25/4/18

Sólo la verdad tiene derechos (reseña a: J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, 2005, Salamanca, 237 págs.)


            Ratzinger es un teólogo que acaba de ser nombrado Papa, nada extraño entonces que, ante un escrito suyo interese más que lo que dice, cómo lo dice. En su forma de pensar, de argumentar, podemos buscar claves que trasciendan el escrito y permitan vislumbrar cómo el Papa va a reaccionar ante los problemas de su Iglesia y del mundo.

            Este libro recoge escritos ya publicados, uno en 1963 en homenaje a Karl Rahner, y los otros, en la década de los noventa. Hablan de la relación de la fe cristiana con la cultura de su tiempo y con otras religiones. No es Ratzinger un pensador que oculte sus cartas, al contrario, ante cada situación aplica un esquema muy meditado que revela ese modo de pensar que, debido a su notoriedad actual, va a ser sometido a una investigación detectivesca.


            Si analizamos el trabajo que da título al libro, por ejemplo, encontramos que polemiza con contrincantes de talla, en este caso con la posmodernidad alemana. Esta ha tomado la forma de un neopaganismo o polimitismo que idolatra la libertad, ensalza el relativismo, y cuestiona la pretensiones de verdad. Uno de sus portavoces más señalados es Jan Assmann, un egiptólogo que ha reescrito el origen del monoteísmo. En el principio era el politeísmo, con sus muchos dioses que vivían pacíficamente debido a una repartición del poder lejos de todo monopolio. Hasta que llegaron Akhenatón y Moisés “el egipcio”con una especie de contrarreforma monoteísta que alteró totalmente las relaciones religiosas y el destino de la humanidad. Desde la altura de su monoteísmo empezaron a distinguir entre creencia e increencia. De la mano de Moisés entraba en la humanidad una distinción hasta entonces desconocida: entre verdadero y falso. Nace entonces una idea exclusiva de verdad, un acaparamiento de la universalidad que se traduce en la violencia política de la religión que ha marcado al mundo. Assmann y los suyos quieren que los dioses vuelvan de una manera, eso sí, civilizada, es decir, defendiendo la libertad como manda la ilustración.

            Ratzinger reacciona ante lo que llama “la dictadura del relativismo” con una defensa de la libertad “bien entendida”, es decir, con una libertad basada no en la autonomía del individuo sino en la verdad. “La verdad” es el hilo conductor de su discurso y en ella invierte lo mejor de su talento de pensador. Su estrategia no consiste en invocar la autoridad infalible de algún dogma sino en un discurso registrado al alimón en Atenas y Jerusalén. Pieza capital de ese armazón es la identificación platónica entre bien y verdad: sin la idea de verdad no hay manera de distinguir entre lo bueno y lo malo. Luego vienen los Padres de la Iglesia que colocaron al cristianismo no del lado de las religiones, sino junto a la filosofía, es decir, como una posibilidad del conocimiento. Al final resulta que el modelo del conocimiento humano es un reflejo de las relaciones trinitarias, es decir, que pensar bien es pensar “desde” (una exterioridad trascendente),  pensar “con” (los demás) y pensar “para” (lograr el fin para el que ha sido creado).

            Todos estos escritos tienen un poderoso nervio teórico. Está claro que para este hombre se podrá o no estar en desacuerdo con la fe cristiana. Lo que no acepta es que se la banalice con aggiornamentos que la hacen irreconocible. Eso es un punto a su favor. Lo que pasa es que la claridad y contundencia de su esquema teológico le hace lógicamente vulnerable a la crítica. Su particular cruzada contra todo relativismo le lleva a simplificaciones peligrosas, como la que hace con el autor de la parábola de los tres anillos, Epfraim Lessing. Este no renuncia a la pretensión de verdad sólo que la traduce por búsqueda -y no posesión- “mientras llega el juez dentro de miles y miles de años”. No es un relativista pues en el “mientras tanto” hay un criterio de verdad: ser bienquisto por los demás, el reconocimiento por otros.

            Un escrito tan decidido como éste obliga a un par de reflexiones críticas. El teólogo sabe bien que la fe del creyente no es un producto de la razón, sino un don. Pero como está convencido de que lo cree es verdad, da un paso al frente y exige a la razón que acepte su visión del hombre y de la historia. Hemos pasado de la fase modesta de la teología en la que ésta trataba de decir al filósofo que su creencia era razonable (Santo Tomás), a la fase agresiva en la que el teólogo dice al filósofo que sin Dios no hay razón que valga (neoescolástica). Hacer de esa verdad “la suprema garantía de la tolerancia” infunde mucho respeto. El paso de propuestas razonables a verdades casi de razón coloca a Ratzinger en la órbita del Vaticano I y lejos de Vaticano II. Se echan de menos mediaciones más finas entre lo divino y lo humano.

            Tampoco han faltado las críticas a su esquema mental de corte platónico, procedentes de quienes, fieles a la tradición bíblica de los profetas, definen la verdad como justicia. Ratzinger se defiende invocando la helenización de la misma Biblia, pero no es lo mismo hacer de la justicia el criterio de la verdad que a la verdad, criterio de justicia, que es lo que él sostiene sin desmayo. Para empezar la tradición profética tiñe la verdad de compasión, algo que no aparece en estas 240 páginas. De ahí las críticas a la impasibilidad de una teología que desenfunda la verdad con inusual ligereza. Eso le ocurrió en 1998, durante un célebre debate público con Baptist Metz, bávaro como él pero ideológicamente en el lado opuesto. Alguien le echó en cara la inmisericordia de la Iglesia con los homosexuales, divorciados, amenazados del sida, jóvenes embarazadas. Ratzinger no negó la dureza del trato. Exigió, eso sí, respeto a su postura porque estaba “contra cualquier dictadura doctrinal”. A la vista de lo que ha hecho con los disidentes, queda la duda sobre si su constante invocación de la verdad era protesta contra la dictadura doctrinal o expresión de la misma. La solución, mañana.

Reyes Mate (El País, 30 de abril 2005)