La rodilla de un oficial de policía
estadounidense clavada en el cuello de un negro, George Floyd, durante 8
minutos y 46 segundos, ha encendido una protesta a lo largo y ancho del planeta
contra el maltrato racial. Lo que tiene de singular es que la indignación
alcanza a la representación, es decir, a la memoria de ese pasado racial. Se
protesta contra el abuso policial y, a partir de ahí, contra una cultura que ha
sido tan cómplice y complaciente contra la discriminación racial. Tengamos en
cuenta, por ejemplo, que la esclavitud ha estado justificada en Occidente desde
Aristóteles, hace veinticinco siglos, hasta antesdeayer, sin olvidar la
aquiescencia de las teologías y de la iglesia. En el convento de la Encarnación
de Ávila, donde ingresó Teresa de Cepeda y Ahumada, las monjas ricas tenían en
sus propias celdas esclavas que las atendían. Ha habido mucha complacencia con
la trata de esclavos en el pasado, de ahí que la ola de indignación está
tomando la forma de un terremoto iconoclasta que ataca todo monumento o acontecimiento
emparentado con ese pasado.
Se entiende por ejemplo que
descendientes de esclavos no tengan que soportar estatuas dedicadas al famoso
Colbert, el ministro del Luis XIV que redactó El Código Negro que legalizaba su
expulsión de la condición humana, pero es que la furia iconoclasta está
atacando a figuras como las de Bartolomé de las Casas o Junípero Serra por la
sencilla razón de que fueron a Indias olvidando que ellos son parte fundamental
de la historia de libertad de los negros.
Las políticas de la memoria lo
tenían claro hasta ahora: honrábamos a figuras que representaban los valores de
los que en cada momento mandaban y recordábamos aquellos acontecimientos del
pasado que reforzaban el poder del presente. Nos servía el modelo de la Roma
imperial que esculpía a sus héroes de tal forma que se les pudiera cambiar la
cabeza aprovechando el busto. Esa estrategia de olvido, a la que no escapan
formas actuales de memoria histórica que tachan lo que les ofende, tiene un par
de inconvenientes: contribuye a olvidar el pasado que no compartimos (que queda
invisibilizado) y se expone a ser sustituida cuando cambie el poder. Ahora
bien, si barremos el pasado que no nos gusta, es como si nunca hubiera existido,
con lo que pierde toda su capacidad pedagógica. Por eso hay que mantenerle no
para exaltarle sino para aprender de él.
La pregunta que habría que hacerse
es si podríamos acordar criterios, que fueran ampliamente compartidos, sobre
cómo recordar el pasado. Habría que empezar por ponernos de acuerdo sobre el
sentido que tiene esa memoria. ¿Qué es lo memorable? El objetivo de la memoria no
debería ser honrar a alguien o algo cuanto crear un recordatorio que invite a
la reflexión. En esto, memoria e historia no coinciden. La historia puede celebrar
victorias; la memoria conmemora víctimas. No habría pues que perder de vista la
dimensión moral de la memoria a la hora de poner nombre a las calles o hacer un
monumento. No recordamos para festejar sino para hacer las cosas mejor. La
memoria es en su esencia un “nunca más”. Recordamos momentos luctuosos del
pasado con la voluntad de que no se repitan y, por tanto, dispuestos a poner todos
los medios para superar las causas del conflicto pasado.
Todo acto de memoria –y esto vale
también para las leyes de Memoria Histórica- tiene por objetivo último superar
un pasado imperfecto, por eso exige, de quien invoque la memoria una actitud
autocrítica, disposición a asumir sus propias responsabilidades, talante
reconciliador y disposición al perdón que es, como decía Paul Ricoeur, “una
especie de curación de la memoria: el final del duelo. El perdón da sentido a
la memoria". Esa relación entre memoria y perdón es crucial. El que pide
perdón reconoce el daño causado y pide a la víctima una segunda oportunidad
para demostrar a la víctima a y a sí mismo que puede comportarse como un ser
humano. El perdón libera a quien cometió un crimen de tener que ser un criminal
y le habilita para poder hacer las cosas de otra manera. Gracias al perdón la
memoria puede desplegar esa capacidad de novedad que va implícita en el “nunca
más”.
Pero no parece que estemos en esas.
Venimos de una larga noche del olvido, de ahí que los discursos sobre la
memoria tengan un marcado acento justiciero. Tiene razón el President Torra en
pedir justicia para Companys pero si se utiliza la memoria de la injusticia
para atizar conflictos actuales de convivencia, en vez de hacer justicia a los
muertos lo que haremos es instrumentalizar la injusticia del crimen que se
cometió con él en provecho nuestro. A la injusticia histórica, cometida por sus
enemigos, habría que sumar el expolio del sentido de sus sufrimientos
perpetrado por sus supuestos amigos. Estos políticos deberían escuchar la
alocución de Manuel Azaña el 18 de julio de 1938 cuando, dirigiéndose a la
generaciones venideras, a nosotros, nos pedía
que aprendiéramos la lección que emana de todos esos muertos que ya, sin ira ni
rencor, “nos envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz, piedad,
perdón". Ahí está la quintaesencia de la memoria que no es olvido sino
aguda conciencia de nuestras responsabilidades para con los muertos y con los
vivos.
Reyes
Mate (La Razón, 24 de
septiembre 2020)