21/6/23

París, sin la flecha que lamía su cielo

             El día 15 de abril del 2019 el fuego devoró Nôtre Dame de París. Muchos se sintieron de luto porque esa isleta de tierra entre los dos brazos del Sena se había convertido a lo largo del tiempo en el hogar cultural de medio mundo. Inútil ya levantar la mirada para admirar “la vieille flèche/qui lèche/le plafond gris de Paris”, tal y como cantaba Edith Piaff. En lugar de la aguja desafiante que lamía el techo de Paris, un cielo despoblado tan triste como el silencio que anuncia un desastre.

             No había vuelto a París desde entonces. Al contemplar ahora ese entrañable lugar sin el perfil que marcaba la arquitectura de la catedral, sentía que lo que se había desplomado era la bóveda de un mundo del que formaba parte la Sorbona y la teología medieval, los enciclopedistas y la Revolución Francesa, el mayo del 68 y los existencialistas, Edith Piaff, Georges Brassens o Ives Montand.

             El Presidente francés, Enmanuel Macron, ha prometido levantar el templo en cinco años y se trabaja denodadamente para cumplir la promesa. Pero ¿cómo será la restauración? Los franceses se han hecho la pregunta y todos hemos descubierto que tiene un gran calado artístico y moral. Unos piensan que había que dejarlo como estaba o lo más parecido. Es verdad que se han destruido las vidrieras, que han desaparecido muchas pinturas, que las piedras de sus bóvedas y columnas han quedado calcinadas, que su inconfundible flecha se derritió como una vela de cera. Da igual: hay que reproducir lo que había para que las generaciones siguientes sigan viendo lo que vieron las que nos precedieron. Otros, por el contrario, pensaban que había que asumir el desastre que ha supuesto la destrucción de la colosal catedral gótica construida en el siglo XII, y componer, con las ruinas que han quedado, un nuevo espacio espiritual. Las inconfundibles dos torres de la fachada deberían encabezar un espacio artístico, completado con nuevos materiales, que recordaran lo que hubo y se perdió, pero también que la vida sigue de otra manera.

             Hay evidentemente una dimensión estética en este debate pero también ética. No es lo mismo un proyecto de restauración que ponga el acento en manifestar la eternidad de la obra humana capaz de sobreponerse a cualquier tragedia, que en reconocer la caducidad de nuestras obras y los límites de nuestras creaciones.

             Si todavía hoy las catedrales nos dicen tanto es porque siguen siendo los termómetros que miden la calidad moral de las sociedades que las contemplan. Hubo un tiempo en el que “gótico” era sinónimo de bárbaro, es decir, antimoderno. El culto a la modernidad no soportaba la autoridad de lo antiguo, sobre todo si venía revestido de la belleza de catedrales como Nôtre Dame o Chartres. Eso duró siglos, hasta que los románticos descubrieron en el arte gótico la expresión del modo de ser de los pueblos. Goethe propuso cambiar el nombre de “alemán” por el de “gótico”, para que los franceses renunciaran a cualquier relación patrimonial con la cultura gótica. Rindieron tal culto a la Catedral de Colonia que la convirtieron en el símbolo del II Reich Alemán (que reivindicaba al Primero, el de Carlomagno, y anticipaba el Tercero, el de Hitler). Los franceses respondieron a la provocación con las mismas armas: las catedrales góticas eran lo más propio de una Francia rural y cristiana, antirrevolucionaria y popular. Franceses y alemanes utilizaron las catedrales como armas arrojadizas para afirmar sus respetivos nacionalismos, los mismos que sembraron las tierras europeas de sangre.

             La existencia de la Unión Europea descarta de nuestro horizonte ese tipo de batallas a propósito de la reconstrucción de una catedral medieval. Lo que sigue viva es la capacidad simbólica de la catedral, de ahí que hoy como ayer la restauración de la catedral parisina tenga un fuerte componente moral y político. Ha coincidido el fuego de Nôtre Dame y la consiguiente restauración con el cambio climático o, mejor, con la toma de conciencia de un cambio climático sin precedentes. Lo que subyace a esa toma de conciencia no es tanto que hay menos agua y más calor, cuanto que nuestro mundo es finito. Los recursos del hombre y de la naturaleza son limitados por eso hay que renunciar a la idea de un progreso sin fin, de un crecimiento ilimitado, de un consumo desaforado. La obra humana es caduca como lo es el mundo que habitamos. Una forma de expresar esa conciencia del límite es tener presente el desastre del fuego que ha destruido una obra humana tan prodigiosa como ésta. Una rehabilitación que recordara la fugacidad de la vida y que invitara al cuidado de lo que logramos y a la sobriedad en el uso de los recursos, haría más por el futuro de la humanidad que una cuidadosa reconstrucción que no dejara rastro de lo ocurrido.

             Deberíamos aprender de la experiencia alemana. La aviación aliada arrasó muchas de sus catedrales. Las reconstruyeron piedra a piedra. En algunas de ellas puede verse el empeño del pueblo en ello. Hay imágenes conmovedoras de gente que con sus manos retiraron los escombros y acarrearon materiales. Pero no hay rastro en esas fotos del apoyo de ese mismo pueblo a Hitler, causa de todas sus desgracias. Como si solo lamentaran los desastres de la guerra y no el entusiasmo hitleriano que los provocó.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 7 de mayo 2023)