13/7/18

La Isla de Pascua


            Fue en el pasado un lugar paradisíaco. Cuando llegaron los primeros navegantes europeos, en el año 1792, se encontraron, sin embargo, con una tierra desertizada, unos pocos humanos hambrientos y, además, entregados al canibalismo. ¿Cómo se pudo pasar del paraíso al infierno? Por el pillaje a la naturaleza. Sus habitantes pensaron que los recursos eran inagotables y que todo estaba a su disposición. Cortaron árboles, huyó la lluvia y no hubo cosechas. Al final, cuando la vida se hizo imposible en la isla, no disponían de un mal árbol con el que fabricar una canoa y poder huir. Sólo quedaban en pie esas 397 estatuas gigantes, los moáis, testigos impotentes de la tragedia.

            La isla de Pascua es la metáfora de nuestro tiempo. Nos comportamos y equivocamos como ellos al pensar que los recursos naturales son infinitos. Pero el gran error consistió en vivir como si no hubiera mañana, como si la generación presente fuera la única y tuviera el derecho a usar y abusar del planeta. El Presidente estadounidense, Jefferson, dijo algo que nos define: “la tierra pertenece a la generación actual”. Hay que reconocer que tuvo frases más afortunadas.


            Ahora bien, vivir como si fuéramos los únicos habitantes del planeta puede tener un efecto alucinatorio, a saber, creer que nuestra generación es inmortal en el sentido de que comiendo sin límites del árbol de la vida, siempre viviremos. Si somos los únicos y siempre estaremos aquí, ¿por qué pensar en la generación siguiente? Para poder pensar en que habrá una nueva generación, tendríamos que partir de nuestra propia muerte. La única respuesta inteligente al hecho de ser mortales es preparar el futuro e invertir en la renovación de la vida, que es lo que no hacemos Hay un dato revelador e innegable que nos aporta la sociología: los países que mejor viven son los que menos hijos tienen. Consumismo y natalidad se repelen. Lo explicamos convencionalmente diciendo que esos países avanzados ofrecen muchas más posibilidades a todos y cada de sus ciudadanos pero que para hacerlas realidad hay que ser competitivos. Los hijos son un obstáculo porque la sociedad está diseñada para el trabajo de los que trabajan. Pero el resultado es que si nos centramos en el presente, como estamos haciendo, el ciclo de la vida se ralentizará hasta detenerse. Y con eso no conseguiremos hacer del presente un paraíso sino preparar el infierno porque sin un futuro en el que pensar saquearemos el planeta en nuestro provecho. Sin la perspectiva de la muerte ¿por qué empeñarse en la regeneración de la vida? La conciencia de la propia muerte es el mejor billete para defender la vida, por eso los abuelos son los protectores más decididos de los nietos.

            Si sólo vivimos para el presente no sólo negamos el futuro, sino que destruimos el presente. La Unesco tiró del freno de emergencia en 1977 con una “Declaración sobre las responsabilidades de las generaciones presentes respecto a las generaciones futuras”. Habla modestamente de “responsabilidades”; otros, como el científico Yves Cousteau batalló en su particular cruzada ecologista por “inscribir los derechos de los que nos sucederán entre los deberes de los que ya habitan la tierra”. Hablaba de derecho y deberes. Tenía clara conciencia, contra Jefferson, de que la tierra pertenece a los vivos y también a los que vendrán.

            No parece que estas llamadas de atención hayan surtido mucho efecto en los años pasados y no parece que la cosa cambie. Hay, en efecto, un factor muy potente que juega en contra de esa solidaridad intergeneracional. Al haberse alargado el tiempo laboral, con la mejora de las expectativas de vida, vivimos convencidos de que no necesitamos de nadie, fuera de nosotros mismos, para mantener viva la máquina del mundo. No vemos a los jóvenes como un refuerzo sino como un problema. No hay más que ver el panorama universitario: jóvenes doctores, magníficamente preparados, merodean por los despachos pidiendo la limosna de un trabajillo con el que subsistir. Lo triste no es lo que se les ofrece sino la imagen de una clase sobrante cuando son la única posibilidad de que la vida académica siga y se enriquezca.

            Nos falta la experiencia de un presente común, conformado por los abuelos, los hijos y los nietos, que visualice la necesidad que tenemos unos de otros. Ahora bien, ante la ausencia de una comunidad de tiempo en el que se dieran cita las distintas generaciones, hay que subrayar el peso de las obligaciones de la generación actual sobre los derechos de las generaciones futuras. Los que vendrán son demasiados débiles como para exigir mucho. Piénsese en la política: los que pesan son los que ahora votan no los que votarán un día. Ante la debilidad de los que vendrán, los que están tienen que dar un paso al frente. Por eso, si queremos cambiar el futuro, hay que dar más fuerza a las obligaciones de los que ya están que a los derechos de los que vendrán.

            Si tenemos presente lo que ocurrió en la Isla de Pascua, esas obligaciones respecto a las generaciones futuras, más que asuntos morales, son medidas de supervivencia. Es prudente cultivar una arboleda por si en algún momento hay que fabricar un barco y salir huyendo.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 2 de junio 2018)