Acaba de morir en Francia Robert
Faucillon, un personaje que en sí mismo no merece la menor atención si no fuera
porque fue figura destacada del negacionismo. Decía que los nazis utilizaban las
cámaras de gas para despiojar a los judíos y que el Diario de Ana Frank es un
invento. Como en Francia negar el genocidio judío es un delito, no salía de los
tribunales, siempre con alguna condena a cuestas. Ha muerto con 89 años y en
Vichy, la ciudad del fascismo francés. No ha muerto en el olvido. Jean Marie Le
Pen ha celebrado su valentía, la misma que en su día proclamaron los ayatolhas de
Irán, y habrá que ver cómo le festeja la extrema derecha europea.
Como hay en España quien, a
propósito de una posible nueva ley de la Memoria Histórica, quiere castigar con
el código penal la apología del franquismo o se propone ilegalizar a las
asociaciones que defiendan al dictador, convendría revisar la eficacia de estas
medidas ya ensayadas en otros lugares.
Por lo que respecta al negacionismo
del holocausto judío hay que decir que resulta inconcebible que un historiador
de medio pelo pueda negar la existencia de las cámaras de gas y de su uso
genocida. Es como negar la existencia de la luna. ¿Por qué lo hacen?, ¿por qué
se exponen a la mofa profesional? Pues porque recurren a la información
histórica para negar unos hechos, como las muertes en las cámaras de gas -todo
lo infundada que sea pero un juicio que se mueve en clave científica- para
camuflar su verdadera intención, a saber, que les parece bien que funcionasen.
Saben perfectamente que el genocidio perpetrado por los nazis contra los judíos
existió y piensan, además, que hicieron bien. Niegan los hechos para afirmar su
sentido. Y ¿por qué no lo dicen claramente? Porque provocarían la indignación
hasta de los suyos. Vivimos en la cultura del “no matarás” y no se lleva la
apología del asesinato. Por eso prefieren pasar por tontos a ser tachados de
malos. Es verdad que negando los hechos no sólo hacen el ridículo como
historiadores sino que además son condenados por delincuentes. Pero prefieren
el oprobio de la ignorancia al desprecio moral que supondría mostrarse
cómplices o partidarios del exterminio.
Precisamente por eso -porque el
problema del negacionismo no consiste en afirmar o negar un hecho histórico
sino en estar de acuerdo con el crimen contra la humanidad- es por lo que no
hay que abusar del derecho penal. Mandando a la cárcel o imponiendo una multa a
quienes niegue un hecho histórico, no conseguimos atajar el verdadero problema:
la negación primero política y luego física del otro. Lo que el negacionismo
oculta no son hechos sino un juicio inmoral, a saber, estar de acuerdo con el
asesinato del judío, del gitano o del homosexual.
La negación del otro no se combate
tanto con la prohibición legal cuanto con educación cívica. Si la dictadura
franquista fue, primero, un golpe de estado contra la democracia; luego una
persecución física y metafísica del disidente, para acabar siendo una pertinaz
negación de los derechos humanos, eso no se combate eficazmente persiguiendo al
dictador y a su régimen, ya desaparecidos, sino enfrentándonos a las secuelas
que esos largos cuarenta años han dejado en las distintas generaciones que han
pasado por sus manos.
No se trata de rebajar el horror que
supuso el franquismo sino todo lo contrario. Al centrar la atención en lo que
queda del mismo, lo que se está diciendo es que estamos no sólo ante un
vergonzoso episodio histórico sino, peor aún, ante un acontecimiento epocal que
nos sigue marcando. Los alemanes se liberaron de Hitler cuando enterraron el
hitlerismo y eso no ocurrió en 1945 sino treinta años después. Entretanto
siguieron siendo igual de antisemitas, de anticomunistas, de autoritarios y de
antipolíticos que antes. El cambio se produjo cuando se produjo lo que allí se
llamó “el duelo”, que no fue sólo armarse de valor para asumir sus
responsabilidades colectivas por lo ocurrido con los nazis, sino revisar
críticamente su escala de valores y destripar sus prejuicios en vistas a un
nuevo talante que hiciera imposible la tentación totalitaria. El cambio no fue
automático sino resultado de un gigantesco esfuerzo colectivo en el que se
volcó la tele, la escuela, la literatura, el periodismo y también la política.
Nos lamentamos de que los jóvenes no
sepan quién fue Franco. Peor es que inconscientemente les estemos transmitiendo
“valores” franquistas. Restos franquistas los hay por doquier, por ejemplo, en
nuestra natural tendencia a demonizar al que piensa, vota, lee un periódico u
oye una emisora diferente a la nuestra; o en la sospecha permanente contra la
política; o en el desprecio de la cosa pública, por no hablar de tópicos
insostenibles como los que desgranó Pablo Casado el pasado 12 de octubre a
propósito de la conquista de América. Alguien le debería regalar el libro del
historiador mexicano León Portilla titulado La
visión de los vencidos. Mejor que gastar energías en corregir el código
penal sería invertirlas en una educación que nos enseñara a valorar al
diferente y nos liberara de tópicos insostenibles.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 3 de noviembre 2018)