24/1/22

El saber sí ocupa lugar

             Científicos solventes nos avisan de que en diez años los humanos circularán tocados con una gorra o una diadema que podrá leer el pensamiento o, si se ponen a ello, meter en el cerebro de cada cual las ideas que les encarguen los que mandan.

             Imagínense lo que pueden hacer esos sensores cerebrales: pueden descifrar lo que hay en el cerebro o llenarle con contenidos de contrabando; pueden activar recuerdos o borrarles o cambiarles. Las ventajas son evidentes: si andamos mal de memoria, la gorra se activará para  poner en nuestra boca el nombre de la persona o del lugar que se nos escapa. No podremos quejarnos ya de ignorancia porque la neurotécnica suministrará los conocimientos que la solicitemos. Los idiomas no serán una barrera, como tampoco la capacidad de cálculo, ni el alcance de la memoria. Lo que la naturaleza no da, lo suplirán esos artefactos que funcionarán  como eficaces asesores técnicos que nos permitirán conocer, memorizar y calcular a todo máquina, y nunca mejor dicho.

             Esto no es ciencia ficción. El neurobiólogo español Rafael Yuste, profesor en Nueva York, que fue asesor de Barak Obama, nos dice que esos cambios nos esperan a la vuelta de la esquina. Lo que hoy experimentamos con ratones, lo haremos con los humanos en una década. Consciente de lo que está en juego, se ha lanzado a una campaña mundial para alertarnos de que puede desaparecer el tipo de ser humano que durante milenios hemos querido ser y en su lugar aparecer un nuevo ser, híbrido de máquina y conciencia. Con los conocimientos que ya tenemos, pronto podría hacerse realidad la pesadilla de la que habla la novela de George Orwell, 1984. Como se recordará nada escapa en esa ficción al control del Gran Hermano. En el Ministerio de la Verdad se reescribe la historia a gusto del que manda. Lo mismo se da vida a alguien que nunca existió, que se resucita a un muerto o que se hace desaparecer a un vivo. En este Ministerio se recrea la realidad de tal forma que la simple afirmación de que dos y dos son cuatro es considerada como un gesto de libertad porque el Gran Hermano se reserva el poder de decir e imponer que son cinco. Hasta ahí podemos llegar.

             Nadie duda de los beneficios que la neurociencia puede aportar a enfermos y discapacitados, por ejemplo. Pero el hecho de que una máquina pueda leer lo más íntimo de nuestra mente y que sus contenidos puedan ser  programados por terceros, supone sacrificar la personalidad. Lo que cada cual es, sólo se explica si reconocemos un santuario inviolable donde depositamos nuestros pensamientos, emociones y deseos tantos conscientes como inconscientes. Si ese santuario es violado por artefactos que podrán ser comprados en una tienda de chinos, lo que cambiará no sólo es el modelo de ser humano que conocemos sino hasta la naturaleza de la especie humana.

             Con buen criterio estos científicos promueven una declaración de los derechos del cerebro -los llamados neuroderechos- para que se respete la intimidad de la conciencia, y sólo pueda ser manipulada con todo tipo de garantías morales. Esos cascos inteligentes no deberían venderse como electrónica de consumo sino, al menos, como material médico.

             Pero el problema real no consiste en manejar bien la manipulación del cerebro sino en ponernos de acuerdo sobre si conviene promover ese tipo de investigación o hay que ponerla freno. La sociedad tiene que plantear a los científicos dos preguntas que están en las entrañas de la civilización. En primer lugar, si está permitido conocer todo lo que podamos, es decir, si no deberíamos evitar ciertos conocimientos, como los que llevaron a la construcción de la bomba atómica, por ejemplo. El conocimiento debe tener sus límites. Hoy sabemos que lo que llevó al nazismo a la barbarie fue el slogan “todo lo que es posible es necesario”. Al ser humano, decía, le está permitido todo lo que puede hacer, independientemente de si es saludable o perjudicial. Por eso el Dr. Mengele no tuvo inconveniente, en Auschwitz, en probar con niños la capacidad de sufrimiento, llevando la tortura hasta su límite mortal. Quería saber. Los científicos se defienden diciendo que una cosa es la investigación y otra, la aplicación; problemas morales puede haber en la segunda pero no en la primera. Habría que responderles que Kant no se preguntó "¿cómo debemos aplicar el conocimiento?” sino "¿qué nos es permitido conocer?”. El problema no está sólo en la aplicación de los conocimientos.

             La otra pregunta que habría que hacerse es más antigua. Se la hizo Sócrates hace siglos en el diálogo platónico titulado Cármides o De la Sabiduría. Los contertulios hablan del desarrollo de la ciencia e imaginan cómo sería una ciudad organizada con criterios científicos y con medios técnicos. Piensan que en ese caso los caminos serían más seguros, los vehículos más rápidos, la medicina más eficaz... así hasta que Sócrates, que siempre intervenía como un tábano aguafiestas, pregunta “bien, pero ¿seríamos más felices?”. No hay que confundir progreso técnico con progreso moral,  ni siquiera con bienestar social. Ahí tenemos el ejemplo del siglo XXI: nunca hubo tanta riqueza como ahora y nunca jamás tanta desigualdad.

             Estas dos preguntas -¿qué podemos conocer? y ¿seremos más felices?- nos las tenemos que hacer ahora porque el desarrollo tecnocientífico está a punto de alterar el ser humano que hemos querido ser. No deberíamos echarlas al olvido porque quienes alertan de la gravedad del momento son los mismos científicos que pilotan la nave del progreso.

             En la novela de George Orwell alguien se pregunta cómo todo ese gran país ha podido ser tan fácilmente domesticado por la organización del Gran Hermano. La respuesta es que los cambios que se iban proponiendo eran tan desmesurados que nadie se hacía idea de lo que realmente significaban. Si nos falla la memoria, damos por bienvenido un chip que active la parte correspondiente, desgastada, del cerebro. Eso lo entendemos. Lo que no acabamos de comprender es que ese chip también sea capaz de borrar todos los recuerdos e implantar otros. Eso, pensamos, sólo ocurre en las películas, pero eso, nos dicen estos neurobiólogos, es lo que puede ocurrir mañana, por eso hay, hoy, que hablar de ello.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 16 de enero 2022)