El Homenaje de Estado a las víctimas
de la pandemia que tuvo lugar el pasado 16 de julio en el Palacio Real de
Madrid ha sido visto por todos como un gran acierto. En una ceremonia sobria y
ajustada se consiguió lo que persigue un rito funerario: honrar a las víctimas,
convocar a todos y, como decía Hernando Calleja, “simbolizar la despedida que
fue imposible en el momento de sus muertes”. El ritual satisfizo a todos o,
mejor, dicho, a casi todos porque faltaron algunos alegando unos, como Vox, que
los ritos funerarios en España, aunque sean de Estado, sólo pueden ser católicos,
y, otros, como los republicanos catalanes, que eran poco laicos.
Más allá de la anécdota que supuso
la ausencia de estas dos formaciones políticas, parece indudable que sus modos
de pensar representan el sentir de muchos otros ciudadanos aunque estuvieran
representados en el acto. No fueron pocos los que al día siguiente reclamaban,
a la vista del éxito del acto de Estado, acentuar la laicidad del mismo,
retomando la agenda laica que suele asomar en los partidos de izquierda en
momentos electorales. Por ejemplo, denunciar los Acuerdos con el Vaticano de
1979, tan ventajosos para la Iglesia Católica, o repasar la financiación de la
Iglesia y, ya de paso, revisar el espinoso asunto del lugar de la religión en
la enseñanza. Mientras esto se decía y se escribía alto y claro por un lado, se
podía oír, por otro, es verdad que con voz más queda, que en asuntos de
rituales, sobre todo funerarios, la patente la tiene la religión católica.
Este tipo de reflexiones venían de
alguna manera a neutralizar el alcance del Homenaje de Estado pues no conseguía
apagar la vieja polémica entre las dos Españas. Es como si la unión que allí se
manifestó fuera una tregua y el homenaje laico, algo prestado. Lo que quedaba,
al día siguiente, es que seguíamos donde estábamos. Esta polémica es en el
fondo la misma que se produjo hace unos meses a propósito de la exhumación de
Franco: los unos, que aquello siempre será lo que quiso Franco; los otros, que
ese lugar maldito no podrá cambiar de significación. Imposible pues transformar
el Valle en un “lugar de memorias compartidas”.
Es hora quizá de cambiar de
registro. Hay acontecimientos que deberían ser leídos no como más de lo mismo
sino como portadores de una novedad que invitan a cambiar de postura. Y es
posible que el del día 16 de julio fuera uno de ellos.
Partamos de lo que fue: un Homenaje
de Estado bien recibido por todos porque ajustado a sus objetivos. Pero en esa
reacción se pasaba por alto algo fundamental: que el homenaje era un rito. Por
fin el Estado español tenía éxito, no con una propuesta económica o social, por
ejemplo, sino con un rito. Es como si la sociedad española hubiera descubierto
de repente algo que no tenía y necesitaba: el ritual. Conviene detenerse aquí.
Un rito es una acción simbólica. El
símbolo es como una contraseña que permitía a distinta gente reconocerse y
juntarse. En un acto funerario, por ejemplo, ponemos por encima de las
diferencias políticas, religiosas o étnicas, la necesidad de reunirnos para
expresar el dolor por los muertos y eso lo anteponemos a las diferencias
ideológicas o políticas. El ritual tiene otra particularidad: pone por delante
los gestos a los discursos. Son formas bellas que nos educan en el trato con la
naturaleza o con las personas. El Premio Nobel de Literatura, Peter Handke, dice
que, sin ser creyente, gusta de ir a misa para observar el cuidado con el que
los sacerdotes sostienen el cáliz, limpian pausadamente la patena y pasan las
hojas del libro, para concluir que “el resultado del manejo pulcro de las cosas
es una jovialidad que da alas al corazón”.
Esta sensibilidad nos puede sonar
rara porque hemos perdido el sentido del ritual. No hay sitio para lo formal,
lo bello o lo gratuito porque todo tiene que ser rentable. Hemos perdido el
sentido de lo festivo, por ejemplo, transformándolo en un día de descanso que
no es lo mismo. El tiempo festivo es un espacio de reflexión que daba sentido a
los días laborables, mientras que el día de descanso es ponerse en forma para
trabajar. Otro tanto ocurre con la palabra. Hablamos para decir algo de
provecho, de ahí que el decir poético,
carente de utilidad práctica, sea visto como un lujo, una “luxación” o
dislocación de la palabra respecto a su verdadera tarea (la comunicación).
Esta pérdida del sentido ritual
tiene que ver con el tipo de sociedad que hemos fabricado: atomizada,
narcisista y productivista. Y esto no es cosa sólo del neoliberalismo, como
dirían los progres. El yerno de Karl Marx, un tal Paul Lafargue se sintió
obligado a escribir un libro titulado El
Derecho a la Pereza para decir a su famoso pariente que no estaba de
acuerdo con que “el trabajo fuera la esencia del hombre”.
Sabemos bien que el rito no se opone
a religión alguna. Lo que habíamos olvidado es que un Estado para convertirse
en comunidad necesita ritos ya sean culturales, artísticos, políticos o hasta
deportivos. Y para llevarlo a cabo quizá ayuden más las religiones que el
laicismo. Lo que la sociedad ha querido decirnos con el reciente y exitoso
funeral de Estado es que echa en falta la dimensión simbólica, asfixiada por
una cultura del rendimiento. Ahora que la mascarilla obliga a tapar la boca, ha
llegado el momento de las formas y los gestos.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 26 de
julio 2020)