Fue en el pasado un lugar
paradisíaco. Cuando llegaron los primeros navegantes europeos, en el año 1792,
se encontraron, sin embargo, con una tierra desertizada, unos pocos humanos
hambrientos y, además, entregados al canibalismo. ¿Cómo se pudo pasar del
paraíso al infierno? Por el pillaje a la naturaleza. Sus habitantes pensaron
que los recursos eran inagotables y que todo estaba a su disposición. Cortaron
árboles, huyó la lluvia y no hubo cosechas. Al final, cuando la vida se hizo
imposible en la isla, no disponían de un mal árbol con el que fabricar una
canoa y poder huir. Sólo quedaban en pie esas 397 estatuas gigantes, los moáis,
testigos impotentes de la tragedia.
La isla de Pascua es la metáfora de
nuestro tiempo. Nos comportamos y equivocamos como ellos al pensar que los
recursos naturales son infinitos. Pero el gran error consistió en vivir como si
no hubiera mañana, como si la generación presente fuera la única y tuviera el
derecho a usar y abusar del planeta. El Presidente estadounidense, Jefferson,
dijo algo que nos define: “la tierra pertenece a la generación actual”. Hay que
reconocer que tuvo frases más afortunadas.
Ahora bien, vivir como si fuéramos
los únicos habitantes del planeta puede tener un efecto alucinatorio, a saber,
creer que nuestra generación es inmortal en el sentido de que comiendo sin
límites del árbol de la vida, siempre viviremos. Si somos los únicos y siempre
estaremos aquí, ¿por qué pensar en la generación siguiente? Para poder pensar
en que habrá una nueva generación, tendríamos que partir de nuestra propia
muerte. La única respuesta inteligente al hecho de ser mortales es preparar el
futuro e invertir en la renovación de la vida, que es lo que no hacemos Hay un dato
revelador e innegable que nos aporta la sociología: los países que mejor viven
son los que menos hijos tienen. Consumismo y natalidad se repelen. Lo
explicamos convencionalmente diciendo que esos países avanzados ofrecen muchas
más posibilidades a todos y cada de sus ciudadanos pero que para hacerlas
realidad hay que ser competitivos. Los hijos son un obstáculo porque la
sociedad está diseñada para el trabajo de los que trabajan. Pero el resultado
es que si nos centramos en el presente, como estamos haciendo, el ciclo de la
vida se ralentizará hasta detenerse. Y con eso no conseguiremos hacer del
presente un paraíso sino preparar el infierno porque sin un futuro en el que
pensar saquearemos el planeta en nuestro provecho. Sin la perspectiva de la
muerte ¿por qué empeñarse en la regeneración de la vida? La conciencia de la
propia muerte es el mejor billete para defender la vida, por eso los abuelos
son los protectores más decididos de los nietos.
Si sólo vivimos para el presente no
sólo negamos el futuro, sino que destruimos el presente. La Unesco tiró del
freno de emergencia en 1977 con una “Declaración sobre las responsabilidades de
las generaciones presentes respecto a las generaciones futuras”. Habla
modestamente de “responsabilidades”; otros, como el científico Yves Cousteau batalló
en su particular cruzada ecologista por “inscribir los derechos de los que nos
sucederán entre los deberes de los que ya habitan la tierra”. Hablaba de
derecho y deberes. Tenía clara conciencia, contra Jefferson, de que la tierra
pertenece a los vivos y también a los que vendrán.
No parece que estas llamadas de
atención hayan surtido mucho efecto en los años pasados y no parece que la cosa
cambie. Hay, en efecto, un factor muy potente que juega en contra de esa
solidaridad intergeneracional. Al haberse alargado el tiempo laboral, con la
mejora de las expectativas de vida, vivimos convencidos de que no necesitamos
de nadie, fuera de nosotros mismos, para mantener viva la máquina del mundo. No
vemos a los jóvenes como un refuerzo sino como un problema. No hay más que ver
el panorama universitario: jóvenes doctores, magníficamente preparados, merodean
por los despachos pidiendo la limosna de un trabajillo con el que subsistir. Lo
triste no es lo que se les ofrece sino la imagen de una clase sobrante cuando
son la única posibilidad de que la vida académica siga y se enriquezca.
Nos falta la experiencia de un
presente común, conformado por los abuelos, los hijos y los nietos, que
visualice la necesidad que tenemos unos de otros. Ahora bien, ante la ausencia
de una comunidad de tiempo en el que se dieran cita las distintas generaciones,
hay que subrayar el peso de las obligaciones de la generación actual sobre los
derechos de las generaciones futuras. Los que vendrán son demasiados débiles
como para exigir mucho. Piénsese en la política: los que pesan son los que
ahora votan no los que votarán un día. Ante la debilidad de los que vendrán,
los que están tienen que dar un paso al frente. Por eso, si queremos cambiar el
futuro, hay que dar más fuerza a las obligaciones de los que ya están que a los
derechos de los que vendrán.
Si tenemos presente lo que ocurrió
en la Isla de Pascua, esas obligaciones respecto a las generaciones futuras,
más que asuntos morales, son medidas de supervivencia. Es prudente cultivar una
arboleda por si en algún momento hay que fabricar un barco y salir huyendo.
Reyes
Mate (El Norte de
Castilla, 2 de junio 2018)