La
que está cayendo sobre la Iglesia debido a la pésima gestión de los numerosos
casos de pederastia de clérigos, evoca los momentos más turbios de su milenaria
historia. Es verdad que la Iglesia siempre ha sabido con qué barro estaba
construida, de ahí que se declarada presta a la autocrítica y a la
rectificación -“Ecclesia semper reformanda”, dice una de sus divisas- pero lo
decía con la boca pequeña o, si se prefiere, lo limitaba al terreno doctrinal y
dogmático.
No pensaba que tuviera que
desnudarse ante el mundo en asuntos de moral. Ese era su territorio preferido
en el que se había hecho fuerte cuando perdió peso político. Recuerdo un debate
en el Ministerio de Educación con los obispos a propósito de una ley de
educación (la LODE). La comisión episcopal se había traído como refuerzo a un
perito llamado Rouco Varela, luego factótum
de la Iglesia española. El experto episcopal negaba por las buenas competencia
al Estado en asuntos de educación por dos razones: que ésta es un derecho
natural y que la Iglesia es quien le gestiona; y que la moral del Estado es
asunto religioso siendo otra vez la Iglesia y no la voluntad ciudadana quien la
dicta. Independientemente del nulo sentido democrático que revelaban aquellas
palabras lo que sí dejaban bien claro era la importancia que daba la Iglesia a
la moral.
Por eso todo este escándalo es algo
más que un tropiezo. Lo mismo debió pensar el Papa anterior que se hizo a un
lado para que otro con más arrestos le plantara cara. Me recuerda, salvatis salvandis, la desolación del
socialismo español cuando en los últimos años del Gobierno de Felipe González
empezaron a aflorar casos severos de corrupción. A muchos socialistas se les
vino el mundo encima porque se habían creído honradamente lo de “Cien años de
honradez”, lema del PSOE en las elecciones de 1986. Se les había grabado la
imagen de un partido que en los momentos fundacionales se parecía más a una
comunidad apostólica que a una célula partidaria. En el primer aniversario de
la muerte de Pablo Iglesias, 1926, El
Socialista publicó la maqueta de una estatua conmemorativa con un pie de foto que decía “Al apóstol
sublime de los explotados”. Habían crecido en una tradición que daba por hecho
la honradez socialista como si ésta viniera de fábrica.
¿Qué hacer en estos momentos tan
traumáticos? Es inevitable que haya malas hierbas. El problema es cómo
combatirlas. Y aquí las instituciones -los Partidos o la Iglesia- tienen un
problema porque sacrifican todo al prestigio y al buen nombre de la
Institución. Se aguanta todo mientras no sea público y dañe la imagen. En esto
la Iglesia lo tiene más difícil porque de entrada se define como santa. Debe de
ser una santidad de baja calidad si resulta que encubre tan celosamente las
bajezas de algunos de sus miembros por miedo a que la contaminen.
Esta institución tiene que revisar
el orgullo institucional. Me llega un escrito de un teólogo alemán donde dice
que “ciudadanos naturales del Reino son los que tienen hambre, los que lloran,
los perseguidos y despreciados. A ellos les pertenece el Reino por derecho y a los demás sólo en la medida en
que se arriman a ellos”. Primero son las personas y luego el resto, casa incluida.
Acoger a las personas que sufren y ocuparse también de los que hacen sufrir. Si
Dostoievstki decía “que toda la armonía del mundo no justificaba las lágrimas
de un niño” ¿cómo poner delante de tanto sufrimiento el prestigio de la casa? Como
dice Georges Brassens en una de sus canciones “les copains d’abord”. Les ha
pasado a quienes han pilotado la nave de la Iglesia lo mismo que a los grandes
hombres que han protagonizado la historia: creen tanto en sus casas -Iglesia o
historia- que no han tenido inconveniente en invisibilizar lo que obstaculice
su progreso.
Bienvenidas todas las medidas
orientadas a vigilar la formación de los candidatos a convertirse en pastores.
La pederastia es condenable siempre, venga de donde venga, aunque desconciertan
las palabras del nuevo portavoz de la Conferencia Episcopal que pone el foco en
la inclinación sexual de los seminaristas cuando lo realmente desconcertante ha
sido la torpeza o complicidad de los pastores a la hora de combatir los abusos
en nombre de una concepción patrimonialista de la Iglesia. El problema lo tiene
la Iglesia y ella verá si está dispuesta a desandar el camino que la ha alejado
del Monte del Sermón donde se aclara su razón de ser. Es como si los
repartidores de los panes y de los peces se hubieran puesto por delante de los
“ciudadanos naturales del Reino”.
El Papa Francisco que vino al mundo
-mejor, al Papado-para enfrentarse a esta lacra, está viendo que a quien tiene
enfrente no es sólo a los pederastas, siempre cobardes y taimados, sino a muchos
obispos. Unos porque piensan salvaguardar así la santidad de la institución;
otros porque entienden, como los políticos españoles, que la autocrítica es
señal de debilidad; sin que falten quienes, mejor intencionados, focalizan el
problema exclusivamente en los abusadores. Francisco, que cifra la respuesta en
otro modo de entender la Iglesia, está cada vez más solo.