1/2/16

Un tal Jesús

            Vuelvo de Jerusalén en vísperas de Navidad. Nos han convocado para dialogar sobre la convivencia  en una tierra como Palestina donde las grandes religiones monoteístas -el judaísmo, el cristianismo y el islam- no han sabido vivir en paz. Un palestino explicaba que cualquier arreglo político pasaba por recuperar su casa, una casa que hace mucho tiempo fue destruida. Para ellos no hay más patria que el hogar, de ahí que siempre se sentirán refugiados mientras no recuperen lo que ya es irrecuperable. De nada valdrían unas conversaciones sobre la paz si no se pone como premisa del diálogo la casa... que ya no existe. Despojados pues de toda esperanza, sólo les cabe enfrentarse a la desesperada contra quienes consideran sus enemigos irreconciliables.

             Los representantes judíos exponían con dolor el proceso de radicalización imparable de sus propios correligionarios. Los gobiernos israelíes dependen del apoyo de los grupos ultraortodoxos y éstos cada vez son más intransigentes con propios y extraños. La causa de esa carrera hacia el abismo la veían estos analistas políticos  en algo tan espiritual como la ley que, para un judío, es algo muy serio. Decía el gran pensador judío ilustrado, Moses Mendelssohn que lo único revelado de la Biblia es la ley mosaica, esto es, las normas que regulan la vida personal y colectiva de los judíos. Cualquier otra afirmación bíblica sobre el origen del mundo o sobre la historia de la humanidad sólo vale, decía, en tanto en cuanto sea compatible con la razón. Por eso en todas las sinagogas se guarda con veneración el rollo de la ley dentro de una urna depositada en el lugar más noble.


            El carácter sagrado de la ley mosaica explica en buena parte la espiral de violencia que vive la región. Si es revelada, el judío piadoso se siente obligado a estudiarla  con sumo cuidado para captar el mensaje que esconde. Pero como ese último sentido es inalcanzable, resultará que por mucho que uno afine en su observancia e interpretación, siempre habrá otro más exigente y más radical que impondrá nuevas condiciones al gobierno que quiera contar con él. Esto explicaría la imparable radicalización política de grupos religiosos. Si los pioneros sionistas plantearon ocupar militarmente Palestina porque era su tierra prometida, los últimos ultraortodoxos ya hablan de expulsar de la misma tierra a los malos judíos...o ¡irse ellos¡. Sí, los hay que a la vista de la secularización en la sociedad israelí, se plantean, mientras llega el Mesías, volverse a la aldea ucraniana o bucovina donde nació el santón  que les inspira.

            ¿Y los cristianos? En Jerusalén, la presencia de lo cristiano es lo menos visible. Los musulmanes tienen el barrio árabe antiguo y, sobre todo, la explanada de las mezquitas, que dan fe de la presencia milenaria del islam. Los judíos disponen del muro de las lamentaciones y del paraguas que supone el Estado de Israel. El Santo Sepulcro es el lugar cristiano más emblemático. Testigo de peleas entre ortodoxos, coptos y cristianos, no es precisamente un monumento del que enorgullecerse. Y, sin embargo, los cristianos son los seguidores del judío más lúcido -un tal Jesús- que haya dado ese pueblo. No me refiero ahora a si era el Mesías que esperaban los judíos o si es el hijo de Dios que dicen los cristianos, sino a que desacralizó la ley revelada. Consciente de lo que significaba para su pueblo, procede a una voladura controlada al decir "no he venido a abolirla, sino a darla cumplimiento" (Mt, 5, 17). Y cumplirla, en el sentido de llevarla a su perfección o acabamiento, significa desplazar el centro de gravedad: del culto a Dios al servicio del hombre. Había que tener valor y visión de futuro para plantarse en medio del pueblo judío, que era el suyo,  y predicar la subordinación de la ley a la compasión. Cuando le critican por curar en sábado, el día de descanso en el que la ley no permitía ninguna actividad, Jesús les responde que el sábado "ha sido hecho por amor al ser humano y no al ser humano por amor al sábado" (Mc, 2, 27).

            Esta sustitución de la autoridad de la ley por la poética de la compasión, tan ausente hoy de la tierra en la que fue anunciada, podría ser la forma de superar el fanatismo de los unos y el radicalismo de los otros. Es verdad que en el conflicto de Oriente Medio pesan mucho el petróleo y la geopolítica, pero también los monoteísmos. Desde el momento que cada una de las tres grandes religiones se presenta ante las demás como la única verdadera, el peligro de la guerra está servido. La genialidad del rabí de Nazareth es haber captado que la grandeza de una religión no se mide por el poder atribuido al respectivo Dios sino por el compromiso con el sufrimiento de los  menos poderosos. De hospitalidad y compasión hablan las tres religiones, pero sólo Jesús se arriesga a decir que "quien ama a su prójimo ha cumplido plenamente la ley" (Rm, 12, 5).

            Para los religiosos de entonces el mensaje resultaba duro de digerir y para los políticos de todos los tiempos, una idea poco recomendable. Ni siquiera en la historia occidental, tan influida por el cristianismo, la compasión ha pintado mucho, por eso hay que reconocer la genialidad de quien vertió el poder de las religiones en el molde de la fraternidad.


Reyes Mate (El Norte de Castilla, 2 de enero 2016)