25/1/16

La memoria de los nietos

            Los padres fueron protagonistas, por eso sabían. Los hijos supieron y callaron. Los nietos quieren saber, por eso se dice de ellos que son la generación de la memoria. Así ha ocurrido en las grandes catástrofes,  como la que representó la barbare nazi, y así debería haber sido con la Guerra Civil española. Pero no parece que la generación española de los nietos siga esas pautas. Declaraciones como las de Bertín Osborne, pidiendo que se deje de hablar de lo que ocurrió entonces -y lo dice él "con siete tíos abuelos asesinados en Paracuellos"- o las de Albert Rivera ninguneando la memoria histórica, podrían indicar que aquí los nietos prefieren pasar página.

            Pero antes de hacerlo convendría detenerse un momento. Es de agradecer que un nieto de víctimas declare que ha perdonado y olvidado. Pero tanto la generación de sus padres como la de los abuelos ha podido identificar a los muertos y honrarles. Han recibido algún tipo de reparación y habría que ver qué tipo de justicia se ha aplicado a los asesinos. Han podido pues hacer duelo.  Los "paseados", de los que se ha hecho cargo la memoria histórica -más de 100.000, no lo olvidemos- yacen en cunetas y descampados. Lo que piden sus deudos es identificarles y honrarles. El no puede negar a los otros lo que tan cumplidamente ha tenido con los suyos.


            Resulta desconcertante tanta crispación con la memoria histórica porque, contra lo que piensan sus críticos, no es la política lo que la mueve sino la verdad y la moralidad. La memoria, en efecto, es un viaje al pasado. En eso coincide con la historia, pero a diferencia de ésta la memoria se adentra en zonas a las que la historia no llega. Un deportado de Auschwitz,  Zalmen Gradowski, autor de un conmovedor diario titulado En el corazón del infierno (Anthropos, 2009), consciente de que no sobreviviría porque trabajaba en un horno crematorio y de allí no se salía vivo, escondió entre las piedras unos papeles para revelarnos un secreto que sólo gente como él conocía: "los historiadores, dejó escrito, podrán contar cómo morimos pero no cómo vivíamos". Eso es lo que él quería contarnos, la infinita angustia de ser testigo de aquel horror. La mirada de las víctimas nos hace ver las cosas de otra manera. Los filósofos decimos que la historia se ocupa de hechos, de lo que ocurrió, pero la memoria de los no-hechos, es decir, de lo que no ocurrió porque fue brutalmente impedido. Pensemos en tantos sueños frustrados, en tantos proyectos fracasados, no porque fueran malos sino abortados por la violencia de una fuerza mayor. La memoria se nutre de la mirada de las víctimas y como gracias a ésta se enriquece el conocimiento de la realidad, deberíamos interesarnos todos por la memoria histórica. Sólo tomamos conciencia de lo que podemos llegar a ser, oyendo el sinsentido de cada cuerpo asesinado. Esa lección de realismo sólo nos la da la memoria por eso es una escuela de verdad.

            Un ejercicio, pues, de verdad, pero también de moralidad porque la memoria es una lectura moral del pasado. La historia quiere conocer lo que ocurrió. El historiador no quiere constituirse en juez. La memoria, por el contrario, sí incluye esa preocupación moral. El nieto que pregunta por el pasado quiere saber lo que hizo el abuelo o lo que le hicieron impulsado por un afán de justicia. Los nietos alemanes, conscientes de lo que hicieron los abuelos, asumen la responsabilidad histórica derivada de aquellos hechos, por eso siguen pagando todavía hoy a muchas víctimas en reparación por los daños causados. Pero los nietos también tienen la obligación de preguntarse por los daños causados a los abuelos. Y no les mueve en esto el resentimiento sino la justicia o, más exactamente, esa forma modesta pero fundamental de justicia que consiste en que se reconozca la injusticia causada, que su muerte fue un crimen, que eran inocentes. Una forma de justicia que es compasión y que se expresa en algo tan elemental como una piedra  que le nombre, un lugar que le recuerde y, de paso, que no lleve la plaza en la que vive el nombre del asesino (y eso vale para el País Vasco y para cualquier otro lugar de España).

            No se entiende por eso el cantinfleo de Albert Rivera cuando primero trata la memoria histórica como un cuento del abuelo y luego rectifica, por mor de los votos, diciendo que, bueno, vale, si la memoria no sale del ámbito privado y todo se resuelve identificando los restos y dándoles una sepultura digna. No entiende que la memoria, al traer el pasado al presente, nos obliga a revisar valores, leyes o instituciones. No es pues algo privado. Un político debe entender que hay una relación entre la justicia para los vivos y la justicia a los muertos.

            Lo peor que le puede ocurrir a la memoria histórica es politizarla. Y eso ocurre cuando damos más importancia al castigo del victimario que a la justicia de la víctima o cuando primamos la ideología de la víctima sobre el hecho de ser víctima, es decir, sobre el hecho de haber sido objeto de una violencia inmerecida e injustificable. Si dejamos fuera la instrumentalización política, lo que queda de la memoria es una llamada a la verdad y a la ética, algo que a todos debería interesar. La memoria histórica sí merece un pacto de Estado.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 5 de diciembre 2015)