La migración es considerada el gran
problema político de nuestro tiempo. El mundo globalizado ha roto las costuras
del Estado, la figura sobre la que se había construido el mundo desde la Paz de
Westfalia, sin olvidar, por otro lado, que esta globalización, lejos de
igualar, fomenta la desigualdad y la violencia hasta el punto de obligar a sus
víctimas a huir buscando refugio en países menos castigados o más prósperos.
Los refugiados serán nuestro mayor
problema pero no es de hoy. Viene de atrás. Y desde ese pasado reciente se nos
mandaron potentes mensajes, avisando de su peligrosidad, que no nos hemos
tomado en serio.
En el año 1941, Hanna Arendt puso
negro sobre blanco la gravedad del problema en un trabajo titulado “Nosotros,
los refugiados” donde desarrollaba la provocadora tesis de que “los refugiados
son la vanguardia de los pueblos”. Extraña tesis porque no parece que el pobre
emigrante que viene huyendo del hambre o de la guerra sea vanguardia de nada,
ni siquiera retaguardia, todo lo más sobrante o quantité négligeable.
Pero Arendt lo tenía claro. Hablaba de los suyos, de su pueblo que en aquel
momento andaba de un sitio para otro, expulsados de Alemania porque eran
judíos; de Chequia y Austria, porque llegaban los nazis; de Francia, cuando
llegaron los alemanes, por ser judíos…Descubrieron que en cada país al que
llegaban sólo podían ser seres humanos pero no ciudadanos y eso era tanto como
no ser nada. Sin derechos políticos y cívicos, como los que los Estados
reconocen a sus ciudadanos, el judío, reducido a la ínfima condición de ser
humano, experimentaba su impotencia frente al poder.
Todo esto se producía ante la
indiferencia de los nacionales que se sentían al abrigo del poder porque eran
franceses en Francia; checos en Chequia o austríacos en Austria. Y es ahí donde
interviene como un bisturí la advertencia de Hanna Arendt al decirles que si se
reconoce al Estado alemán por ejemplo, el derecho al privarles a ellos, los
judíos alemanes, de sus derechos cívicos por ser judíos, estaban dejando la
puerta abierta para que mañana ese mismo Estado desnacionalizara a sectores
conflictivos o improductivos como los enfermos o los viejos o los disidentes.
Bueno, eso es lo que está pasando
hoy con los emigrantes o refugiados. Se ven obligados a abandonar su país, para
escapar de la muerte, presentándose de pronto ante las fronteras de otros
países sin más documentación que ser seres humanos, pero sin papeles. Y ¿qué
hacen los Estados ante tantos moros o negros que huyen de su pobreza o sirios,
de la guerra?. Hacen como aquel Ministro de Asuntos Exteriores español, Abel
Matutes, que cuando la estampida de El Ejido sentenció sin inmutarse que “para
el Estado, el emigrante sin papeles no existe”. Entendamos al Ministro: no
existen como seres humanos, como sujetos de derechos, pero sí como mano de obra.
El Estado español, en este caso, se comportaba como el Estado hitleriano en
tiempo de Hanna Arendt: se situaban por encima de los derechos humanos. Ellos
podían decidir quien tenía derechos y quien no. Lo que les ocurrió a ellos por
ser judíos, les ocurría a los peruanos en España por no ser españoles. Pero por
la misma regla de tres puede ocurrir mañana con los viejos que consumen
recursos que pueden venir mejor a otros o a cualquier otro colectivo de la
propia sociedad.
El aviso que nos viene del pasado
invita a un par de reflexiones. En primer lugar, a tomarnos en serio la
globalización. El mundo es de los seres humanos. Apropiarse de los lugares
hasta el punto de defender que sólo tienen derechos a vivir bien los nacidos
ahí, los de la misma sangre, es algo que no se sostiene ya. Eso dio origen al
nacionalismo de los Estados y es también la ideología que, según a misma Hanna
Arendt, convirtió a Adolf Eichmann en un criminal. El crimen más grave del
hitlerismo consistió en creer “que podían decidir con quien cohabitar la
tierra”, es decir, que tenían derecho a decir que esa tierra, Alemania, era
suya, de los arios, y que los demás, aunque estuvieran allí, no eran titulares
o nacionales. Que Arendt pusiera más énfasis en la apropiación de la tierra que
en el asesinato en las cámaras de gas, da idea de lo que está en juego en esto
de los refugiados. La historia no pasa por los nacionalismos sino por la
mundialización de la política. Y eso alcanza a los derechos humanos que ponen a
los Estados por encima de los derechos que son propios del ser humano por el
hecho de serlo y no de pertenecer a esta o a aquella tribu.
Las segunda reflexión se refiere al
alcance político de la migración. Las migraciones se han convertido en un
laboratorio político donde están apareciendo las figuras políticas del futuro.
Las migraciones son también en este sentido vanguardias prometedoras. Están por
un lado, revolucionando las estructuras políticas pues encarnan el transnacionalismo.
El migrante es e- e in-migrante, es decir, alguien que no quiere renunciar ni
al lugar de procedencia ni al de acogida. Anuncian un tipo de cultura
societaria no ligada a un solo lugar, nuevas formas de entender y practicar la
ciudadanía
Reyes
Mate (revista El Ciervo, nr. 782, julio-agosto 2020)