10/2/19

Por qué la Iglesia ocultó la pederastia


            La que está cayendo sobre la Iglesia debido a la pésima gestión de los numerosos casos de pederastia de clérigos, evoca los momentos más turbios de su milenaria historia. Es verdad que la Iglesia siempre ha sabido con qué barro estaba construida, de ahí que se declarada presta a la autocrítica y a la rectificación -“Ecclesia semper reformanda”, dice una de sus divisas- pero lo decía con la boca pequeña o, si se prefiere, lo limitaba al terreno doctrinal y dogmático.


            No pensaba que tuviera que desnudarse ante el mundo en asuntos de moral. Ese era su territorio preferido en el que se había hecho fuerte cuando perdió peso político. Recuerdo un debate en el Ministerio de Educación con los obispos a propósito de una ley de educación (la LODE). La comisión episcopal se había traído como refuerzo a un perito llamado Rouco Varela, luego factótum de la Iglesia española. El experto episcopal negaba por las buenas competencia al Estado en asuntos de educación por dos razones: que ésta es un derecho natural y que la Iglesia es quien le gestiona; y que la moral del Estado es asunto religioso siendo otra vez la Iglesia y no la voluntad ciudadana quien la dicta. Independientemente del nulo sentido democrático que revelaban aquellas palabras lo que sí dejaban bien claro era la importancia que daba la Iglesia a la moral.

            Por eso todo este escándalo es algo más que un tropiezo. Lo mismo debió pensar el Papa anterior que se hizo a un lado para que otro con más arrestos le plantara cara. Me recuerda, salvatis salvandis, la desolación del socialismo español cuando en los últimos años del Gobierno de Felipe González empezaron a aflorar casos severos de corrupción. A muchos socialistas se les vino el mundo encima porque se habían creído honradamente lo de “Cien años de honradez”, lema del PSOE en las elecciones de 1986. Se les había grabado la imagen de un partido que en los momentos fundacionales se parecía más a una comunidad apostólica que a una célula partidaria. En el primer aniversario de la muerte de Pablo Iglesias, 1926, El Socialista publicó la maqueta de una estatua conmemorativa  con un pie de foto que decía “Al apóstol sublime de los explotados”. Habían crecido en una tradición que daba por hecho la honradez socialista como si ésta viniera de fábrica.

            ¿Qué hacer en estos momentos tan traumáticos? Es inevitable que haya malas hierbas. El problema es cómo combatirlas. Y aquí las instituciones -los Partidos o la Iglesia- tienen un problema porque sacrifican todo al prestigio y al buen nombre de la Institución. Se aguanta todo mientras no sea público y dañe la imagen. En esto la Iglesia lo tiene más difícil porque de entrada se define como santa. Debe de ser una santidad de baja calidad si resulta que encubre tan celosamente las bajezas de algunos de sus miembros por miedo a que la contaminen.

            Esta institución tiene que revisar el orgullo institucional. Me llega un escrito de un teólogo alemán donde dice que “ciudadanos naturales del Reino son los que tienen hambre, los que lloran, los perseguidos y despreciados. A ellos les pertenece el Reino  por derecho y a los demás sólo en la medida en que se arriman a ellos”. Primero son las personas y luego el resto, casa incluida. Acoger a las personas que sufren y ocuparse también de los que hacen sufrir. Si Dostoievstki decía “que toda la armonía del mundo no justificaba las lágrimas de un niño” ¿cómo poner delante de tanto sufrimiento el prestigio de la casa? Como dice Georges Brassens en una de sus canciones “les copains d’abord”. Les ha pasado a quienes han pilotado la nave de la Iglesia lo mismo que a los grandes hombres que han protagonizado la historia: creen tanto en sus casas -Iglesia o historia- que no han tenido inconveniente en invisibilizar lo que obstaculice su progreso.

            Bienvenidas todas las medidas orientadas a vigilar la formación de los candidatos a convertirse en pastores. La pederastia es condenable siempre, venga de donde venga, aunque desconciertan las palabras del nuevo portavoz de la Conferencia Episcopal que pone el foco en la inclinación sexual de los seminaristas cuando lo realmente desconcertante ha sido la torpeza o complicidad de los pastores a la hora de combatir los abusos en nombre de una concepción patrimonialista de la Iglesia. El problema lo tiene la Iglesia y ella verá si está dispuesta a desandar el camino que la ha alejado del Monte del Sermón donde se aclara su razón de ser. Es como si los repartidores de los panes y de los peces se hubieran puesto por delante de los “ciudadanos naturales del Reino”.

            El Papa Francisco que vino al mundo -mejor, al Papado-para enfrentarse a esta lacra, está viendo que a quien tiene enfrente no es sólo a los pederastas, siempre cobardes y taimados, sino a muchos obispos. Unos porque piensan salvaguardar así la santidad de la institución; otros porque entienden, como los políticos españoles, que la autocrítica es señal de debilidad; sin que falten quienes, mejor intencionados, focalizan el problema exclusivamente en los abusadores. Francisco, que cifra la respuesta en otro modo de entender la Iglesia, está cada vez más solo.