27/7/17

El motín de la anécdota (Epílogo al texto Famélica de Juan Mayorga)

1. El fragmento no es el discurso. Tampoco es una parte del mismo porque, como decían los antiguos, "pars et totum quemadmodum sunt idem", y el fragmento está en guerra contra el todo. El fragmento se opone al discurso de la misma manera que los significantes se oponen  al conocimiento que de ellos se tiene, conscientes como son de que significan mucho más que lo que ese conocimiento alcanza. Fragmento y discurso o verdad y conocimiento son formas de expresar dos representaciones de la realidad que no son complementarias sino rivales.

            El discurso se mueve como un sultán en su harem (1) imponiendo el nombre a voluntad y nombrando a las mujeres que lo habitan como si fueran cosas. El discurso tiene la pretensión de dar sentido a lo que hay, de crear hermenéuticamente lo que narra, imitando a la palabra divina que con su poder creó el mundo.

            Pero los significados se rebelan, abandonan el orden establecido y se juntan arbitrariamente con otros significados rebeldes en una infinita tarea de collage. Collage de los fragmentos y sentido del discurso se repelen sin concesiones. El discurso, que es la herencia ilustrada más señalada, no puede soportar que la realidad tenga voz propia y que escape así al control de la autonomía del sujeto. Si Marx nombró a Prometeo santo patrón del discurso porque se rebeló contra los dioses en nombre de la soberanía del ser humano, bien podemos nosotros elevar a la categoría de patrón terrestre del fragmento al Charlot de los Tiempos Modernos (2). Me refiero a ese momento en el que, tras salir del psiquiátrico al que fue ingresado tras los trastornos causados por las exigencias de la cadena de producción de la fábrica, se encuentra con un trapo rojo que han tirado al suelo unos manifestantes en su huída precipitada. Lo recoge con toda amabilidad para dárselo a quien lo ha tirado pero con tan mala suerte que el gesto de devolver un trapo se convierte en una señal revolucionaria que altera toda la realidad ya que devuelve la estima revolucionaria a los manifestantes anarquistas que huían en desbandada, moviliza a la policía que va tras él para castigar el gesto subversivo, mientras que el espectador ríe en su butaca por la súbita y novedosa transformación de la realidad. Llamamos fragmento al gesto ingenuo y bienintencionado de Charlot que al producirse en el collage de circunstancias que representan los manifestantes y anarquistas, le transforman en un gesto revolucionario, para unos, subversivo, para otros y, cómico para el espectador. El gesto vulgar de recoger un trapo se convierte en un milagro interpretativo.

            Famélica, la obra de Juan Mayorga, pide ser leída en clave de fragmento y no de discurso. Uno sale del espectáculo descolocado preguntándose qué nos ha querido decir. Buscamos una tesis, una idea central, un sentido y lo que nos viene a la memoria son fragmentos que el dramaturgo ha ido desplegando en un delirante collage para que el espectador los metabolice como buenamente pueda. No es aconsejable precipitarse ni buscar un sentido integrador. Hay que seguir el rastro de lo que Walter Benjamin llama "el motín de la anécdota".

2. Cuenta el autor que la idea de Famélica le vino al observar la salida del trabajo de una gran empresa. Los empleados salían despavoridos, como huyendo de una maldición. Dedujo que no eran felices en sus puestos de trabajo y se preguntó qué pasaría si lo fueran. Ideó entonces una trama que cuentan con distintos momentos o fragmentos: la creación de una célula comunista dentro del sistema capitalista dedicada a cultivar la pasión más oculta y, de esta forma, "construir una comunidad que anticipe la forma de la humanidad liberada". Para que el experimento tuviera más autoridad convocó los espíritus de maestros rojos tan solventes como Gramsci, Berlinguer, Togliati y Luxenburg. El experimento chocó con conocidas dificultades tales como la disminución de la productividad, lo que podía llevar al colapso del sistema, y la aparición de rivales históricos, como los anarquistas, que siempre tienen una propuesta más atractiva que la comunista. Pero el experimento se las va de las manos cuando, forzando las cosas, llevan el principio de la representación a su lógica más extrema. Las grandes corporaciones yo no tienen, en efecto, un amo que las pastoree  sino alguien que las representa. No se espera de él que dirija la empresa -para eso están los directivos y técnicos- sino que la vista bien: que tenga un buen apellido, una buena planta y buenas relaciones. Pasa lo mismo en política. Un célebre político argentino  decía que su gesto político más decisivo cada día consistía en elegir bien la corbata. Lo  decisivo de un político es "el perfil" que rima con forma y no con fondo. Todo esto se lo saben los que urden el "inverosímil" experimento de Famélica. Si todo en la empresa es representación, se dicen, por qué no convertir el trabajo en teatro. Y, ya puestos, ¿por qué no poner al frente de la empresa a una actriz, aunque sea mala? Al fin y al cabo va  a cometer las mismas arbitrariedades que los demás, esos del apellido ilustre y de los buenos contactos, al grito demagógico, eso sí,  de "regeneración, regeneración, regeneración". Una actriz, otrora cómplice, llegará a lo más alto, pero mandándoles a trabajar, acabando así con el experimento de liberación, mientras asegura desde la dirección el sacrosanto principio de que la representación es lo único que no se toca.

3. ¿Un teatro político?
El espectador sale de la obra sonriendo porque es consciente del enredo. También ha sonreído durante la función cuando, con la complicidad de los actores, ha descubierto una cierta intencionalidad política cargada de actualidad: "¿Podemos tener propiedades privadas en casa? ¿Podemos...? ¿Podemos...?" ¿Una obra política? No le tiene miedo Mayorga a la palabra de la que huyen los que triunfan por lo que tiene de divisoria: "sí, mi teatro es político", dice sin titubeos,  y lo es ya que  todo teatro, el suyo también,  "se hace en asamblea, su autoría es colectiva y porque es el arte de la crítica y de la utopía" (Mayorga, 2016, 93).

            El que "se haga en asamblea" no significa que el autor busque el consenso entre los espectadores y menos aún que trate de convencerles con una tesis determinada. Es más bien lo contrario. El teatro convoca pero para enfrentar, por algo se dice de él que es "el arte del conflicto". Para empezar, conflicto entre los actores y el resto de la asamblea teatral. Y Mayorga cita a Thomas Stockmann, el protagonista de la obra de Ibsen Un enemigo del pueblo, que consigue no sólo enemistarse con el pueblo sino hasta con el público. Conflicto también con cada espectador. Al dramaturgo le encantaría seducir al espectador, ganarle para el teatro, pero no alagando sus pasiones sino trastornándole. Que saliera dudando de sus convicciones porque ha descubierto nuevas posibilidades. Conflicto del espectador consigo mismo por eso a Mayorga le encantaría que el espectador que acude a su teatro no supiera volver a casa porque entretanto se le ha alterado el sentido de la orientación (Mayorga, 2016, 422). De esta singular pelea; de la obra con cada espectador ha de salir éste como Jacob tras su suelo con el ángel, esto es, tocado, cojeando.

            Si "en el escenario la palabra sólo puede ser agónica, palabra de combate" (Mayorga, 2016, 92) que divide y enfrenta, el teatro no puede convocar para hacer público, es decir, para limar las diferencias de los espectadores y convertirles en un cuerpo uniforme o en una asamblea popular. Acecha el peligro de convertir al espectador en público, de la misma manera que prospera la transformación del ciudadano en súbdito. Son dos versiones del mismo fenómeno. Por algo Silvio Berlusconi proclamó tras su primer gran éxito electoral  "¡me ha elegido mi público¡". Si el teatro es político no es por su capacidad de agregación sino de desagregación; no porque confirme convenciones tribales sino porque las disuelve, dejando a cada espectador a solas consigo mismo.  No es tarea fácil y el sólo hecho de pretenderlo supone  hacer teatro" para un espectador que todavía no existe", reconoce el dramaturgo.

            Jacques Rancière plantea la dimensión política del teatro con la fórmula "partage du sensible" dando a entender que el teatro invita o incita a los espectadores a ocupar el espacio vital reservado hasta ahora a las élites (3). Lo sensible o vital, en cualquiera de sus aspectos (el del conocimiento o el del poder) ha sido administrado por unos pocos  llamados a esa tarea antaño por la cuna y hogaño por la profesionalidad. El teatro invita al espectador a ocupar ese espacio, por eso Ranciére recuerda al Aristóteles que plantea la selección aleatoria de los políticos. Nada expresa mejor la idea de que la política es democrática que una propuesta cuyo supuesto de base es que cualquiera puede cumplir con el encargo de dirigirla, esto es, de representarla. El teatro es político en tanto en cuenta anima a la responsabilidad por la cosa pública.

            La expresión francesa "partage du sensible" que utiliza Rancière para definir lo político del teatro, podría traducirse, en el lenguaje de Mayorga, por  "extender lo visible" entendiendo por tal "extender la sensibilidad, la memoria del espectador. Mostrarle que algo es distinto de lo que parece, que algo podría ser distinto de como es, que algo pudo ser distinto de cómo fue. Darle a ver el orden dominante, los sentidos de la realidad construidos por el poder, las ficciones del poder. Darle medios -antes que nada, palabra- para crear sus propias ficciones. Hasta hacer de él un crítico" (Mayorga, 2016, 94). Si la expresión francesa acentúa el secuestro de la representación política, la de Mayorga, en la riqueza de los contenidos de lo político que trasciende los de cualquier agenda política.

            Lo político en el arte no lo da pues el tema sino la capacidad que tenga la obra de cuartear las seguridades del espectador y  de abrirle nuevos mundos. No es político porque hable de la guerra civil española,  de la revolución soviética o francesa, sino porque nos hace descubrir al bourgeois que se esconde y traiciona al citoyen o bien es capaz de descifrar la miseria o grandeza camuflada bajo el disfraz del Kamarade. Tampoco es político por hacer pedagogía o contribuir a la toma de conciencia de la explotación del pueblo, por ejemplo. "El teatro no debe aspirar a convencer a nadie de nada" (Mayorga, 2016, 95).  Didi Hubermann distingue oportunamente entre "tomar partido" y "tomar posición"  (Truong, 2015, 127). Toma partido un teatro politizado que sacrifica el teatro a la política. Tomar posición, por el contrario, consiste en resignificar un momento vital teniendo en cuenta los movimientos contiguos con los que ese momento conforma una constelación. El pone como ejemplo el ya citado gesto de Charlot recogiendo del suelo un trapo rojo que las circunstancias transforman en bandera revolucionaria, para unos; subversiva, para otros, sin que falten los que le toman por cómico. En Famélica esa resignificación se refiere al experimento de liberación dentro de la empresa que fracasa cuando se enfrenta a otro experimento rival que pone al descubierto la lógica teatral o representativa de todo el sistema. No triunfa el experimento de Antonio, Palmiro y Enrico porque si el sistema político o económico es teatral, triunfará quien le lleve "a sus últimas consecuencias" y eso lo hace mejor Rosa que sólo es actriz y no sabe nada de política ni de economía. El invento de los conjurados comunistas fracasa por no ser del todo consecuente. Si lo decisivo, como dice la triunfante Rosa, es "dominar los procedimientos", sobran los libros. Con razón confiesa Fidel Castro que él no pudo pasar de la página 30 de El Capital de Marx, y ahí sigue hasta que muera. Fracasa también porque la felicidad no se resuelve con la mera lógica representativa, ni la infelicidad se disuelve con un buen papel. Todo hace presumir, en efecto, que cuando caiga el telón, los trabajadores de la empresa, dirigida ahora por una pura actriz, saldrán de la fábrica despavoridos, como los trabajadores que inspiraron la obra.

            Ahora bien, por muy central que sea lo político en el teatro de Mayorga -y en Famélica lo es de alguna manera  más porque el tema es social- lo que no podemos perder de vista es que el teatro es, como todo arte, una experiencia estética o, en el lenguaje de Aristóteles, poética. La obra teatral pone en juego "junto a razones, emociones, temores, sueños, espacios, tiempos  y cuerpos" que piden ser elaborados por todos los convocados por la función teatral para que salgan de allí cambiados, incluso desorientados. Es mucho pedir que un par de horas de función den para tanto. Nunca ha sido fácil transformar acontecimientos en experiencia y menos en estos tiempos tan acelerados, ricos en  sensaciones que no dejan señal porque nos resbalan. Pero Juan Mayorga sabe muy bien, por la literatura de los campos, que el tiempo de la experiencia no coincide necesariamente con el cronológico; que se pueden vivir los horrores del infierno en un instante: "yo", dice el superviviente Imre Kertesz, " los viví en media hora" (Mate, 2013, 215). Y, sin ir tan lejos, ahí tenemos a Don Quijote que sale de la cueva de Montesinos pensando haber vivido días y noches cuando, como bien le informa Sancho, sólo ha consumido poco más de una hora de reloj, el tiempo de una función teatral. Y ante el asombro de Don Quijote, convencido de que "allá me anocheció y amaneció y tornó a anochecer y amanecer tres veces, de modo que según mi cuenta he estado tres días en aquellas partes remotas y escondidas a la vista" (II, 23), Sancho saca la conclusión de que "quizá lo que a nosotros nos parece una hora debe de parecer allá tres días con sus noches". El genio del dramaturgo se la juega en conseguir que quien viene al teatro haga una experiencia y para eso tiene que ser capaz de convertir el escenario en una cueva de Montesinos.

            Asunto difícil pero que debe intentarse so pena de deslizarse por la alternativa peligrosa del shock. Si la experiencia se caracteriza por interrumpir la lógica de la vida cotidiana, que tiende a la repetición y a la secuencialidad (todo lo que ocurre es remisible a las causas que preceden por eso todo es previsible), llenando ese vacío de novedad, lo propio del shock es reducir los acontecimientos a golpes que impactan pero que no rompen sino que refuerzan la lógica dominante. Cuando Mayorga dice "contrapongo a un teatro de la experiencia, un teatro del shock", está haciendo una declaración de principios porque el shock, un recurso muy socorrido por las vanguardias artísticas, es como un parteaguas. Dice Peter Sloterdijk que hay expresiones artísticas de las vanguardias que, como las del siglo pasado, son casi terroristas porque "predicaban la explosión o la destrucción como vía a un mundo mejor" (Truons 290-1). Y cita el espectáculo Je suis sang, de Jan Fabre, quien quería sacudir a su generación convocando lo reprimido para hacer saltar las normas culturales establecidas (4). El problema de un arte basado en el shock es que puede satisfacer la vis creativa de sus autores pero al precio de perder toda relación con su tiempo. Así lo vió Camus cuando señalaba críticamente a su generación que tanto gozó en clubes y salones negando lo evidente, como hacía el arte abstracto; o difamando la realidad, como predicaba  el surrealismo; o despreciando la armonía como quería la música dodecafónica...Se divirtieron mucho provocando a la gente bien, pero se hicieron inútiles cuando llegó la guerra porque su arte no procesaba la realidad sino que la huía. Peter Sloterdijk se suma a la crítica de Camus con un añadido: el shock es una reacción diletante que no contribuye a aclarar las cosas. El shock busca aterrorizar pero todo terrorismo, tanto el político como el artístico, acaba siendo una operación de distracción. Las bombas yihadistas, por ejemplo, consiguen meter miedo en el cuerpo social al sentirse éste amenazado en su seguridad. Ese miedo concita buena parte de las energías de esa sociedad que demanda una réplica eficaz. Mientras eso ocurre tienen lugar los grandes cambios que atentan realmente contra las bases físicas y metafísicas de la vida del homo sapiens. Y el autor menciona entre otros cambios letales  "la metamorfosis del capitalismo liberal en capitalismo autoritario" (la modalidad china a la que se refiere Antonio ) o el envenenamiento del medio ambiente (ib., 289). Walter Benjamin, por su parte, ya había colocado la violencia del shock en el contexto de la vivencia que es el registro subjetivo y sentimental de la personalidad. El golpe que ahí se produce no altera el modo de ser de uno aunque le acuse. El shock impacta y, como los ángeles de Benjamin, muere en el momento de manifestarse. Un desahogo sin descendencia ni trascendencia.

            La mirada del teatro de Mayorga no pretenden provocar a los bienpensantes, ni distraer de los verdaderos problemas, ni deslumbrar en un momento de gloria. Si acude a la Poética de Aristóteles (Mayorga,2016, 88.) para marcar el espacio hermenéutico de su dramaturgia (ni tan enredosa que no se la pueda seguir, ni tan simplona que aburra), bien podemos decir que su teatro se sitúa en esa zona de compleja sencillez capaz de conjurar la razón y la pasión de los convocados para convertirles en críticos. Esa zona de lucidez que, como recordaba Derrida a la gente del teatro, es capaz de recoger la doble memoria de Europa -la luminosa, ligada a la historia de la libertad, y la tenebrosa, empeñada en enterrarla (5). Una y otra nos han configurado y solicitan de cada generación de europeos un juicio de verdad que Mayorga hace suyo: "el compromiso es decir la verdad" (Mayorga, 2016, 143).
           
4. ¿Un teatro de ideas? El Festival de Teatro de Aviñón, inaugurado en 1947, se reforzó en el 2004 con unos encuentros de intelectuales, titulados "Teatro de Ideas". Lo que les movió a la creación de ese espacio público, abierto a todo pensamiento crítico, era la clara conciencia de que los problemas de nuestro tiempo superaban las capacidades de una escuela filosófica o de una profesión académica o de una generación. Había que sumar esfuerzos desde la modesta premisa que no había respuestas hechas a las que acudir ni teorías conocidas con recetas a disposición. Esa realidad opaca que es nuestro mundo debería ser lo que da que pensar. Se entendía que el teatro era un lugar apropiado para ese desafío no porque almacenara mejores ideas sino por su capacidad de presentar la realidad como un acontecimiento interpelante. Ahí está, por ejemplo, Famélica que hace del sufrimiento social (la infelicidad en el trabajo) un acontecimiento que moviliza a los afectados proponiendo a los espectadores un complejo experimento que no es una solución,  pero que aunque fracase saca al espectador de la resignación o de la fe ciega, es decir, le moviliza  invitándole a pensar más y a ensayar respuestas.

            Aunque cine y teatro tengan un aire de familia, corre entre la gente del teatro el convencimiento, no exento de cierto orgullo corporativo, de que nada tienen que ver. Lo que les distingue es el lugar de las ideas, central en el teatro, y sustituidas por la imagen, en el cine. El interés que ha mostrado la filosofía por el teatro, desde Platón hasta Benjamin, pasando por Nietzsche, es una buena prueba de que el teatro como la filosofía se saben interpelados por los misterios, grandes o pequeños, de la existencia y que esa tarea obliga a pensar. Pensar su tiempo es la faena propia del filósofo o del poeta, cada cual con sus armas propias. Lo que hay que preguntarse es si el teatro sigue siendo un lugar privilegiado para esa tarea, como lo fue en el pasado, o ha dejado de serlo. La razón de esa pregunta es la distancia que media entre el lenguaje del teatro, basado en la presencia, y el de nuestro tiempo, señaladamente virtual. Tenemos que reconocer que el teatro tiene algo de anacrónico o de acontemporáneo. Encarnar la palabra en un cuerpo va a contrapelo de la desencarnación de la palabra en lo virtual. Nada tan opuesto a la dictadura intelectual de la comunicación en red como situar el pensamiento cabe la materialidad de la voz o del cuerpo que se mueve, se cansa y transpira.

            Tiene algo de anacrónico el teatro pero esa extrañeza o acontemporaneidad es lo que le hace estar tan presente. Para escapar al embrujo del instante, que es la forma temporal del shock, hay que venir de lejos, de ahí la importancia de la memoria. El instante tiende a consumir el tiempo en el presente. Vivimos como si no hubiera antes ni después, sin memoria pero también sin esperanza. Esa obsesión por el aquí y ahora crea una cierta sensación de eternidad como si en nuestra sociedad no hubiera lugar para la muerte o la caducidad.

            El teatro es un lugar privilegiado para esa batalla contra el tiempo disfrazado de eternidad o, si se me permite, de atemporalidad, porque en él la palabra se hace carne y voz y ruido o silencio, esto es, acontecimiento. Eso, claro,  limita mucho. El cine, sin ir más lejos, al convertir los cuerpos en fantasmas o imágenes puede acontecer en muchos lugares al mismo tiempo. El teatro, no, al estar atado al tiempo y al espacio de los actores. Pero tiene sus ventajas y la primera de todas es que en él la verdad es concreta, por eso en ese espacio el sufrimiento duele. No me refiero a lo bien o mal que  haga un actor de Madre Coraje sino a que el actor puede establecer un lazo comunicativo con cada espectador por el que vaya y venga una experiencia como la del sufrimiento que es por principio singular. El mundo virtual sólo informa del sufrimiento pero no permite su experiencia porque las máquinas procesan pero ni recuerdan ni olvidan (la memoria del ordenador no puede olvidar). Ya me he referido a ese momento cenital de Famélica en el que Rosa sitúa el secreto de su éxito en el dominio del procedimiento. El teatro puede desvelar el secreto del éxito y liberarse en ese momento de su embrujo porque quien lo dice, aunque sólo sea una actriz, no puede liberarse del asombro, de los gestos, de las emociones que emiten los demás cómplices ahora traicionados. El actor no es un robot que declama un texto. Lo que no puede el teatro ser, es idealista, en el sentido que habla la filosofía de idealismo, es decir, no puede proponer como salida a un conflicto doloroso una solución que consista en invisibilizar el sufrimiento de los personajes. El teatro vive de su significancia y no de su invisibilización por eso, a diferencia de la filosofía, es concreto, y, a diferencia del lenguaje telemático, tiene una memoria que olvida. Alain Badiou, filósofo y dramaturgo, acierta de lleno al traducir "teatro de ideas" por "événement de la pensée". El teatro, más allá de que esté escrito por un dramaturgo que puede ser o no filósofo, crea con todos sus integrantes un acontecimiento que dispara la reflexión en múltiples direcciones. Un filósofo sagaz haría bien en seguir las pistas abiertas por el acontecimiento para darlas  forma en un pensamiento que, como el ave de Minerva, levantará el vuelo al atardecer.

 5. El teatro de Juan Mayorga es rico y variado: sobre Himmelweg , por ejemplo, sobrevuelan los problemas de representación que plantea Auschwitz; Reikiavjk es un forcejeo con el doble, el duelo, la escisión o el otro; La lengua en pedazos, un balbuceo del lenguaje cuando tiene que expresar experiencias límites. Pese a toda esa variedad, el autor ha subsumido sus reflexiones teóricas sobre el teatro, su teatro, bajo el título Elipses. Elipses, imagen dialéctica, collage son formas de expresar una aproximación a la realidad, detectable en todas sus obras, propia de un teatro que tiene en cuenta la dimensión anamnética. La memoria no sólo se las ha con el tiempo pasado sino también con la parte oculta o ausente de la realidad presente (6). El acontecimiento Famélica no se pondría en marcha si el autor y sus personajes no echaran de menos la felicidad. Es un viaje a lo desconocido, iniciático, cargado de sorpresas. Nada expresa mejor el riesgo de esa aproximación a la realidad que sus comentarios al encuentro con el actor chino de la Compañía Nacional de Opera de Beijing. Este actor, como su padre y su abuelo, tenía a gala representar el mismo papel, con el mismo vestuario, escenografía y música, que sus antepasados sin cambiar una coma, ni un detalle. Si las grandes obras son grandes es porque todo está en ellas, entonces ¿por qué o para qué cambiar nada? Para Mayorga, que también es adaptador y traductor de obras clásicas, el punto de vista del actor chino le resultaba inquietante porque, se decía a si mismo, tan cierto como que "Shakespeare todo lo hereda y todo lo anticipa" (Mayorga, 2016, 147.) es que "quizá la repetición no sea siempre la mejor forma de conservar" (ib. 149). El actor chino hubiera hecho las delicias de Fray Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego de El Nombre de la Rosa, que envenena a los monjes curiosos empeñados en leer un libro nuevo, olvidando así que "la humanidad ya conoce todo lo necesario para salvarse". Mayorga, traductor de Natán el sabio, ha leído en Lessing que propio del hombre es buscar la verdad y no poseerla; y él que abreva en la filosofía benjaminiana, sabe que la verdad no está dicha de una vez para siempre sino que hay sentidos ocultos en el texto de un autor que sólo se revelarán a un autor del futuro. De ahí que el trabajo de reescritura sea constante. Famélica,  como toda su obra, nunca acaba de salir del taller del artista. Su escritura es reescritura no sólo porque "cuando un escritor escribe una palabra, ha desechado dos", sino porque para entender lo una vez escrito necesita ponerse al habla con la ausencia que le inspira cuyo capital semántico nunca agota la redacción de la obra. La memoria no es tanto hablar de un pasado cuanto reconocer la elocuencia inagotable de lo oculto o ausente que nos obliga una y otra vez a estar a la escucha. Y es que "cuanto más rico un texto, más lleno de huecos a completar, de territorios a explorar, desconocidos también para quien los escribió. Un texto sabe cosas que el autor desconoce" (Mayorga, 2016, 101).

             Si eso es así el teatro de Juan Mayorga es de la memoria. Y eso obliga a mucho porque no es una modalidad junto a otras de suerte que pudiéramos hablar de un teatro memorial junto a otro histórico o bélico o de enredo. La memoria es una forma de entender la razón y la sensibilidad que necesariamente debe ser tenida en cuenta si no queremos confundir el ser con la apariencia o la realidad con la facticidad. Tadeusz Kantor acota bien esa zona de la memoria al decir que nace y crece en "las regiones de nuestros sentimiento y emociones y de nuestro llanto" (Mayorga, 2016, 244). La memoria es del sufrimiento que la naturaleza tiende a silenciar y también la historia. Nuestra generación -y las que vengan- tiene una relación especial con ella (por eso hablamos del "deber de memoria") porque está afectada por la onda expansiva de un proyecto de olvido empeñado en invisibilizar al sufrimiento y privarle de significación. El proyecto nazi tuvo éxito y por eso hablamos de crimen contra la humanidad. Al decir que tuvo éxito quiero decir que nosotros hemos sido alcanzados por esa estrategia de olvido hasta el punto de que ni siquiera somos conscientes del silencio que provocan nuestras palabras. Estamos por tanto obligados a incluir en nuestras estrategias interpretativas de la realidad esa atención a su lado oculto para reducir los daños que propician la naturaleza o la historia. La memoria ya no es una dimensión optativa sino el epicentro de nuestra manera de relacionarnos con la realidad.

6. El espectador sale de Famélica sonriente, consciente de la inteligente ironía que destila toda la obra, pero también con la confusa conciencia de que el experimento ha sido un fracaso. Conviene detenerse en ese Enrico que abandona su puesto de adjunto a la directora y se suma solidariamente a los represaliados Antonio y Palmiro. Pertenece  a la extirpe de los "terceros", esos personajes menores que, cuando los héroes se rinden, recogen el testigo al grito de "no es éste el momento". Volver a empezar pero ¿para volver a lo mismo? o ¿habría que buscar en Mayorya claves kafkianas que encuentran en el fracaso razones para la esperanza pero no ya para nosotros? Esa pregunta también queda abierta.

Reyes Mate (Epílogo al texto de Juan Mayorga, 2016, Famélica, Uña Rota, Segovia)

Bibliografía:
Benjamin, W., 1972 y ss, Gesammelte Schriften, Suhrkamp.
Mate, 2013, La piedra desechada, Trotta, Madrid.
Mayorga, J., 2016, Elipses, La Uña Rota, Segovia.
Truong, N. (ed.), 2015, Résistances intellectuelles. Les combats de la pensée critique, Festival d'Avignon, L'Aube, La Tour-d' Aigues.

Notas:
(1) La imagen del sultán la tomo de Benjamin, ODBA, 164.
(2) Didi-Hubermann "Quelle politique des images? en Truong, 2015, 128.
(3) J. Rancière, "Quelle politique de l'art?", en Truong,2015,103 y ss.
(4) Peter Sloterdijk et Daniel Bougnoux "Le palais de cristal, la fin de l'histoire et sa réinvention par le terrorisme", en Truong, 2015, 275 y ss.
(5) Jacques Derrida "Double mémoire.  Lettre à la vieille Europe", en Truong, 2015, 29-34.

(6) Dice Benjamin que "la memoria no es un instrumento para investigar el pasado, sino su espacio público. Es el medio ambiente de lo vivido, de la misma manera que el globo terráqueo es el medio en el que yacen sepultadas las ciudades muertas" (Benjamin GS, VI, 486).