28/5/18

Por qué he escrito “El tiempo, tribunal de la historia” (*)


            En las presentaciones de libro hay invitados que hablan del libro y luego el autor responde. Aquí me he permitido variar el formato. He querido empezar contando lo que he querido decir con el libro. Reconozco que es una anomalía porque se entiende que lo que he querido decir es lo que he escrito. Y libre es el lector de hacer sus lecturas. Si tengo que explicar lo que he querido decir es porque no lo he conseguido escribiendo el libro. Es posible que haya algo de eso. Pero, a pesar de todo, lo hago por si puedo ahorrar al lector una trampa. Hablo efectivamente de asuntos sobre los que ya he escrito y hablado. El peligro es pensar que “vuelvo otra vez” sobre los mismos temas. Vuelvo efectivamente pero con un propósito nuevo. Y es ese propósito nuevo el que quisiera poner de manifiesto en esta presentación. Es posible que esa intención que ahora quiero explicitar haya estado siempre latente, incluso sin yo saberlo tan claramente. Quizá, pero nunca como ahora había sentido la necesidad de ponerlo blanco sobre negro.


            1. Doble interés de partida me llevaron a escribir este libro. El primero era de tipo objetivo: la excepcionalidad del momento. Partía del convencimiento de que vivimos un momento excepcional por el peligro del planeta. Podría invocar la autoridad del físico Stephen Hawking que da por perdido el lugar en que vivimos y aconseja ir buscándose un sitio alternativo en otro planeta. También las recomendaciones del Club de Roma que si hace veinte años predicaba un crecimiento sostenible, ahora piensa que nos hemos pasado de la raya y sólo cabe un desarrollo en negativo. A estas voces tan autorizadas habría que sumar las de la propia la NASA que pide medidas urgentes para evitar la catástrofe. Hemos abandonado el futuro y reducido la existencia (el tiempo) al presente, a nuestro presente, con lo que, de acuerdo con Zagrebelsky, lo que provocamos es un colapso histórico. Si sólo nos interesa nuestro presente, vamos a la catástrofe con paso marcial, sin asomo de un instinto social de conservación.

El otro factor es más bien subjetivo (relativo a nosotros, a la situación en la que nos encontramos a la hora de pensar). No podemos pensar de cualquiera manera. Nosotros, los que vivimos después de Auschwitz, estamos marcados por el deber de memoria, una expresión francesa maldita en Francia pero que me vale para dar a entender que tenemos que pensar teniendo tras de nosotros la experiencia de acontecimientos impensables.Y, como tantas veces me he dicho a mi mismo, cuando se produce lo impensable, lo acontecido se convierte en lo que da que pensar. Y eso significa que no nos vale lo hasta ahora pensado porque pensábamos que no había un impensable que se escapara a nuestro pensar. Pues, sí, sí lo hay. Por eso hay que pensar de nuevo todo.

Y empiezo por el tiempo porque es un tema que reúne los dos puntos de partida: es un tema básico implicado en la gravedad del momento y es un tema que hay pensar de nuevo porque el tiempo existente es catastrófico

            2. Hablemos pues del tiempo. Lo primero que hay que decir es que escapa a toda racionalización. San Agustín lo decía con gracia: si alguien no me pregunta por ello, sé perfectamente de qué va, pero si me lo preguntan, no sé qué decir. Por eso para captar su significación hay que recurrir al mito: y, en particular, al mito bíblico de la creación. Ahí se pone en marcha un tipo de tiempo que, más allá de que sea vero o falso, es el que ha marcado la historia de Occidente.

¿Qué enseña ese mito? que la historia comienza “el octavo día de la creación”, dice Jacob Taubes, un autor que sabe de esto. Ese momento fundacional del tiempo coincide con el primer gesto libre que resulta ser una transgresión, causa además de los sufrimientos humanos y de la muerte. ¡El primer acto libre de Adam, el hombre perfecto, es una transgresión! Lo interesante de ese mito es que ese origen traumático pone en marcha  una voluntad de respuesta a esa pregunta. Llamamos historia a esa elipse que va del primer al segundo Adam.

Esa respuesta está animada por un ritmo interior caracterizado por lo siguiente: tiene que ser aquí y ahora (es mesiánica); la historia tiene un principio y un fin (es apocalíptica); y el éxito de la respuesta consiste en adelantar el final: si el final es la reconciliación, el ahora consiste en vivir fraternalmente (es escatológica).

Esta herencia bíblica pasa al cristianismo que se vertebra como opción apocalíptica (la figura de Pablo de Tarso es clave, pero también, claro, el concepto de “reino” de Jesús).

La comunidad cristiana es eminentemente apocalíptica por eso se lo juega todo a la carta de la parusía. Creían en la inminente vuelta del Mesías, es decir, creían en la inminente respuesta a la pregunta de la transgresión. Pero la parusía no tiene lugar. La parusía es una experiencia histórica mayor porque su fracaso obligó a repensar el tiempo apocalíptico y sustituirle por otro tipo de tiempo, el gnóstico, que se ha impuesto y nos ha conformado.

Lo que caracteriza al tiempo gnóstico es que supone, en primer lugar, una  interiorización de la respuesta o promesa. Taubes habla de la Weltlosigkeit des Heils (des-mundamiento o a-mundaneidad de la salvación) y de la Heilslosigkeit del Welt  (o el mundo es el lugar de la perdición), es decir, la salvación ocurre fuera del tiempo porque este tiempo no es lugar de salvación: el noch nicht de Bloch, la teología trascendental de Barth, la filosofía de Wittgenstein  van en la misma dirección gnóstica. En segundo lugar, que el tiempo no es finito, siempre hay tiempo, de ahí el empeño en posponer e impedir el final. Ese tiempo es o bien asintótico o bien se substancia en repetición, eterno retorno: en ambos casos nunca ocurre nada: o bien es progreso: un pasar del tiempo donde tampoco hay novedad posible porque el progreso es progresar, pasar al momento siguiente, pero con la lógica del momento anterior. Por eso Benjamin dice que progreso y eterno retorno coinciden. En tercer lugar, se produce una emancipación de la creatura respecto a su creador.En el tiempo bíblico, Dios está implicado en la felicidad o infelicidad del ser humano: Job discute con Dios, quiere hablar cara a cara con él. En el tiempo gnóstico el mal es cosa del hombre o del tiempo (o de un dios inferior, impotente: por eso el gnosticismo distingue entre Dios creador, que es malo, el Judengott, porque es el autor de una creación imperfecta que debe ser rescatada y un Dios bueno que salva, el Jesusgott).

Eso parece una ganancia a primera vista, pero tiene un inconveniente: que la felicidad deje de ser un problema, un desafío, y nos desentendamos de ella y decaiga. El hombre puede decidir un buen día que eso de la felicidad es excesivo mientras que la referencia a Dios mantiene vive la exigencia de felicidad. Con razón dirá Nietzsche que la muerte de Dios conlleva la muerte del hombre (del hombre que hemos conocido, con esas ansias de felicidad).

Notemos que aunque el cristianismo considera al gnosticismo una herejía, es decir, no lo asume totalmente, queda profundamente contaminado. El cristianismo asume o hace del gnosticismo el Zeitgeist de su implicación en la historia. Es lo que hace Agustín que combate el gnosticismo (en su versión maniquea), pero lo asume.

Detengámonos en Agustín porque su respuesta a la teodicea provoca un triple desplazamiento que tendrá consecuencias. En primer lugar, exculpación de Dios y endosamiento de la responsabilidad exclusiva al hombre; en segundo lugar, una espiritualización del problema del mal: del daño material al pecado; finalmente, la justicia cambia de acento: en vez de atender al sufrimiento y a la muerte, lo que ahora se pretende es castigar al culpable o, si no es posible, en expiar la culpa.

Este triple desplazamiento tiene enormes consecuencias históricas. Para empezar, la obscenidad de Dios (obsceno significa sacar  de la escena) y absolutismo del ser humano: Dios abandona la escena del mundo que es ocupada por el sujeto humano. A partir de ahora se podrá hablar de la muerte de Dios y también de la autonomía humana.

Y consecuentemente, la idealización del problema del mal (reducido ahora al pecado, a la ofensa a Dios, o en Kant a violación de la ley). Ahí asoma el tratamiento deshumanizado del mal  (en el libro me refiero a la polémica entre Kant y Hegel).

            3. Analicemos más detenidamente la obscenidad de Dios, la salida de escena de Dios. Si sale de escena es porque, según Agustín, no tiene que ver con los problema del ser humano  o no es quien para dar una respuesta; y, según los jóvenes hegelianos, porque el mundo es cosa del hombre adulto. Esta idea maestra de que el hombre adulto (ilustrado) se hace cargo de sus problemas, tiene varias expresiones: por un lado, la de la modernidad que representa Marx, que empieza siendo un joven hegeliano. Para estos filósofos está claro que el hombre se hace cargo de los problemas que Dios no ha sabido responder. De ahí el carácter prometeico de su filosofía. Prometeo roba el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres, por eso dirá Marx que ”Prometeo es el más noble de los santos y mártires de la filosofía”. Por otro, la de los críticos de la modernidad, con Nietzsche a la cabeza, que sustituye a Dios por el tiempo. El mundo es una máquina que funciona con piloto automático. No va a ninguna parte porque todo es evolución, movimiento sin novedad, eterno retorno. El hombre consiste en experimentar todo, ponerse todos los roles, sin que ninguno deje nada. El Superhombre no es superman. En tercer lugar, la de los que desvinculan la modernidad de la religión y de sus críticos y sostienen la tesis de que la modernidad no es una secularización del cristianismo sino resultado de un proceso de racionalización que se desentiende de las grandes preguntas sobre el mal. El hombre moderno ni es una secularización del cristianismo, ni su negación, sino un ser autónomo. Es la tesis de Blumenberg que rebaja los humos del hombre bíblico hablando de la triple humillación del hombre moderno: la de Copérnico que prueba que la tierra no es el ombligo del mundo; la de Darwin que destrona al hombre del centro de la vida; la de Freud que rebaja los humos al yo consciente al probar que la mayoría de sus decisiones son del inconsciente. ¿Entonces?  hay que desentenderse de tantas preguntas y responsabilidades que desnortan al pobre ser humano (la última de ella: los derechos humanos) que no da para tanto.

Llegados a este punto habría que preguntarse si estas líneas de respuesta han resuelto el problema, han respondido a la pregunta sobre el sufrimiento y la muerte, tal y como decían cuando aparecen en el escenario de la historia. Me parece que no.

Marx se desinfla conforme madura científicamente. Asistimos a un fenómeno de exculpación del ser humano frente al sufrimiento existente.

Nietzsche desdramatiza el problema al naturalizar el sufrimiento. En lugar de exculpación, naturalización.

Blumenberg, por su parte, certifica la muerte de Dios y la del hombre que hemos conocido pero se pregunta por el sentido inventado de ese mundo y de ese hombre que ha producido tanta belleza. El mundo no sería igual de bello sin esas mentiras, pero él ama demasiado la Catedral de Chartres o La Pasión según San Mateo, de Bach, para no dejarse interpelar. Sólo que ese fabuloso mundo artístico le produce nostalgia y algunas preguntas. Hay una estetización de la historia que hemos conocido y realizado. Estetización pues del sufrimiento.

            4. Y nosotros ¿de quién somos herederos? Nos encontramos ante una compleja situación. Por un lado, somos modernos. Ese es  nuestro entorno. Vivimos en tiempos de la muerte de Dios. Esa es la atmósfera que nos rodea. Pero, por otro, no podemos deshacernos de la huella de su presencia. No podemos ignorar que esta historia es impensable sin su presencia (la importancia del relato bíblico de la creación en nuestra historia).

Por eso me parece ejemplar la figura de Albert Camus que representa esos dos momentos. El es un moderno que comulga con la cultura que hemos llamado de “la muerte de Dios”. Lo expresa afirmándose como agnóstico. Pero, no ha olvidado el desafío del hombre moderno que no sale de la nada sino que es el resultado de un desafío: dar respuesta al sufrimiento del mundo (que Dios no supo dar).

Veamos cómo se lo plantea. Empieza criticando el nihilismo de su generación que se ha instalado cómoda y cínicamente en este mundo, olvidándose de su responsabilidad (dar respuesta a la pregunta originaria por el sufrimiento). El no va por ahí. El asume el desafío de la pregunta en el debate que tiene con Sartre y remito al debate que mantiene con Sartre, a propósito de L’Homme Revolté: Sartre le reprocha que se obsesione tanto con la pregunta por el sufrimiento de un inocente. Eso, le viene a decir, es inevitable. Mejor que haga como él: que eche una mano en disminuir la explotación de la clase obrera. Camus le dice que si pierde de vista la pregunta que a él le obsesiona no tendrá inconveniente en sacrificar a inocentes para aliviar a la clase obrera. Y eso es como abrir la puerta de los campos de exterminio. Si sacrificamos a un solo inocente, estamos justificando la barbarie del estalinismo o del fascismo. Sartre le replica que eso es teología. Golpe bajo porque Camus no deja de considerarse agnóstico (nunca ateo). Pero asume que ese planteamiento, el suyo, que es también el de Dostoievsky, es impensable sin el cristianismo.

Nosotros tenemos que partir de Camus, es decir, asumir el reto de la modernidad, con todo su sentido autocrítico, pero con una diferencia: Camus no se sitúa post-Auschwitz. Hay que añadir al sentido crítico de Camus el significado del “deber de memoria”.

Esta carga, que recae sobre nuestra generación, se expresa de la siguiente manera: hay que enfrentarse a un tiempo, el nuestro, que se disuelve en repetición o progreso; que sólo reconoce el presente y por eso niega el pasado y el futuro. Y por eso vacía el presente de sentido. Para hacer valer esa crítica al tiempo nuestro (tiempo de progreso) hay que convocar el otro “Geist” de Europa, hay que conectar con el otro alma de Europa, a saber, el espíritu judío. Atenas y Jerusalem. Más concretamente tendríamos que asumir el gesto de Kafka con su Carta al Padre: reivindicar una cultura olvidada y despreciada por mor del asimilacionismo. Kafka reprocha a su padre que, por desprecio o vergüenza, no le haya hablado del judaísmo; que lo que había que hacer es asimilarse a la cultura dominante (poscristiana). Ahora (está hablando después de la Primer Guerra Mundial) que toda esa cultura ha fracasado ¿qué sentido tiene insistir en la asimilación? Ahora se echa de menos esa otra cultura, la judía, que su padre no le había transmitido. La Carta al Padre es como el manifiesto de toda esa generación de judíos. Coincide en lo fundamental con el Walter Benjamin que, en su Primera Tesis, plantea la alianza entre “el materialismo histórico” y “la teología” para dar salida al fracaso de su tiempo.

De ahí emerge una racionalidad, la anamnética, que está a la altura de una realidad que no es solo facticidad, i.e., una racionalidad capaz de leer y hacerse cargo de un lado oculto de la realidad (die Leidensgeschichte o historia del sufrimiento). Es el momento del tiempo apocalíptico.

Y con ese nuevo tiempo hay que hacer historia, es decir, hay que construir un tipo de historia distinta de la que corre (la del progreso) que no va a ninguna parte. La historia tiene que ser respuesta a una pregunta.

Para eso hay que recuperar la idea originaria de historia: respuesta a la pregunta originaria y no cantinflear con las dificultades. O, como dice Adorno, hay que  pensar y construir la historia sub specie redemptionis. ¿Qué se quiere decir? que el sufrimiento esta ahí pero que  no es la última palabra porque hay un derecho a la felicidad; se quiere decir también que este mundo, en su realidad injusta y doliente, es un mundo privado de la chispa divina; un mundo en el que lo divino sólo está presente como ausente… Captamos el sentido de sub specie redemptionis si lo comparamos con sub specie creationis: en este último caso el hombre se fía a sus fuerzas y esfuerzos. Es árbitro y autónomo (como Kirilov que se toma por Dios en “Los Demonios” de Dostoievsky). No tiene que dar cuenta de sus actos ni tiene más responsabilidades que las derivadas de su libertad. En el primer caso  (sub specie redemptionis), por el contrario, hay sentido de responsabilidad histórica: responsables del mal en el mundo.

El horizonte de la redención quiere decir también que podemos esperar más de lo que podemos conseguir: reconocemos la validez de la pregunta por la felicidad; descubrimos una estructura antropológica que está abierta al acontecimiento.

Este nuevo tiempo, tiempo apocalíptico, conlleva desde luego un giro epistémico. Para la mirada  apocalíptica (esa que ve el mundo sub specie redemptionis), la realidad aparece de otra manera, es como si se desdoblara: descubre que la realidad es más que la facticidad. Lo fáctico -los hechos- son sólo la parte triunfante de la realidad. Pero de la realidad también forma parte lo vencido, lo fracasado, lo irrealizado.

Y para apoderarse de esa aparte de la realidad oscurecida o destruida aparece la memoria. Por eso hablamos de razón anamnética. Gracias a la memoria el pasado destruido, nos es accesible. Esto es un rasgo de nuestro tiempo: nos encontramos en un mundo marcado por el crimen contra la humanidad, i.e., donde hay una parte de la realidad, su parte humana, que no está, que ha sido destruida, que está desaparecida y que sólo a través de esa lente especial que es la memoria nos es accesible.

Y gracias a la memoria la injusticia vuelve a ser, no se disuelve en el olvido (sin memoria es como si nunca hubiera existido): sólo podemos enfrentarnos a las injusticias que recordamos; las otras, la mayor parte, es como si nunca hubieran existido…; de ahí el peligro de pensar una realidad, referida al hombre y el mundo, totalmente desfigurada si no tenemos en cuenta el vacío destruido que de alguna manera nos es accesible gracias a la memoria.

Es también una razón compasiva. Esa razón anamnética se substancia en el principio “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”…Entendiendo que el sufrimiento no es sólo un sentimiento sino conocimiento, esto es, sólo accedemos a la verdad de cualquier planteamiento (político, ético, jurídico o estético) escuchando el sufrimiento del otro. Nos constituimos en sujetos morales desde el otro, dice Levinas (el filósofo que mejor ha entendido el desastre cognitivo que supuso el crimen contra la humanidad). El sufrimiento semánticamente productivo es el del otro: “el sufrimiento nos es dado por mor, en favor, de la compasión”, dice Cohen. Nos constituimos desde el otro, i.e., nuestras posibilidades depende de lo que nos advenga desde el otro.

            5. Acabo el libro con un capítulo encabezado con una frase de Hölderlin: “cuando hay peligro, crece la salvación”. Peligro hay, desde luego, pero no reaccionamos a las señales de alarma: sea porque no nos las tomamos en serio o porque pensamos que es inevitable o natural o porque ya es demasiado tarde. Mi hipótesis es que la desidia no es por pereza o maldad, sino porque hay unos supuestos culturales, que nos los interpretamos como “valores” o “conquistas”, pero que son los mejores aliados del mal que nos asfixia. Pongo a modo de ejemplo el análisis benjaminiano de “El capitalismo como religión”. Hay pocas dudas que los grandes males que nos azotan tienen que ver con ese modo de producción: desde los refugiados al deterioro del planeta, todo pasa por ese sistema de producción llamado capitalismo. ¿Por qué no lo cambiamos si somos consciente de sus consecuencias? porque, dice Benjamin, el capitalismo es mucho más que un sistema de producción: es una religión, con el añadido de que los valores de esa religión son los nuestros.

El capitalismo, en efecto, se nos presenta como una religión, por eso su palabra mágica es “crédito”, que viene de creer: sólo entregándonos confiadamente a ella tenemos crédito. Es, en segundo lugar, una religión extraña pues no promete la salvación eterna sino la satisfacción inmediata al precio de destruirnos: nos da crédito, que es endeudamiento. Y deuda en alemán es también culpa: al gastar lo que no tenemos, que para eso se nos da crédito, nos estamos condenando. La condena por endeudamiento consiste en no poder librarnos nunca de esa servidumbre: para pagar la deuda hay que seguir endeudándose.

La lección de Benjamin es que hay que distinguir entre “religión” y “teología”: lo que nos permite librarnos o desmontar el emporio del capitalismo es un tipo de teología que cifre la salvación en la ruptura. Todo es teología política: la del capitalismo y la de Benjamin. Pero con una diferencia. Hay teologías políticas que matan y otras que salvan. En el libro explico sus diferencias.

En el fondo lo que Benjamin propone es que para luchar eficazmente contra el capitalismo hay que entenderle como algo más que un sistema productivo: es una religión, una religión a la que estamos entregados porque el crédito, la tarjeta de crédito, promete la felicidad. Lo que pasa es que es una felicidad perversa pues está construida sobre el endeudamiento y la culpa. Y eso es una condena: la de no poder liberarnos de la deuda. La alternativa no es sólo otro sistema de producción sino una “teología” que posibilite una visión del mundo que cree en la felicidad, que nos haga ver que el capitalismo es un producto humano y no religioso…Todo es posible desde una política animada por una “teología mesiánica”.

(*) Este texto recoge las ideas expuestas en la presentación de "El tiempo, tribunal de la historia" de Reyes Mate que tuvo lugar en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC el día 26 de abril del 2018. Antes del animado debate Juan José Sánchez hizo una valoración crítica que el autor agradece sinceramente.