19/3/23

Tolerancia y religión, una relación tormentosa

             Si Voltaire pudiera oír lo que dijo Núñez Feijóo -“no verá Vd. a un cristiano o a un católico matando en nombre de su religión”- saltaría de la tumba. En vida tuvo que escribir su Tratado de la tolerancia para defender a un protestante, Jean Calas, condenado a muerte por un tribunal de fanáticos jueces y políticos católicos. Le acusaban falsamente de impedir la conversión de su hijo al catolicismo y de ser la causa de que se ahorcara. El cínico Voltaire no paró hasta conseguir que se hiciera justicia.

             Tolerancia es un venerable término antiguo que hoy podríamos traducir por convivencia pacífica de gentes diferentes en religión, lengua o sangre. No fue fácil conseguirla. Por medio siempre estaba la religión. Eso es al menos lo que nos recuerdan los tres grandes tratados sobre la tolerancia moderna escritos, en Inglaterra por John Locke; en Alemania por Efraim Lessing y, en Francia por Voltaire. Para ellos tolerancia significaba libertad de conciencia a la hora de pensar o de creer. Quien se oponía a esa libertad era la confesión religiosa. Podía ser cualquiera de ella pero se oponía más la que más mandaba porque era la que más tenía que perder. En esta historia el papel del catolicismo es de lo menos brillante. Todavía en el siglo XIX el Concilio Vaticano I condenaba la democracia y el liberalismo. Los católicos pecaban si leían un periódico liberal, a  excepción, eso sí, “de las páginas relativas a la cotización de la bolsa”. Núñez Feijóo, como buen gallego, no puede desconocer las andanzas de Santiago Matamoros. Tras esa figura mítica cabalga un espíritu belicoso que es el impulsor de una desconsoladora historia de la intolerancia.

             Es bueno recordar ese pasado para poder valorar lo que hoy tenemos. En países como España, la religión ha hecho mucha política intransigente. Hubo un momento en que las tres religiones de la península Ibérica convivían pacíficamente, pero aquello acabó mal. Los cristianos expulsaron a judíos y moriscos. Nosotros somos herederos de la intolerancia. Hubo que esperar al Concilio Vaticano II, a mediados del siglo pasado, para que el católico medio español empezara a familiarizarse con el espíritu tolerante y dejara de considerar a judíos y protestantes como los enemigos de Dios y de España. Visto desde nuestra historia, la tolerancia es un producto de importación que afortunadamente se ha aclimatado bien en nuestro país.

             Pero hay resistencias culturales. El Papa Francisco defendía recientemente la idea de que la homosexualidad no puede ser considerada un delito “aunque sea un pecado”. Más de un obispo español lo castigaría, además de con las penas del infierno, con la cárcel. La tentación de convertir los pecados en delitos ha sido muy grande en el pasado, incluso en el pasado reciente. Recuerdo a Antonio Rouco Varela, entonces mero asesor jurídico de la Conferencia Episcopal, defender ante el Ministro de Educación, José María Maravall, la tesis de que en asuntos morales los criterios de la Iglesia deben prevalecer en la política de un Estado. Esta tesis que supone la negación de la legitimidad democrática –y, por tanto, del espíritu de tolerancia- es una de esas resistencias a las que me refería. Con esas peregrinas ideas, los preceptos católicos deberían ser leyes, y los pecados, delitos penales. Rouco Varela acabó siendo obispo, cardenal y Presidente de la Conferencia Episcopal Española.

             Los pensadores de la tolerancia moderna entendieron que para vivir en paz había que resolver un problema teológico que nos sigue lastrando. No habrá paz, decían, mientras tres religiones diferentes pretendan tener la verdad en exclusiva, es decir, mientras piensen que su Dios es el único verdadero. Lo resolvieron con un par de sentencias que son oro de ley. La primera, que el ser humano es un eterno buscador de la verdad pero no su propietario. Nadie la tiene en propiedad, así que tendrá que respetar las ideas y creencias de los demás, aunque no estemos d acuerdo. Y la segunda: que antes que judíos, moros o cristianos somos seres humanos. Antes que diferentes, somos iguales, por eso podemos convivir respetuosamente.

             Estas sabias sentencias trajeron en el pasado mucha paz aunque, por lo que estamos viendo, casi estén olvidadas. Nuestra sociedad está plagada no de buscadores sino de poseedores. Todo es blanco o negro; amigo o enemigo; conmigo o contra mí. Algunos hablan de las dos Españas, un trampantojo pues quien así habla suele suponer que hay una buena y otra mala, olvidando que, como decía Américo Castro, el mismo virus infecta a una y otra.

             Seguro que Nuñez Feijóo no quería inmiscuirse en un debate metafísico sobre la tolerancia, sino desacreditar políticamente la emigración de musulmanes en Europa. Al recurrir a un argumento teológico –la supuesta superioridad política del catolicismo sobre el Islam- lo que hace, sin embargo, es un peligroso viaje al pasado pues volvemos al punto que hemos querido superar: confundir religión y política. Llevar al campo político, terreno propicio para los acuerdos o incluso las componendas, las reglas de juego de la religión, tan dadas a verdades absolutas, significa renegar de las conquistas ilustradas de los dos últimos siglos. De ahí a confundir pecado con delito penal sólo hay un paso que un demócrata, por muy conservador que sea, no debería permitirse. Mejor que estas escapadas con tintes religiosos, la oración de un descreído como Voltaire: “Ójalá, Dios mío, todos los hombres recuerden que son hermanos”.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 12 de febrero 2023)