Hablar durante muchos años y en
lugares distintos sobre la significación teórica y práctica de Auschwitz me ha
enseñado mucho. En primer lugar que Auschwitz es, como dirían los escolásticos,
“el analogado mayor” de la violencia, es decir, el laboratorio donde aparece
con mayor claridad lo que en otras formas de barbarie está camuflado. Desde esa
barbarie singular se puede ver y juzgar mejor lo que ocurre en el País Vasco
con ETA o en Colombia con las FARC o los paralimitares. También he podido
constatar la frecuencia con que se repiten las mismas preguntas. Lo que pretendo con las líneas subsiguientes
es recoger esas preguntas que emergen en contextos muy diferentes y tratar de
responderlas desde el “analogado mayor”.
1.
Auschwitz y el Estado de Israel.
Claro que no son lo mismo porque la
docena de muertos palestinos en Yenin tienen que ver con un estado de guerra
mientras que los millones de judíos asesinados lo fueron por haber nacido
judíos. Pero más allá de esta reflexión
primaria debido a que nada tiene que ver Yenin o Ramala con Birkenau o el gheto
de Varsovia, hay otra de más alcance. Y es que el Estado de Israel es nuestra
responsabilidad. Los judíos vivieron durante siglos en diáspora, es decir,
habiendo renunciado conscientemente a tener Estado propio. Entendieron que lo
suyo era vivir pacíficamente entre los demás pueblos. Pero aquello acabó siendo
insoportable a la identidad de los respectivos estados y por eso fueron
expulsados de todos los países, uno tras otro. Los Estados europeos no
toleraban la diferencia y eso dio origen al nacimiento del sionismo y a la
postre del Estado de Israel. Por eso yo aconsejaría a quien se indigne por los
atropellos del Estado israelí -que los tiene- que piense antes en su propia
responsabilidad. Sólo podemos ser críticos si somos autocríticos. Palestina es
un problema europeo.
2.
La Zona Gris o el recurso a la exculpación.
El
concepto de zona gris fue acuñado por Primo Levi para señalar esa situación en
la que las fronteras que separan a la víctima del victimario parecen
disolverse. El se refería en concreto a la figura de los Sonderkommando, integrado por “los más desgraciados del campo”,
decía, porque eran judíos que tenían que activar las puertas del infierno, es
decir, las puertas de las cámaras de gas y las de los hornos crematorios.
Odiados por los demás porque parecían estar del lado de los verdugos.
Pero Levi al llegar a este punto se
pone serio y sentencia: “hubo víctimas y hubo verdugos”. No confundamos. Esa
figura de la zona gris ha hecho fortuna y ha servido para predicar la
exculpación de los verdugos invocando la equidistancia entre sufrimientos o el
supuesto hecho de que “hubo violencia de todas partes”. Es una fórmula muy
socorrida por parte de quienes desempeñan políticas de la memoria, dirigidas
por el poder y encaminadas a pasar página cuanto antes en nombre de la
reconciliación. Conviene en estos casos no perder la perspectiva de Primo Levi:
hubo víctimas y hubo verdugos. Y esto nos obliga a varias aclaraciones. En
primer lugar, que hubo víctimas incluso en el caso de que la víctima fuera un
presunto delincuente. La víctima es inocente respecto a la violencia que se la
causa y lo es incluso en el caso de que sea un presunto delincuente. Supongamos
un montonero que se levanta en armas contra un gobierno legítimo, el de Perón.
Es un presunto delincuente y que como
tal merece un juicio justo. Si en lugar de eso se le ajusticia o se le hace
desparecer, queda convertido en víctima. No confundamos ni equiparemos la
violencia del delincuente con la del Estado, como si la una justificara a la
otra. Nada de la teoría argentina de los dos demonios. Hubo víctimas y hubo
victimarios.
Giorgio Agamben dice que nada
ejemplifica mejor la Zona Gris que el
partido de fútbol en la explanada de los crematorios de Birkenau entre nazis y
judíos del Sonderkommando. Ese
partido tuvo lugar y sigue jugándose pero eso no significa reconocer la
diferencia sino a hilar fino a la hora de hacer juicios. Las víctimas no tienen
por qué ser héroes pero su cobardía o sus debilidades no exculpan a los
verdugos.
3. Hubo víctimas de ETA y del GAL; en las
filas republicanas y en la banda franquista; víctimas judías y alemanas.
Eso
no significa que tengan la misma significación política: el asesinato de una
religiosa era un delito. Y el hecho de que fuera perpetrado por republicanos
que querían defender la República no les exime de responsabilidad: eran
delincuentes que contravenían las leyes de la República y que merecían ser
juzgados y condenados por la propia República. Las víctimas republicanas, sin
embargo, formaban parte de una estrategia de exterminio, propiciada por los
responsables del golpe, que no cabe calificar de delitos sino de crímenes
contra la humanidad. Consecuentemente el crimen no afecta de la misma manera a
la República que a los franquistas ya que en el primer caso va contra su ser
(Estado de derecho), por eso es un delito; mientras que en el segundo caso es
parte de su estrategia que se basa en el asesinato con lo que su ideología política
se basa en algo parecido a crímenes contra la humanidad.
Tienen
pues una significación política distinta y eso tiene una consecuencia en el
tratamiento que hoy damos a unas víctimas y otras. Por ejemplo, hubo alemanes
que fueron víctimas: los torturados y asesinados por el ejército rojo; los que
cayeron en Dresden tras el bombardeo punitivo de los aliados; los alemanes de
los sudetes que, a pesar de ser alemanes, habían combatido contra el fascismo,
pero que por ser alemanes fueron duramente reprimidos tras la guerra. Hubo
alemanes víctimas pero que sólo al cabo de los años reivindicaron su condición
de tales. Todo tiene su tempo. Sólo se pudo hablar de los alemanes como
víctimas cuando la sociedad alemana había interiorizado su culpa, su
protagonismo en el mal.
Algo
de esto habría que decir respecto a las víctimas del GAL o de la policía. Primero,
son iguales como víctimas y por tanto no puede haber discriminaciones
epistémicas; segundo: pero no significan políticamente lo mismo porque las del
GAL, aunque estuvieran organizados desde las cloacas del Ministerio del
Interior, eran para el Estado delitos que tenía la obligación de perseguir (de
hecho hubo un ministro del interior encarcelado), mientras que el asesinato era
para ETA un acto heroico que la organización no sólo no castigaba sino que
promovía como parte esencial de su estrategia. Si no mató más no fue porque no
quisiera sino porque no pudo. Eso contamina su estrategia y su ideal político;
tercero: tampoco pueden ser tratadas públicamente de la misma manera porque
hubo GAL porque hubo ETA. Hay un orden de responsabilidades.
Esto
último es de la mayor importancia. Uno de los efectos de la violencia es la de
degradar a las propias víctimas. Desmond Tutú cuenta un episodio de la Comisión
de la Verdad de Suráfrica que viene a cuento. Tuvo que comparecer
Winni Mandela, primera mujer de Mandela, su fiel acompañante durante mucho
tiempo. Pero está mujer tuvo que pasar por la Comisión de la Verdad acusada de
matar y torturar a muchos inocentes (negros) acusados de espías. Un testigo dio
una explicación que es digna de ser meditada. Dijo: “la opresión ejercida por el
apartheid fue quizá el cáncer inicial pero fueron muchos los oponentes que
fueron contaminados y eso les alteró el sentido del bien y el mal. Es posible
que uno acabe pareciéndose a aquello que más detesta y eso es una de las
grandes tragedias de la vida. El caso de Winni es un buen ejemplo de ello” (Desmond Tutu, Pas d’avenir sans pardon, 137).
4.La arrogancia del verdugo.
Ocurría
con ellos como cuando en el País Vasco, alguien del entorno abertzale se
disculpa, incluso lamenta los daños causados. Asumen, sí, su responsabilidad de
alguna manera, pero no se les cree porque no se sienten culpables. Hay una fina
relación entre asumir responsabilidades y sentirse culpables. La
responsabilidad es ad extra; la
culpa, ad intra. Uno se siente
culpable cuando es consciente del daño que se ha hecho a sí mismo al hacer daño
al otro. El crimen deshumaniza al criminal. Quien es consciente de eso, no
puede presentarse dando lecciones, ni poniendo condiciones a su
responsabilidad.
Para entender la culpa en este sentido, conviene releer
el relato Deutsches Requiem de Jorge
Luis Borges. Ahí habla de un oficial
nazi, Otto Dietrich zur Linde, que va a ser ejecutado a la madrugada siguiente.
Durante la vigilia repasa su vida y no puede más que sentirse orgulloso de
ella. Apostó por el nuevo hombre hitleriano y en ello puso todo su empeño. “El
nazismo, intrínsicamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre,
que está viciado, para vestirse de nuevo”, declara a modo de principio
filosófico. Sólo descubre una mancha en su inmaculado expediente, mancha que no
pasó de una tentación a la que afortunadamente supo resistir. Fue una noche
cuando compareció ante él un anciano, poeta por más señas, que respiraba bondad
por los cuatros costados. Se llamaba David Jerusalem. “Fui severo con él”,
confiesa, “no permití que me ablandara ni la compasión ni su gloria”. Está
evocando el momento de debilidad, cuanto tuvo la tentación de perdonarle la
vida. Esa fue la tentación que superó bravamente ordenando su destrucción.
“Ignoro”, se dice en este momento solemne, “si Jerusalem comprendió que si yo
lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni
siquiera un judío; se había transformando en el símbolo de una detestada zona
de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido
con él; por eso, fui implacable”.Tenía que matar la compasión que empezaba a
renacer en él. No se mata impunemente. El crimen deshumaniza al criminal. Los
nazis lo sabían bien por eso sometían a sus cachorros a una “cura de
in-humanidad” con el fin de despojarles de todo rastro de humanidad y hacerles
aptos para las tareas genocidas que se esperaba de ellos. Cuando Hitler expone
el programa educativo que tiene que recorrer el “hombre nuevo” del nazismo no
tiene empacho en desvelar el precio que tendrán que pagar: “éstos”, dice, “no
volverán a ser libres para el resto de sus vidas”. El crimen insensibiliza una
parte de la humanidad del verdugo y de aquellos que le jalean o se muestran
indiferentes. Es mucho lo que muere cuando se mata.
NB. Para entender la verdad de esta
deshumanización del verdugo bueno es escuchar de labios de las propias víctimas
cómo la violencia del verdugo consigue deshumanizar a las propias víctimas.
Jean
Améry decía: nos salvamos los peores; no éramos solidarios, salimos sin haber
aprendido nada. No es que estuvieran hechos de peor pasta que nosotros, es que,
como apunta agudamente Elie Wiesel, "los santos (o los héroes) son los que
mueren antes del final". Hay un umbral de sufrimiento que si se le
traspasa, ya no hay dignidad, ni santidad, ni heroicidad posible. Y en los
campos ese límite fue sistemáticamente
superado. Claro que hubo héroes y santos, pero eran la excepción.
Eso explica en parte el sentimiento de culpa de los
sobrevivientes. Recuerdan que los mejores quedaron en el camino y que, para
seguir adelante, tuvieron que bajar la cabeza, como les ocurrió cuando no
fueron capaces de quitarse la gorra en señas de respeto por quien iba a morir
ahorcado gritando para animarles: ánimo
"¡compañeros, yo seré el último!" En lugar de ello recuerda un
pesaroso Levi “no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el
alemán nos lo ha ordenado ya no quedan hombres fuertes entre nosotros. El
ultimo pende ahora sobre nuestras cabezas y para los demás pocos cabestros han
bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a
nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera.
Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha
sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo
vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía,
ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue” (1). Y en el
estremecedor relato de Gradowski, el Sonderkommando
que escondió su relato entre las piedras de la cámaras de gas antes de ser
asesinado, reconoce abatido: "la moral, la ética, igual que la vida, yacen
en una tumba". Así explica Levi, la
cobardía, la deshumanización del Lager.
5. La pluralidad de relatos.
No
es lo mismo cuando la barbarie o el terrorismo es vencido (caso del nazismo en
Europa) que cuando no lo es (caso de las FARC) o cuando de alguna manera
sobrevive metamorfoseado en partidos políticos o movimientos sociales (caso de
ETA). En estos dos últimos casos se plantea algo que sería impensable en el
primero: la pluralidad de relatos. ¿Habría que aceptar una pluralidad de relatos
porque hay pluralidad de memorias, tanto de los individuos como de los
colectivos implicados?
Creo
que hay una cierta confusión en torno al tópico “pluralidad de relatos”. En
todo relato hay tres componentes: la vivencia del acontecimiento, el conocimiento
de los hechos y la transmisión de su significación, es decir, hay un componente
subjetivo, otro cognitivo y otro hermenéutico.
En
cuando a la vivencia es evidente la pluralidad de relatos. Cada cual lo vivió
de una manera y eso es inamovible. Los hubo que celebraban cada muerte con cava
y quienes la lloraban, por no hablar de los que miraron a otro lado. En
relación al relato de los hechos, no debería ser imposible tener un relato
aceptado por la mayoría en lo referente al conocimiento de los hechos y esto no
por imposición oficial sino como el resultado de las investigaciones de los
historiadores. Naturalmente que puede y debe haber una pluralidad de enfoques y
que el relato histórico está sometido a la aparición de nuevos hechos. Pero los
distintos enfoques, si son verdaderos, serán complementarios y no excluyentes. Y
si opuestos, deberían dirimirse desde el conocimiento de los hechos. Sobre
Auschwitz o la II Guerra Mundial hay muchas historias pero hay un acuerdo fundamental
sobre lo ocurrido, abierto eso sí a nuevos descubrimientos. Claro que hay
negacionistas, pero la comunidad científica de historiadores no les toma en
serio porque lo que en el fondo quieren decir no es que no hubo Auschwitz sino
que da lo mismo si lo hubo. El tema de fondo es el de su significación.
Otra
cosa es la interpretación (moral) de los hechos: no es lo mismo la visión o la
interpretación de la conquista que se hacía y se hace en las escuelas españolas
que en las mejicanas. Una cuenta el pasado desde el sufrimiento del vencido y
la otra desde el orgullo del vencedor. ¿Significa eso que hay que aceptar una
pluralidad de relatos en el sentido de que todos tienen su verdad y están
legitimados y deberían coexistir? No lo creo. No creo en la pluralidad moral de
relatos. Hay un criterio de verdad que debería graduar la valoración de los
relatos: la compasión, el lugar que en ese relato tengan las víctimas, la
relevancia que tenga, por tanto, el sufrimiento causado. Habrá quien piense que
fue algo lamentable pero inevitable habida cuenta de la grandeza histórica del
proyecto político que animaba a ETA: quien así haga no respeta la injusticia
hecha a la víctima; habrá quien piense que todo el mundo sufrió de alguna
manera y eso exculpa a todos: quien así haga niega la justicia debida a las
víctimas; habrá quien piense que la violencia deshumanizó al violento y a la
sociedad que lo consintió: y ese asume un punto de vista moral.
Si
el centro de gravedad del relato es el lugar del sufrimiento, entonces parece
incuestionable que el relato del terrorismo debe tener como epicentro la
significación de las víctimas por la sencilla razón de que eso es lo que trata
de ocultar el acto violento. Desde siempre la muerte de un ser humano ha ido
acompañada de una interpretación de la misma. El que mata actúa, en efecto, en
dos frentes: en el físico o corporal (lucha por quitar la vida del otro) y en
el espiritual o hermenéutico (trata de quitar importancia o significación a la
negación de la vida: Es lo que llamamos invisibilización de la víctima). De ahí
la necesidad de centrar el relato en aquello que el acto violento trataba de
invisibilizar. Esta estrategia fue llevada a su perfección por los nazis que no
sólo querían matar judíos sino expulsarlos de la condición humana (tratarles
como animales y persuadir a los demás pueblos y también a los propios judíos
que no eran humanos), pero se lleva a cabo en toda estrategia terrorista, en
toda estrategia política que incluye como arma política el asesinato
La
respuesta a esa estrategia de olvido es el deber de memoria, es decir, la visibilización
o significación de las víctimas que tan bien resumía el humanista Castelio
cuando se enfrentó al tirano Calvino por la condena a muerte del médico Servet,
a saber, que "Matar a
un hombre es matar a un ser humano y no defender una doctrina". Eso es
innegociable.
Debería
darse entre nosotros un gran debate sobre el relato que no ha tenido lugar
porque nos hemos instalado en la pluralidad confundiendo vivencia subjetiva con
una lectura histórica de la violencia. Un modelo podría ser el Historikerestreit
en Alemania. Lo que ahí se discutía era el lugar de Auschwitz en la historia
alemana. Hubo dos posiciones: la de quienes decían que era un accidente, un
traspié, de la historia como otros pueblos habían tenido los suyos (los
españoles con la conquista) pero que no alteraba la significación de la
historia en su conjunto: sentirse orgullosos de una gran historia; la de
quienes entendían que Auschwitz significaba un antes y un después, una quiebra
de la identidad, una renuncia al orgullo alemán, pues ese momento había
contaminado todo: los libros que se escribieron, las ideologías que se
defendieron, la religión que se practicó. El único orgullo posible, el
patriotismo constitucional, una ironía pues esa constitución había sido
impuesta y no votada.
6. Sobre el perdón.
El perdón
es gratuito pero no gratis. No es gratis pues algo tiene que poner de su parte
el criminal. Derrida parece querer decir otra cosa cuando habla de que “el
perdón es de lo imperdonable”, es decir, gratis. Pero en el fondo decimos lo
mismo: el perdón siempre sale gratis porque no
hay manera de comprarle aunque se “pague” con el arrepentimiento. Ahora
bien, de cara a la reconciliación social, el victimario no puede ser un sujeto
pasivo: se le necesita, se necesita su presencia activa, se necesita que haga
ese proceso que lleva a la solicitud del perdón. Pero siempre es “gratuito”: la
víctima puede o no perdonar. Y cuando perdona es a sabiendas de que el valor
del crimen no tiene precio con qué pagarlo.
No parece
que el perdón esté dando mucho juego, de ahí el interés de la carta de un
exterra, Chelis, "Pedir perdón
desde el sufrimiento de la víctimas", y la respuesta de Mikel Azurmendi (2).
La carta de Chelis merece todo el
respeto. Es una análisis crítico, responsable, que termina así: "habiendo
sido durante años militante de ETA soy plenamente consciente de la
responsabilidad que ello conlleva para con las numerosas víctimas que ha
generado ETA ... estoy profunda y sinceramentre arrepentido ... pido
públicamente perdón de todo corazón..."
Por mi
parte, me permito tres consideraciones que dividiría en los siguientes
apartados:
a) lo
encomiable de la carta que se substancia en reconocer el daño, el
arrepentimiento, la solicitud del perdón. Sobre este particular precisa que no
espera ningún favor sino que lo hace porque lo considera un gesto humano que
dignifica; también le mueve a ello la esperanza de que ese gesto ayude a
realizar el duelo de los familiares.
b) Lo
discutible de la carta. Resulta discutible que Chelis se asigne, por el hecho de perdir perdón, una dignidad y
humanidad que podríamos calificar de precipitada. Nadie pierde la condición
humana por un hecho y nadie recupera la humanidad perdida, con un gesto. La
cosa es más complicada: un acto criminal "enferma el alma", atenta contra
la humanidad del autor que la ve disminuida en cierta medida. ¿En qué consiste
esa "autolesión"? en empobrecer la autonomía, en desgastar el poder
de la propia conciencia. Tras el crimen el criminal queda a merced del otro. Es
lo que Hegel llamaba "destino". No es el gesto puntual del perdón el
que devuelve la humanidad o la dignidad perdida. Esa conquista es un proceso
cuyo centro es la relación entre el daño al otro y el daño a sí mismo; entre el
empobrecimiento de uno y la autoridad del otro.
c) Finalmente,
lo ausente. Ausencia de la dimensión social del crimen: ha hecho daño al otro,
se ha hecho daño a si mismo, pero también a la sociedad que ha victimizado. Su
solicitud de perdón debería dirigirse también a la sociedad dañada. Ahora bien,
¿qué significa "pedir perdón" a la sociedad? Reconocer, en primer
lugar, el alcance del daño causado con la acción criminal: ha fracturado la
sociedad, la ha enfrentado, envilecido y emprobrecido."Pedir perdón"
tiene que ver con superar la fractura y realimentar la sociedad. Si el eje de
la fractura pasa por la ideología en cuyo nombre se ha matado, hay que repensar
esas ideas "nacionalistas" en cuyo nombre se ha matado. El pedir
perdón obliga a quien lo solicite el plantearse la política en términos
postnacionales y no ya nacionalistas.
La
respuesta de Mikel Azurmendi me parece un ejemplo de debate entre intelectuales
demócratas. Empieza diciendo que "hay que aplaudir la personal reflexión moral
del ex dirigente de ETA", pero la encuentra insuficiente en un punto
clave: no reflexiona sobre el daño a la sociedad ("la gran víctima"),
i.e., le falta la dimensión política del daño. Si el terrorismo etarra tenía
intención política, al tener lugar en un contexto democrático, ese terrorismo
resulta particularmente dañino. Y describe sus daños: fractura social,
perversión del lenguaje, de la historia, envilecimiento de la vida social (los
demócratas era tratados como traidores y los matones como héroes), freno al
desarrollo económico, freno al progreso moral de la ciudadanía.
Estos
aspectos "políticos" no deberían descartarse de una reflexión
"moral" como la que pretende Chelis
porque forman parte de la ética cívica. Señala dos momentos particularmente
peligrosos en su discurso: cuando dice que el objetivo de su autocrítica es
erradicar "definitivamente todo tipo de violencia especialmente la
violencia de intencionalidad política". Azurmendi se pregunta ¿de qué está
hablando? ¿de equiparar la violencia de ETA con la del Estado?
d) La
segunda pregunta crítica que le dirige se refiere a un momento de la carta en
la que se dice que vivimos en un país "tejido de tantos encuentros y
desencuentros" que tenemos que aportar lo mejor de nosotros mismos para
superar esos desencuentros. Esos desencuentros, se pregunta Azurmendi, ¿son
entre visiones alternativas en el sentido de que las dos valen democráticamente
o entre una que es democrática y otra que es totalitaria? Azurmendi recomienda
a Chelis que ponga su inteligencia al
servicio de la verdad y desmonte los mitos sobre la nación vasca, sobre la
lengua, sobre la historia o las historias inventadas. Se despide reconociendo
que la carta es el principio de un diálogo al que él está dispuesto.
7. Una sociedad ¿necesita
memoria u olvido? ¿qué importa más: encerrarse en los hechos, en la verdad o
subordinar el conocimiento y la valoración de los hechos a un bien superior
como es la convivencia y, por tanto, olvidar, pasar página? ¿Justicia o paz?
Se
me pregunta que por qué recordar y si no convendría olvidar en nombre de un
bien superior como es la convivencia. La pregunta supone y con razón que la
memoria, aunque tenga aspectos positivos (en orden a conocer la verdad, tal y
como da a entender la propia pregunta) es peligrosa, abre heridas, dificulta la
convivencia. ¿Por qué no dejarla de lado? La pregunta acierta al poner el
acento en la convivencia de las generaciones actuales y futuras. La memoria
mira hacia atrás y la convivencia o la paz al presente y al futuro: ¿qué es más
importante? Podría responder de diferentes maneras: poniendo el acento en lo
epistémico y haciendo ver la relación entre memoria y verdad de suerte que
renunciar a la memoria es renunciar al conocimiento de la verdad con todo lo
que eso comporta para un ser humano, para el homo sapiens. Pero
voy a responder agarrando el cabo que me lanza la pregunta cuando invoca el
bien superior de la convivencia. Diría que "son
más valiosos los hijos que uno ha tenido que los padres que te han tenido"
(Alejandro Rozichner), es decir, que lo prioritario es el mundo que dejaremos a
nuestros hijos y nieto; de ahí la importancia de la paz. Eso es lo que nos pide
una ética de la responsabilidad. Pero teniendo en cuenta los daños causados por los padres o a los padres,
es decir, teniendo en cuenta las víctimas causadas por la violencia y a los
causantes de las víctimas, de ahí la importancia de la justicia. Lo primero es
la paz pero no al precio de la justicia porque si basta dejar de matar para que todo se olvide, ¿qué impide volver a
matar si basta dejar de matar para que todo se olvide? Una paz estable no
puede lograrse al precio de la justicia. Pero ¿cómo se conjugan esas dos dimensiones a primera vista tan opuestas? No
es fácil porque el tempo de la paz no es el de la justicia. La paz -si por tal
entendemos el adiós a las armas- puede tener lugar en un instante, mientras que
enfrentarse a los daños de las víctimas necesita un tempo largo y, además,
memoria. Y ya sabemos que la memoria se conjuga mal con el paso del tiempo que
tiende al olvido.
Decía
Walter Benjamin que el precio que debe pagar la historia como ciencia es el
silenciamiento de lo memorable, esto es, no prestar oídos a los ecos y lamentos
del pasado. Ahora bien, si se sacrifica lo memorable es porque la ciencia es de
presente con lo que el silenciamiento de lo memorable equivale, por parte de la
ciencia histórica, a sometimiento del pasado al presente. Y eso que Benjamin
dice de la historia como ciencia es lo que de hecho pasa en la vida política y
en la vida cotidiana. De ahí lo difícil que es la justicia y, por tanto, la
paz, una paz que no sea de nuevo tregua entre dos guerras.
8.
El “síndrome Obama” o entre Auschwitz e Hiroshima
Obama
ha sido el primer Presidente que ha tenido el valor de volver a Hiroshima, el
lugar del crimen. Lloró a las víctimas y condenó el uso de las armas nucleares
pero no se atrevió a pedir perdón con la excusa “de que otros países no lo han
hecho”. Pero habría que decir a Obama que no se pide perdón para contentar a
otros, ni siquiera a las víctimas, sino porque uno reconoce el daño que se ha
hecho haciendo daño al otro. Las generaciones norteamericanas han recibido una
pesada herencia y hora es de que se la quiten de encima reconociendo que
aquellas bombas fueron estratégicamente innecesarias y moralmente
injustificables porque su éxito propagandístico dependía de la cantidad de
inocentes que fueran alcanzados.
Tenemos una deuda pendiente con las
víctimas de Hiroshima y Nagasaki y en esto sí que hay una diferencia respecto a
Auschwitz que ya no necesita más palabras sino una nueva forma de construir el
mundo. Pero de Hiroshima todavía hay que hablar por dos razones. En primer
lugar porque nuestro consciente colectivo está plagado de falsas imágenes,
inducidas por años de propaganda. Es como si los Estados Unidos no pudieran
soportar su propia acción y tuvieran que empeñarse en borrar todas las huellas.
El resultado ha sido una perversa política que primero prohibió hablar de los
daños causados por la bomba atómica; luego, amparándose en una doblegada
comisión de científicos, decretó que no habría secuelas con lo que se podía
cerrar el caso; y, finalmente, persiguiendo cualquier noticia japonesa que
evocara ese pasado, por eso les molestó que en los juegos olímpicos de Tokio,
en 1964, los japoneses eligieran para el último relevo de la antorcha olímpica
a un joven cuyo mayor delito había sido ¡nacer un cinco de agosto! La segunda
razón, tiene que ver con la naturaleza de las víctimas de un lugar y otro. Las
de Auschwitz fueron convertidas en humo, mientras que muchas de las de
Hiroshima sobreviven como fantasmas con sus cuerpos deformados, sus rostros
abrasados y su sangre envenenada. Eran más visibles, por eso hubo que emplearse
a fondo para invisibilizarlas. Es como si el deber de memoria no las hubiera
alcanzado aún.
9. El deber de memoria, de rebajas en España
Esta vez me pregunto yo, ¿por qué en España
los mismos que muestran comprensión por las víctimas del fascismo no la tienen
para con la memoria histórica, referida a las víctimas de franquismo? No hay
más que consultar brevemente las hemerotecas. Dice Fernando Savater en
"Recuerdos envenenados" (El
País, 22 de junio de 2010) que "la
memoria de los crímenes puede estar justificada en tanto viven quienes los
cometieron, pero más allá de la desaparición de estos se convierte en una carga
culpabilizadora que busca nuevos chivos expiatorios y fomenta discordias y
atropellos". De paso lanza una andanada contra el juez Garzón con su
acostumbrada mordacidad. Dice "En el
caso de las fechorías del franquismo, opino que Garzón desbarra por completo"
("El final de la cordura", El
País, 3 de noviembre de 2008). Y remata la faena sentenciando que la
memoria del holocausto es la que, en el caso del Estado de Israel, justifica
"cualquier política opresora sobre los palestinos". Savater dixit.
El
historiador Álvarez Junco, crítico nada complaciente de la barbarie nazi, se
pregunta en "De historia y amnesia", (El País, 29 de diciembre de 1997), que "¿Por qué no proponer, como base de la
convivencia, exactamente lo contrario de lo que exige Santayana: olvidar?".
Como bien se sabe la frase de Santayana, "los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla",
despide al visitante del museo del campo de Dachau. El también historiador
Santos Juliá fustiga la memoria histórica con su teoría del "echar al
olvido", al tiempo que predice el deber de memoria respecto a las víctimas
de la Shoah. Véase, por ejemplo, su artículo "Destruir el recuerdo del mal
radical" (El País, 21 de junio
de 2015), donde critica con toda razón el chiste antisemita de un concejal de
cultura del ayuntamiento de Madrid, al tiempo que zarandea un día sí y otro
también la memoria histórica española, por ejemplo en "Amnistía como
triunfo de la memoria" (El País,
24 de noviembre de 2008). Manuel Cruz afirma por su parte que toda
memoria es conservadora porque hace del pasado norma del presente; paralizante
porque nos hace perder el tiempo en escenarios de horror que no son los que
ahora se llevan; desorientadora ya que incita a compensar la falta de
argumentos con relatos del horror; e inmoral por recurrir al dolor de las
víctimas para justificar lo injustificable. La memoria de Auschwitz, piensa
Cruz, "culmina la operación,
iniciada por el pensamiento conservador en la segunda mitad del siglo XX, de
vaciar de todo contenido el presente y liquidar el futuro, dejando como único
ámbito de referencia el pasado, a cuya horrorizada contemplación, según los
predicadores de esta doctrina, deberíamos dedicarnos en exclusiva" (Manuel
Cruz, “Que el presente sea y luego hablamos”, El País, 17 de julio de 2009-07-26). Podríamos seguir con las
declaraciones de Juan Luis Cebrián sobre Colombia aconsejando a Santos que se
olvide de la Justicia Transicional. Pero resulta obligado referirse al artículo
de Antonio Muñoz Molina “Elogio del olvido” (Babelia, El País, 18 de junio de 2016). Este autor que reconoce, como
escritor, su deuda con la memoria y, como ciudadano, su compromiso con el
rescate de la memoria de la República española y de la cultura del exilio, nos
brinda tres reflexiones críticas que afectan a la dimensión política y
epistémica de la memoria. La primera se refiere “a los efectos catastróficos”
que puede producir “la memoria histórica o la memoria colectiva”. Ahí están los
serbios del siglo XX alimentando su odio genocida con la memoria de 1453, fecha
en la que los turcos acabaron con el Imperio Romano de Oriente. Pero eso ¿qué
prueba? ¿querrá decirnos Muñoz Molina que hay que olvidar Auschwitz no sea que
se despierten los nazis? Precisamente porque hay casos en los que la memoria
histórica atiza odios contemporáneos es por lo que estamos obligados a la
memoria, a la memoria moral que cuando piensa en el pasado tiene presente el
sufrimiento de las víctimas y no su rentabilidad política. Claro que hay que
distinguir entre “políticas de la memoria”, que es lo que hacen los Estados, y
la memoria de las víctimas que es de lo que habla la memoria histórica.
Tras lo dicho, la
pregunta pertinente sería esta: ¿por qué no aplicamos a la memoria histórica la
misma vara de medir? La respuesta es: por el sistemático olvido de lo que
Antonio G. Santesmases llama "la memoria republicana". Se refiere a
lo siguiente: cuando los Aliados deciden no intervenir en España, se inicia un
proceso en el que el pasado no cuenta. El destino de España será el resultado
de lo que vaya sucediendo no de lo que ha sucedido. Lo que se impone en España
es, por un lado, la consolidación del franquismo y, por otro, la aparición de
una oposición. En ambos casos el pasado deja de ser una instancia crítica. Ambos
practican "el pasar página". Que lo practique el franquismo, es
comprensible, lo llamativo es que lo practique la oposición. Ese planteamiento
merece dos reflexiones críticas. Por un lado hay que recordar la "Carta
del exilio" de María Zambrano, de 1961, donde hace ver que sin referencia
al pasado, cualquier modelo de convivencia está llamado a prolongar la historia
cainita. Es la respuesta más directa a la tesis de Pradera-Juliá. Reducir el
significado del peso del pasado a los gestos de los supervivientes, es una
impostura: la responsabilidad del franquismo no la borra Carrillo abrazando a
Fraga; ni la del estalinismo la borra Fraga tendiendo la mano a Carrillo. Pero
tampoco los aliados proyectan sobre España el rigor de la memoria que sí
aplicaron en otros lugares sobre los nazis vencidos. Las víctimas españolas del
fascismo no fueron tratadas como las francesas o judías: si a las víctimas de
Auschwitz se les honró, recordó, reparó en alguna medida, aquí fueron
perseguidas por el régimen español e ignoradas por los aliados. No hubo
"deber de memoria" para con ellas siendo así que fueron víctimas
activas, que lucharon y murieron por la causa antifascista. Esta vejación tiene
su expresión plástica en el hecho, señalado estos días, de que Alemania todavía
se gasta en pagar 100.000 Euros en pensiones para sobrevivientes de la División
Azul y ni se haya planteado algún tipo de responsabilidad por su participación en
la Guerra, por los bombardeos de la Legión Cóndor o por Guernica.
10. El juicio a Eichmann en Jerusalem y el
nacionalismo.
Los nazis articularon su ideología política en
torno al concepto Lebensraum. Con él
querían decir que lo alemán se define por un espacio vital en el que se expresa
el destino del pueblo alemán. Ese lugar es suyo porque, independientemente de
la pertenencia jurídica del momento, es étnicamente alemán: es de la misma
sangre y por tanto tiene derecho a conformar la misma tierra o Estado (es lo
que pasó con los Sudetes, Galizia o Prusia Oriental ). El Lebensraum justificaría, pues, el derecho de conquista. Pues bien,
para Arendt este concepto sería el gran delito, la razón del crimen nazi contra
la humanidad. En Eichmann en Jerusalem dejó
constancia de sus críticas al juicio del dirigente nazi, Adolf Eichmann, todo
un montaje publicitario sin suficientes garantías procesales. Pese a sus
severas críticas, se rinde al veredicto del tribunal en la última página de su
libro y declara estar de acuerdo con la sentencia que le condenaba a la horca pero
por algo en lo que no reparó el tribunal y que viene a cuento, a saber,
"por haber sostenido una política consistente en negar al pueblo judío y a
otros pueblos el derecho a compartir el lugar en que se encontraban, como si Vd.
y los suyos pudieran decidir quien tiene derecho o no a habitar el
planeta". El crimen contra la humanidad consistió en apropiarse del
territorio y negar a otros pueblos el derecho a compartirlo . ¿Qué otra cosa pretenden los
nacionalistas? Pueden invocar que históricamente las cosas se han hecho así. Y
es verdad, pero gracias al deber de memoria hemos aprendido que eso lleva a la
catástrofe y por eso nació la Unión Europea, como un proyecto que trascendía
los nacionalismos.
Precisamente
por eso, por la centralidad del espacio en el crimen nazi, me parece tan interesante
la reflexión de Alberto Sucasas en La
Shoah en Levinas al establecer una relación entre el concepto nazi de Lebensraum y el concepto levinasiano de
"el lugar del otro". En ambos conceptos es clave el término
"lugar", pero con sentidos enfrentados: si para el nazi el término
remite al principio que funda la identidad, en el caso de Levinas lo que me
conforma es "el lugar del otro". No se trata, claro, de ocupar el
lugar del otro, de echarle de su lugar, de desplazarle, sino de desplazarme yo,
de abandonar mi lugar, de dejar que el otro me habite. Aquí lo de "ocupar
el lugar de otro" evoca el concepto de desarraigo: acudo donde está el
otro pero abandonando mi propio lugar. Evocación del Exodo, la diáspora y deportación hasta el extremo (hasta el exceso)
de ver en el exilio no sólo una forma de existencia sino la matriz de un
concepto de ciudadanía verdaderamente universal.
Reyes
Mate, "Memoria y víctimas", conferencia en
el encuentro "Diálogos por una convivencia", organizado por
Izquierda-Ezquerra de Pamplona, el 14 de febrero 2015.
NOTAS:
(1) Los textos de Levi están tomados de
Primo Levi, 1988, Si esto es un hombre,
Proyectos editoriales, Buenos Aires.
(2) Ambos escritos han sido publicados
por la web Fronterad: wwwfronterad.com/?q=print6433.