La humanidad siempre ha tenido miedo
al final de los tiempos porque le asocia a la venida del Anticristo. Esa misma
humanidad depositaba sus esperanzas en el progreso que es el desarrollo de un
tiempo sin fin. Todo eso ha cambiado en los últimos años. Ahora el miedo es a
que esto no tenga fin. Recordemos, por ejemplo, que cuando llegó la crisis a
Europa, en el 2008, un Comisario Europeo, Joaquín Almunia, pensó que la
respuesta a la crisis que se avecinaba suponía refundar el capitalismo. Hoy,
con el campo de batalla sembrado de gente empobrecida y fragilizada, lo que ese
tipo de políticos desea es que vuelvan los viejos buenos tiempos. Nada ha
cambiado en la teoría y tampoco en las reglas de juego. Lo más llamativo de los
últimos años -fuera del singular libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI- es un panfleto, Indignaos, escrito por un señor de 90 años. Seguimos pensando
igual.
Ante una situación así se entiende
que la esperanza de los desesperados consista en que esto cambie. El cambio en
cuestión es, ante todo, mental. Políticos y pensadores venden que esto poco a
poco mejorará porque la historia siempre ha sabido superar los retos que se la
ponían delante. Es el mito del progreso que ha animado todo el siglo XX. Por
supuesto que ha habido avances. No es lo mismo padecer a un sacamuelas que
visitar una clínica. El problema no es el bendito progreso sino la ideología en
que se nos presenta: el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura. Ese mito está
agotado. Ya no aceptamos que las victimas sobre las que camina, tengan que ser
el precio del bienestar de otros o de generaciones futuras. Tampoco dispone el
progreso de un tiempo inagotable pues los recursos del planeta son limitados y
esto puede colapsar. Se ha disuelto finalmente la relación entre progreso y
futuro, es decir, no está garantizado que el mundo de nuestros hijos y nietos
sea mejor que el nuestro. Los jóvenes han descubierto que ahora el progreso es
más de lo mismo, una pesadilla que uno se sacude interrumpiendo el sueño.
El cambio material que esperan los
desesperados supone una cierta ruptura cultural, una interrupción de nuestras
convicciones. En esto el siglo XXI es radicalmente diferente del siglo XIX y
del XX. Para estos el santo y seña del cambio -la Revolución- estaba asociada a
la idea de aceleración, de recuperación del tiempo perdido ("Sóviets y
electrificación” decía Lenin para definir la revolución rusa). Hoy, por el
contrario, la revolución debería asociarse al freno de emergencia. Las prisas
matan. El tren del progreso ha adquirido tal velocidad que ya no hay conductor
humano que lo controle. Va a su aire confundiendo aceleración con felicidad.
Los biólogos sintéticos de Silicon Valley prometen un conductor transhumano
capaz de hacerse con los mandos pero no sabemos si llegará a tiempo.
Mejor haremos en escuchar a los
físicos atómicos de la Universidad de Chicago que nos alertan de que “el reloj
del apocalipsis” se encuentra a dos minutos de la catástrofe final. Este reloj,
puesto en marcha en 1947 tras las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, calibra
los riesgos de destrucción del planeta. Entonces marcaba las 23.53. Todavía hay
tiempo.