Hace unos días el jurado de Florida
que está viendo la causa de Pablo Ibar que le declaró de nuevo culpable del
triple asesinato, cometido en 1994. La condena a muerte sigue pues pendiente
como una espada de Damocles sobre la cabeza del hispanoestadounidense. Este
tipo de noticias no nos deja indiferentes y por eso nos preguntamos cada vez
más si un ser humano puede matar legalmente a otro, aún en el supuesto de que
sea un criminal.
La pregunta anterior se la ha hizo
Santo Tomás en su Summa Theologica,
hace ocho siglos, respondiendo sin pestañear que “por supuesto que sí”. Lo
justificaba diciendo que si, por la salud del cuerpo social, hay que amputar
uno de sus miembros, pues que tal amputación sería “loable y saludable”. La
verdad es que aquí se le va la mano al gran teólogo cristiano porque en otros
lugares dice que el ser humano no es sólo una parte del todo sino un microcosmo
con valor absoluto. Y dice más: que aunque alguien cometa un crimen, ese tal no
es un criminal sin más porque puede corregirse y hacer el bien. Con esos
supuestos debería haber sido más prudente al sentar doctrina. Y si alguien tan
templado como él defiende la pena de muerte, uno puede esperarse lo peor de una
institución como la Iglesia atravesada por tantos intereses inconfesables. Y
así ha sido. No hay ciudad española que no cuente con alguna plaza, en general
bien situada, que fuera otrora un “quemadero” donde ajusticiaron a tantos
desgraciados para salvar la salud del cuerpo social. ¿Habrá que recordar La Leyenda del Gran Inquisidor de
Dostotievskyi? Se habla de un Auto
Sacramental en Sevilla, oficiado por el Gran Inquisidor, en el que van a sacrificar
en la hoguera a un centenar de herejes. Jesús vuelve anónimamente al día
siguiente para protestar en silencio. El Inquisidor, que enseguida le detecta,
le manda apresar para decirle que desaparezca porque si les denuncia, sería el
número 101 del Auto celebrado, le recuerda,
ad maiorem gloriam Dei.
Llama la atención que una tradición
como la cristiana, guardiana del legado bíblico donde el “no matarás” tiene
rango de mandamiento divino, haya echado mano de la pena capital con tanta
ligereza. Se cuenta de Hitler que estaba atormentado por la libre circulación
de ciertas palabras o expresiones perniciosas que no podía soportar y que había
que eliminar. La más peligrosa de todas ellas era el “no matarás”. Tendría que
haberse dado cuenta de que la teología cristiana oficial le estaba haciendo el
trabajo sucio.
Pero no sólo la religión ha
aplaudido la muerte del criminal. Aquí no cabe el recurso a una tradición laica
que haya estado en contra. Dice el pensador francés Jacques Derrida, en efecto,
que no ha encontrado a un solo filósofo que haya escrito contra la pena de
muerte. Sorprendente declaración ya que los filósofos modernos no cesan de
subrayar el valor absoluto de la vida humana. Pero esto ha sido así, sigue
diciendo el francés, porque los filósofos estaban convencidos de que había
actos criminales con daños irreparables. Si no se podían reparar, había que
renunciar a hacer justicia; y si tampoco cabía expiar tanto sufrimiento
causado, había que olvidarse del perdón. Sin justicia ni perdón al alcance de
la mano, lo que procedía era quitarles de en medio, sin darlo mayor importancia
pues, como decía Robespierre, esas condenas a muerte eran como "cortar una cabeza de col o
beber un sorbo de agua".
En honor de la verdad hay que decir
que hemos cambiado. La pena de muerte se ha reducido a algunos países árabes,
más China, Irán y Los Estados Unidos de América. El cambio de mentalidad ha
sido debido principalmente a que hemos encontrado respuesta a esos daños que
nos parecían irreparables. Lo siguen siendo, claro, porque ¿quién puede
devolver la vida a la víctima de un acto terrorista? No se puede. Lo que sí se
puede es perdonarle. En lo que hemos avanzado es en el alcance del perdón y eso
ha debilitado las certezas sobre la legitimación de la pena de muerte.
Hemos aprendido, dice Hanna Arendt,
que todo lo que es punible es perdonable. Todo lo que el ser humano puede
castigar, puede perdonar. Y es que el castigo y el perdón tienen un punto en
común, a saber, poner punto final a una crisis desencadenada por el autor del
crimen y abrirse así a un nuevo tiempo. El ser humano lo puede intentar
castigando o perdonando. La pena de muerte no es pues irremediable. Y hay
todavía algo más. El perdón es gratuito. Ni se “compra”, ni se merece. De esto
hemos tomado conciencia recientemente porque hasta ahora manejábamos más la
idea de que el perdón era un intercambio. Y como no hay nada comparable a los
daños irreparables, no había perdón. La única forma de justicia era el castigo
más radical: privación de la vida.
La pena de
muerte comenzó a ceder conforme crecía el poder de perdonar. Quien perdona en
efecto manda un potente mensaje a la sociedad y es que considera al autor del
crimen como un sujeto humano capaz de reorientar su vida. La víctima admite la
capacidad de regeneración en el culpable, por eso se niega a clausurar tal
posibilidad. Ahora bien, si la víctima renuncia a sentarse en el trono del
Juicio Final, no debería auparse hasta él el código penal.