos la existencia de víctimas. En ese caso la representación es posible e inevitable porque venimos de una cultura en la que el mal, la injusticia, no es la última palabra. No hay injusticia sin retorno, sin restablecimiento del equilibrio que el daño causa: en este caso, la representación es  inevitable porque funciona como rescate de lo dañado, de ahí la naturalidad con la que fluyen los monumentos, museos o símbolos memorísticos.

            El problema sería entonces si hay que poner límites a la representación: si todo debe ser contado, expuesto, representado o hay un límite. Es la pregunta que se hace el Premio Nobel, J.M. Coetzee se pregunta a través de su personaje Elizabeth Costelo si podemos escribir o describir el mal sin más, sin límite. O hay un límite. Se hace la pregunta al leer el relato de un tal Paul West de los ahorcamientos de aquellos militares -con Stauffenberg a la cabeza-que atentaron contra Hitler. El ahorcamiento no es una muerte limpia. West se recrea en la inmundicia. "Lo que escribimos puede ponernos en peligro...No creo que uno pueda salir intacto, como escritor, después de invocar escenas como esas...El artista no tendría que invadir las muertes ajenas". Es como si al violar una frontera, el artista, aún sin quererlo, se convirtiera en un eslabón de la cadena demoníaca que va de Hitler, al verdugo y de este, al narrador realista. No todo puede ser escrito, ni representado (¿ni conocido?).

            Habría pues que plantearse si no hay una línea roja en la representación. Y no sólo por razones estéticas (la muerte del ahorcado no es un bello espectáculo) cuanto éticas: hay un momento en el que el relato se convierte en cómplice del crimen.

            b) Pero también podemos situarnos en la perspectiva de que "no hubo Auschwitz". En ese caso la representación es imposible. No me refiero a los burdos negacionistas que niegan lo innegable. Pienso más en la distancia insalvable que se puede establecer entre el artista y el horror que hace imposible la representación. Ese abismo puede originarse por dos razones bien distintas: 

1) porque el crimen afecte a la capacidad de representación e impida tomar conciencia de lo que se ha hecho. La producción del horror conlleva la muerte de la capacidad de representación. Es lo que describe genialmente Borges en su relato "Deutsches Requiem": aquel oficial nazi mató a Jerusalem, aquel viejo poeta que era inocente, para matar la compasión que empezaba a renacer en él. No se mata impunemente. O también Dostotievski en Crimen y Castigo: "no maté a la vieja, dice Raskolnikof, me maté a mí mismo". En el crimen muere la humanidad del asesino. El criminal asesina sus sentimientos humanitarios, por eso podía leer a Rilke por la mañana, activar las cámaras de gas durante las horas de trabajo, y escuchar a Schubert por la noche. Y también la de los demás por no haber sabido impedir el horror. El desafío del artista, que es uno de nosotros, consiste en saltar sobre su sombra, en sobreponerse a esa contaminación.

2) La segunda causa de esa distancia abismal entre el artista y el acontecimiento es que el crimen es de tal magnitud que le priva de significación: convierte en insignificante lo ocurrido. El crimen contra la humanidad deshuesa a la víctima, al judío, hasta reducirle a grasa sobrante, superflua. Eso otro, privado de la condición humana, no inspira sentimientos humanitarios, su sufrimiento no dice nada, es insignificante. Los muertos no eran computables como seres humanos, no tenían significación, eran "Schmatten" (trapos) o "Figuren" (leños) como había que nombrar a los gaseados so pena de graves sanciones. In-significantes en sí y para nosotros.

            Digámoslo: no hay desaparición, no hay ausencia, porque  su hipotética presencia no llenaría ningún vacío. La desaparición digna de representación supone el reconocimiento del espesor propio de la condición humana. Como en Mcbeth, el espectro de Banquo que se aparece a su asesino, es el de un ser humano. El horror es irrepresentable no  porque el "artista" haya perdido la sensibilidad, sino porque no hay "nada representable".

            En este caso el problema no es el reconocimiento de que hay lo irrepresentable, sino cómo representar lo que se pueda sin que eso vele u oculte le irrepresentable. El problema ya no es el límite del museo, sino si no hay museo o comisión de la verdad.

            c) Por muy repugnante que nos resulte, nosotros nos encontramos más cerca de los que dicen "no hubo Auschwitz" que de los que dicen "hubo Auschwitz". Nosotros -me refiero a los filósofos- convivimos sin problemas con los desaparecidos. La desaparición no es un concepto que nos incomode. Seguimos siendo fieles a Aristóteles cuando decía que "ciencia sólo hay de los hechos". Los no-hechos, las desapariciones, carecen de significación.

            Nosotros hemos reducido los millones de muertos en las carreteras a meros accidentes porque desde la altura de nuestro saber hemos decretado que lo substantivo es el progreso y accidental, las muertes que provoca. Justificamos las víctimas como el precio del progreso. Escribimos y enseñamos, fieles a las pautas de Rawls y Habermas, que las injusticias no pesan a la hora de establecer criterios de justicia; que hay que hacer abstracción de cómo se han producido las desigualdades; que no hay que preguntarse por la riqueza de los ricos ni por la pobreza de los pobres. Creemos que podemos salvar el mundo cerrando los ojos a la realidad.

            d) Habida cuenta de la dura piel de la filosofía, conviene frecuentar las artes que, como decía Kafka, "dan la hora por adelantado". Avisan del peligro de incendio y abren caminos que la filosofía no debería ignorar.

            Las artes se han enfrentado de hecho a lo irrepresentable, sabiendo lo que es obsceno y no se puede expresar; y sabiendo lo que no se debe callar. Me remito a tres casos que sólo enumeraré sin poder analizar a fondo: el de un escultor, Eduardo Chillida; el de un arquitecto, Peter Eisemann; y el de un músico Gustav Mahler.

            Chillida trabaja con grandes bloques de hormigón o de hierro fundido que representan la facticidad, la contundencia de los hechos. Pero el artista convoca a los no-hechos bajo la forma de grandes huecos, grandes vacíos, que pasan a formar parte del volumen escultural. Su presencia altera y transforma la contundencia de lo fáctico (del hormigón o el hierro fundido) de dos maneras: primero permitiendo que gracias a esos vacíos se hagan presentes mundos extraños (como el mar en El Peine de los Vientos); y también retorciendo, doblegando la contundencia de los materiales fácticos. La memoria de lo ausente resquebraja el poder del presente y nos abre a la novedad.

            Peter Eisemann es el autor del Monumento a las víctimas del nazismo, en Berlín. Quien se adentre en el laberinto de sus bloques de hormigón, a solas consigo mismo y sus recuerdos, no saldrá entusiasmado diciendo "qué maravilla", sino cabizbajo, abrumado, como cargado de un espesor que le obliga a meditar en silencio.

            En "Das klagende Lied" (la canción del lamento), Mahler cuenta la historia de una reina que promete su mano a quien encuentre una flor roja oculta en el bosque. Dos hermanos salen en su búsqueda, siendo el menor quien la encuentra. Feliz por el hallazgo se permite una cabezadilla que resulta mortal porque el hermano mayor se acerca, le arrebata la flor, le asesina y entierra su cuerpo al pie de un árbol. Al llegar la primavera un juglar ve brillar un hueso al borde del camino que le resulta tan aparente para hacerse una flauta. La sorpresa es que cuando la acaba, el hueso  narra en música su triste historia. Corre al palacio donde se celebra la boda y los invitados pueden oir los lamentos que emite el hueso cantor.

            ¿Qué quiero decir con esto? que la música elocuente, la que traspasa las convenciones dominantes, procede de un hueso cantor que primero fue una existencia asesinada, negada. La música no viene del Olimpo sino de las ruinas de la historia. No es abstrayendo de la realidad sino escuchando el sentido de lo ocurrido como podemos redimir lo frustrado.

            4. No podemos guardar silencio ni renunciar a la representación, por eso tiene que haber museos. Pero sabiendo que el horror tiene un punto irrepresentable, desaparecido. Y ese es el gran desafío: hacer elocuente al silencio; que la palabra o la imagen se ponga al servicio del silencio y de lo irrepresentable. Que no lo sustituya, ni anule; que no nos consuele ni satisfaga, sino que incordie y desasosiegue. La memoria de las víctimas nos prohíbe guardar  silencio, pero la hondura de su sufrimiento nos manda guardar al silencio.

            La representación es una forma modesta de justicia. Modesta porque la justicia que proporciona consiste en mantener viva la injusticia. Modesta, pero imprescindible, porque sin esa memoria no hay justicia que valga.
  

Reyes Mate (Mesa Plenaria en el IV Congreso Iberoamericano de Filosofía,  Santiago de Chile, 9 de noviembre 2012)