28/1/19

Negar los hechos y aprobar el crimen


            Acaba de morir en Francia Robert Faucillon, un personaje que en sí mismo no merece la menor atención si no fuera porque fue figura destacada del negacionismo. Decía que los nazis utilizaban las cámaras de gas para despiojar a los judíos y que el Diario de Ana Frank es un invento. Como en Francia negar el genocidio judío es un delito, no salía de los tribunales, siempre con alguna condena a cuestas. Ha muerto con 89 años y en Vichy, la ciudad del fascismo francés. No ha muerto en el olvido. Jean Marie Le Pen ha celebrado su valentía, la misma que en su día proclamaron los ayatolhas de Irán, y habrá que ver cómo le festeja la extrema derecha europea.

            Como hay en España quien, a propósito de una posible nueva ley de la Memoria Histórica, quiere castigar con el código penal la apología del franquismo o se propone ilegalizar a las asociaciones que defiendan al dictador, convendría revisar la eficacia de estas medidas ya ensayadas en otros lugares.

            Por lo que respecta al negacionismo del holocausto judío hay que decir que resulta inconcebible que un historiador de medio pelo pueda negar la existencia de las cámaras de gas y de su uso genocida. Es como negar la existencia de la luna. ¿Por qué lo hacen?, ¿por qué se exponen a la mofa profesional? Pues porque recurren a la información histórica para negar unos hechos, como las muertes en las cámaras de gas -todo lo infundada que sea pero un juicio que se mueve en clave científica- para camuflar su verdadera intención, a saber, que les parece bien que funcionasen. Saben perfectamente que el genocidio perpetrado por los nazis contra los judíos existió y piensan, además, que hicieron bien. Niegan los hechos para afirmar su sentido. Y ¿por qué no lo dicen claramente? Porque provocarían la indignación hasta de los suyos. Vivimos en la cultura del “no matarás” y no se lleva la apología del asesinato. Por eso prefieren pasar por tontos a ser tachados de malos. Es verdad que negando los hechos no sólo hacen el ridículo como historiadores sino que además son condenados por delincuentes. Pero prefieren el oprobio de la ignorancia al desprecio moral que supondría mostrarse cómplices o partidarios del exterminio.

            Precisamente por eso -porque el problema del negacionismo no consiste en afirmar o negar un hecho histórico sino en estar de acuerdo con el crimen contra la humanidad- es por lo que no hay que abusar del derecho penal. Mandando a la cárcel o imponiendo una multa a quienes niegue un hecho histórico, no conseguimos atajar el verdadero problema: la negación primero política y luego física del otro. Lo que el negacionismo oculta no son hechos sino un juicio inmoral, a saber, estar de acuerdo con el asesinato del judío, del gitano o del homosexual.

            La negación del otro no se combate tanto con la prohibición legal cuanto con educación cívica. Si la dictadura franquista fue, primero, un golpe de estado contra la democracia; luego una persecución física y metafísica del disidente, para acabar siendo una pertinaz negación de los derechos humanos, eso no se combate eficazmente persiguiendo al dictador y a su régimen, ya desaparecidos, sino enfrentándonos a las secuelas que esos largos cuarenta años han dejado en las distintas generaciones que han pasado por sus manos.

            No se trata de rebajar el horror que supuso el franquismo sino todo lo contrario. Al centrar la atención en lo que queda del mismo, lo que se está diciendo es que estamos no sólo ante un vergonzoso episodio histórico sino, peor aún, ante un acontecimiento epocal que nos sigue marcando. Los alemanes se liberaron de Hitler cuando enterraron el hitlerismo y eso no ocurrió en 1945 sino treinta años después. Entretanto siguieron siendo igual de antisemitas, de anticomunistas, de autoritarios y de antipolíticos que antes. El cambio se produjo cuando se produjo lo que allí se llamó “el duelo”, que no fue sólo armarse de valor para asumir sus responsabilidades colectivas por lo ocurrido con los nazis, sino revisar críticamente su escala de valores y destripar sus prejuicios en vistas a un nuevo talante que hiciera imposible la tentación totalitaria. El cambio no fue automático sino resultado de un gigantesco esfuerzo colectivo en el que se volcó la tele, la escuela, la literatura, el periodismo y también la política.

            Nos lamentamos de que los jóvenes no sepan quién fue Franco. Peor es que inconscientemente les estemos transmitiendo “valores” franquistas. Restos franquistas los hay por doquier, por ejemplo, en nuestra natural tendencia a demonizar al que piensa, vota, lee un periódico u oye una emisora diferente a la nuestra; o en la sospecha permanente contra la política; o en el desprecio de la cosa pública, por no hablar de tópicos insostenibles como los que desgranó Pablo Casado el pasado 12 de octubre a propósito de la conquista de América. Alguien le debería regalar el libro del historiador mexicano León Portilla titulado La visión de los vencidos. Mejor que gastar energías en corregir el código penal sería invertirlas en una educación que nos enseñara a valorar al diferente y nos liberara de tópicos insostenibles.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 3 de noviembre 2018)