No corren buenos tiempos para la
justicia. La opinión pública se indigna con las últimas sentencias de los
jueces, al tiempo que éstos denuncian injerencias del gobierno en sus
decisiones. Sabemos que sin justicia no hay democracia, pero también que el
poder, ya sea el político o el económico, lucha a muerte para ponerla a su
servicio. Es una vieja historia. La humanidad ha intentado sin éxito todo tipo
de soluciones, tal y como ponen de manifiesto las representaciones de la
justicia, pero no parece que hayamos avanzado mucho.
En las primeras imágenes de Egipto,
Grecia y Roma, aparece la justicia con los ojos bien abiertos dando a entender
que tiene que verlo todo, incluso las intenciones más recónditas de cada cual. Fueron
siglos de confianza ciega en la justicia hasta que se dieron cuenta de que ésta veía a medias. Como sólo tenía ojos para
determinados intereses, mejor vendarla para dejar claro que no se enteraba de nada.
Hay un grabado de Durero, ilustrando el libro La nave de los necios de Sebastián Brant (1494) donde aparece alguien,
precisamente un loco, poniendo por primera vez la venda a la justicia para
denunciar un tiempo poblado de picapleitos que colapsaban la justicia; también de
jueces corruptos, abogados incompetentes y juristas que habían convertido la
justicia en un zoco. Dice José María González, autor de un libro imprescindible
sobre estos temas, La mirada de la
justicia (Visor 2016), que esta obra fue el primer superventas de Europa.
Pero la justicia no se podía dejar
en manos de los locos así que los más sensatos pensaron que la venda debía
cambiar de significado y pasar a ser símbolo de la imparcialidad. Aparecen
entonces en los palacios de justicia esa imagen conocida de una bella señora
con los ojos vendados, sosteniendo con una mano la balanza y empuñando con la
otra la espada que representa la fuerza dispuesta a defender la independencia
del juez. El cambio de imagen no sirvió de mucho porque, como decía Mandeville,
el autor de La fábula de las abejas,
1705, (cuyo subtítulo es “vicios privados, virtudes públicas”) la justicia
aunque ciega, no carece de tacto y, si se la unta de oro, se inclina a voluntad
del pagador.
A esas alturas de los tiempos, ni
con venda ni sin ella. Hay grabados de la época barroca que representan a la
justicia con una gasa transparente de suerte que vea lo suficiente para
enterarse de lo que pasa pero no tanto que la visión la impida ser imparcial.
No debió de funcionar porque enseguida aparecieron imágenes de la justicia tuerta
o disfrazada de prostituta ofreciéndose descaradamente al mejor postor.
Saavedra Fajardo, autor de Empresas Políticas,1640, un libro para
educación de príncipes, expone la idea de que las salas de justicia tienen que
tener una mirilla discreta desde la que el soberano pueda vigilar si los jueves
imparten justicia en su nombre, es decir, a su servicio o no. España que por su
cultura católica apenas si ha sacado a la justicia de las iglesias, da en el
clavo al colocar la justicia a los pies del poder. Hay que reconocer que se ha
intentado de todo. Los revolucionarios franceses, hijos del siglo de las luces,
no quería justicias ciegas sino guiadas por la luz de los nuevos tiempos. Los
alemanes, sin embargo, preferían una alianza entre la justicia ciega y el ojo
solar de la ley que todo lo ilumina.
La autoridad de la justicia es
indiscutible. Sin ella no hay sociedad que se sostenga, pero le cuesta ser
independiente, imparcial, haciéndose cargo por igual de todas las injusticias.
El peligro viene de los que quebrantan la ley y también de los que la
administran. Revisando las representaciones de la justicia a lo largo de los
siglos llega uno a la conclusión de que la relación entre justicia y poder se
parece a la que hay entre policías y ladrones. Los malos siempre están por
delante. Si dibujas a la justicia con los ojos abiertos para que vea bien las
injusticias, los malos consiguen que sólo mire sus intereses; si la pones la
venda para que sea imparcial, ellos consiguen que la venda sirva para no
enterarse de nada.
Y en esas estamos. Hace unos días el
humorista Buenafuente entrevistó en su programa a la justicia. Esta venía de
blanco riguroso, con la balanza en una mano y una copa en la otra. “¿Está Vd.
ciega?”, le preguntó él; y ella: “sólo cuando bebo”. Y confesó que se había
puesto ciega, bebiendo, cuando dictó sentencia en el caso de Urdangarín. El
humor ácido está inundando estos días el mundo telemático con mensajes como “la
justicia es igual para todos, las sentencias, no” (El Roto) o “la justicia es
como las serpientes…sólo muerde a los descalzos” (Eduardo Galeano).
La crítica, aunque sea ácida,
siempre es bienvenida, pero cuando es expresión de impotencia, debe dar que
pensar. Entristece oír a los políticos decir que “respetan a los jueces y
acatan las sentencias”. Acatarán las sentencias pero no respetan a los jueces
cuando minan su autonomía con órdenes, amenazas, nombramientos o destituciones
injustificables. De nuevo, la vieja imagen de la espada colocada en un plato de
la balanza para vencerla en un determinado sentido en vez de defender con ella la
imparcialidad.
Reyes Mate (El
Norte de Castilla,
4 de marzo 2017)