Después de que Todorov hablara de
los “abusos de la memoria” se habló en Francia de “la memoria saturada” (Régine
Robin) y luego, en USA, de “adicción a
la memoria” (Ch Maier) y ahora, en
Italia (D. Giglioli) y un poco por doquier, de la religiosización o incluso
cristianización del deber de memoria, convertido en religión civil. No son negacionistas ni autores alérgicos a
la memoria de Auschwitz. Al contrario. Su crítica dirige los dardos contra la
“cultura de la memoria” (C. Coquio), es decir, va contra el modo como hoy se expresan las víctimas, los expertos, las instituciones y
hasta la opinión pública cuando hablan de la memoria de Auschwitz.
Lo que critican, en primer lugar, es
su reducción cultual. Hemos reducido la memoria a peregrinaciones, monumentos,
museos o representaciones artísticas que no están mal. El problema de esta
inflación o consumo memorialístico es dar al hecho de recordar un valor
sacramental o performativo: como si bastara recordar sentimentalmente para que
se produjeran los efectos transformadores de la memoria. Otra línea crítica se
refiere a la desproporción entre las posibilidades de la memoria y lo que se
espera de ella. No olvidemos que de la memoria de Auschwitz se espera que la
barbarie no se repita, pero ¿puede acaso la frágil memoria hacer frente a las
fuerzas telúricas que mueven la historia? No se puede decir que Auschwitz haya
caído en el olvido y sin embargo los genocidios se han seguido produciendo en
la ex-Yugoslavia, en África Central, en Camboya. Para que la historia no se
repita habría que recurrir a estrategias políticas, militares, económicas,
jurídicas y educativas mucho más contundentes. Otra línea crítica dispara
contra lo que podríamos llamar sublimación o ideologización de todo lo que
rodea a la memoria: convertimos a las víctimas en héroes; elevamos la autoridad
del sufrimiento a negación de toda crítica; fomentamos la competencia entre
víctimas; extendemos el manto de la culpa a todo aquel que no empatice con la
víctima con lo que conseguimos no que las cosas cambien sino que seamos más los
que suframos. Por no hablar de la utilización comunitarista o nacionalista de
la memoria que abona el terreno al odio o al resentimiento.
Frente a este descrédito, que no es
de hoy, encontramos la defensa decidida por parte de Metz de una “cultura anamnética”
y me pregunto si estas críticas afectan al planteamiento metziano o si, por el
contrario, su concepción de la memoria es la debida respuesta a las críticas
contemporáneas de la “cultura de la memoria”. Porque Metz sí ha reivindicado
“una cultura anamnética” al tiempo que denunciaba “la amnesia cultural de una
sociedad moderna o posmoderna”; no sólo eso sino que se ha arriesgado a hablar
de una “Ética anamnética” y hasta de una “Razón anamnética”, lo que es llevar
la defensa de una cultura de la memoria hasta sus últimas exigencias.
En Metz, todo empieza con la memoria passionis. Hoy relacionamos
memoria o deber de memoria con Auschwitz. Metz reconoce que llegó “tarde, muy
tarde a Auschwitz”. Llegó en cualquier caso después de que se encontrara con el
concepto de memoria. Y eso, a saber, que primero fuera la memoria y luego
Auschwitz, es significativo.
La memoria passionis tiene en Metz tres características. Es, en primer
lugar, herencia judía. Israel es el pueblo de la memoria entre otras razones
porque ni archiva ni idealiza el sufrimiento sino que le hace presente (por la
memoria) para ser interpelado por él. El monoteísmo juega ahí un papel decisivo
porque el sufrimiento que acompaña la historia de la creatura a quien va a interpelar
es a Dios y también al hombre. El monoteísmo impide cualquier estrategia
exculpatoria. La segunda característica consiste en la importancia de la culpa,
de ahí el peso que tiene en su teología el relato bíblico de la caída. Metz se
fija en el hecho de que el primer gesto libre de un hombre perfecto (Adán fue
dotado con el donum integritatis) es
una transgresión, causa del sufrimiento y de la muerte. Esto lleva a la
sorprendente paradoja de que la historia de la libertad sea una historia de
sufrimiento. Esta particular visión de la historia de la libertad, tan ligada
al mal histórico, le lleva a plantearse el sufrimiento, por supuesto como
alienación (Entfremdung), es decir,
una patología social ligada a causas económicas o sociales, pero también como culpa
(Schuld), esto es, como un problema
que convoca la responsabilidad de todo hombre por ser hombre. La interpelación
de los que sufren no se sacia sólo con justicia social. Somos culpables de lo
que no hemos hecho y culpables de todo sufrimiento, el derivado de las
injusticias y el que provoca la muerte. Finalmente, el rigor de la respuesta a
la pregunta del sufrimiento. Es verdad que ni siquiera las respuestas teológicas
acallan la pregunta, pero la respuesta tiene que estar a la altura de la
pregunta. Lo que esto quiere decir es que quien sufre no se contenta con
estrategias dilatorias, como la del héroe rojo de Bloch, que encuentra sentido
a su desgracia sacrificándose por la humanidad; ni menos que se la disuelva en
teorías idealistas que explican el mal como si fuera combustible del bien. No
hay salidas idealistas. Aquí el teólogo juega todas sus cartas: Dios tiene que
intervenir por eso dice que “el sufrimiento acaba en la nada si no es un
sufrimiento que convoca a Dios” (Metz, 1993, 53). No se convoca a Dios sólo
para que salve a los pecadores (Soteriología) sino para que responda del
sufrimiento de los inocentes (Teodicea), es decir, Dios tiene que hacerse cargo
del sufrimiento material que no tiene que ver en primer lugar con la ofensa a
Dios sino con el mal del hombre. El Dios monoteísta está comprometido en la
respuesta. Al filósofo le puede parecer precipitada esta convocatoria de Dios,
pero Metz lo tiene claro: sólo valen respuestas que estén a la altura de las
preguntas que plantea el sufrimiento y la muerte.
Esta concepción de la memoria la
tenía Metz antes de encontrarse con Auschwitz. A partir de ese momento, “todo
tiene que medirse a Auschwitz”, dice, incluida la memoria. ¿Qué añade entonces
Auschwitz a su memoria passionis? Lo
que añade tiene que ver con lo que él entiende por Auschwitz: un proyecto de
olvido. No se trataba sólo de exterminar físicamente al pueblo judío, sino
también metafísicamente, esto es, destruir su genio, la memoria. A partir de
ese crimen contra la humanidad su memoria
passionis tenía que hacerse cargo del peligro en que se encuentra la “memoria
peligrosa”. Esto se traduce, en primer lugar, en la promoción de una cultura de
la memoria que la haga presente y, además, en convertir a la memoria en la
auténtica categoría universal pues sólo ella es capaz de entender lo ausente
del presente, es decir, todo aquello por lo que cada ser que sufre gime y
espera. Sólo ella puede no confundir lo fáctico (el mundo de los vencedores)
con toda la realidad. Esta memoria es peligrosa porque se enfrenta a mecanismos
de exculpación ya muy instalados. Peligrosa, sobre todo, para quien la
transmite porque se hace abogado de una causa que provocará entre los demás
indiferencia, incomprensión o indignación. Ejemplar es el debate entre Sartre y
Camus a propósito de L’homme révolté.
A Camus le obsesionaba el sufrimiento de un inocente; a Sartre, los de la clase
obrera. Sartre criticaba a Camus porque veía en el pensamiento de su oponente
una preocupación teológica, mientras que la suya era eminentemente política. La
respuesta de Camus: “si Vd. sacrifica un solo inocente, abre las puertas a la
barbarie”. Sartre nos representa bien, pero aquí tanto el teólogo Metz como el
agnóstico Camus tienen claro el alcance terrenal de la tradición teológica del
sufrimiento. Muy metziana es la idea expuesta en la declaración del Synodo de
los obispos alemanes Unsere Hoffnung:
“si nos entregamos al sinsentido de la muerte y de la justicia cuando una y
otra afectan a los muertos, entonces resulta que sólo tendremos palabras huecas
para los vivos” (Peters, 1998,72). Hay una relación entre la justicia de los
vivos y la de los muertos, entre el sentido de la vida y el de la muerte.
Volvamos al punto de
partida:¿afectan las críticas actuales a la teoría de Metz? En relación a la
devaluación cultual de la memoria, Metz reconoce que se da efectivamente:
“nosotros hablamos en el cristianismo de una memoria cultual pero en absoluto
de una auténtica cultura de la memoria” (Metz, 2006,75). Ahí denuncia
críticamente la reducción cúltica de la cultura anamnética. Y ¿cuál es la
diferencia entre culto y cultura? Todo depende de que relacionemos o no la
memoria de los sufrimientos pasados con los presentes. Y esa relación tiene que
traducirse en propuestas concretas que permitan construir la historia sin
sacrificar a los más débiles, por eso dice que “la política es el nuevo nombre
de la cultura” (Metz, 1977, 89) y, también, en un giro epistémico de gran
alcance y que él formula así: “dejar hablar al sufrimiento del otro es el
presupuesto de cualquier pretensión de universalidad” ( Metz, 1997, 158). El
único punto concreto que nos permite una visión del conjunto de la realidad es
el de la víctima. En su idea de cultura memorial sí hay pues una propuesta
teórica y práctica, lejos del sentimentalismo del culto y de la tentación
mítica.
En lo que sí se diferencia de estos
críticos es en la alternativa a esa devaluada “cultura de la memoria”. Para
Catherine Coquio, por ejemplo, la alternativa es la figura de la utopía, que en
ella no tiene que ver con esperanza, sino con su sentido etimológico de
“no-lugar”. El crimen contra la humanidad conlleva una destrucción de la
realidad que deja a las víctimas “sin lugar”. La autora cita el testimonio de
Sylvie Umbieyi, una superviviente del genocidio Tutsi, que decía “cuando pienso
en el genocidio, me pregunto dónde situar mi existencia, pero no encuentro
lugar” (Coquio, 2015, 183). La memoria es utópica en el sentido de que rescata
ese no-lugar, esa ausencia, y la hace presente. Para Metz, sin embargo, esta
utopía no puede ser la respuesta a la desrealización del crimen contra la
humanidad porque la realidad destruida no es una entidad abstracta sino el destino
de todas y cada una de las víctimas que piden no sólo que se les recuerde sino
que se les responda. Ahora bien, si lo que la filosofía puede ofrecer a las
víctimas es utopía, Metz le replica que, frente a los muertos, las utopías sólo
tienen palabras vacías, promesas vanas o “las utopías acaban siendo mera
expresión de la “razón astuta” cuando se quedan en ellas mismas y no tienen en
cuenta a Dios” (Metz, 1977, 154). La respuesta a la memoria passionis no consiste sólo en la conciencia crítica de la
ausencia, ni tampoco en la felicidad de los nietos. Los muertos y fracasados
tienen derecho a la esperanza y si no la hay para ellos tampoco para los vivos.
En la medida en que la filosofía no renuncia a la esperanza de los vivos tiene
ahí, en el destino de los muertos, su gran desafío para nuestro tiempo, como
bien recordaba Horkheimer.
Reyes
Mate (*Publicado en alemán con el título “Die gefährliche Erinnerung in
Gefahr”, en Theologie in gefährdeter Zeit,
2018, (hrsg. Janssen, Rainer), Editorial LIT, Münster, 312-317 ISBN
978-3-643-14106-4)
Bibliografía:
Coquio,
C., 2015, Mal de vérité ou l’utopie de la
mémoire, Armand Colin, Paris
Giglioli,
D., 2014, Critica della vittima. Nottetempo, Roma
Horkheimer, M., 1991, Gesammelte Schriften, 6, 198, Sukrkamp,
Frankfurt
Maier, Ch S., 1993, “A
Surfeit of Memory) Reflections on History, Melancholy, and Denial”, History and Memory, vol 5, nº 2, Winter
1993, p.136-152
Metz, J. B., 1977, Glaube in Geschichte und Gesellschaft,
Grünewald, Mainz
Metz, J. B., 1997, Zum Begriff der neuen Politischen Theologie,
Grünewald, Mainz
Metz, J. B., 2006, Memoria Passionis, Herder, Freiburg
Peters, T., 1998, Johann
Baptist Metz. Theologie des vermissten Gottes, Grünewald, Mainz
Robin,
R., 2003, La mémoire saturée, Stock,
Paris
Todorov,
T., 1998, Les abus de la mémoire,
Arlea, Paris