El día 15 de abril del 2019 el fuego
devoró Nôtre Dame de París. Muchos se sintieron de luto porque esa isleta de
tierra entre los dos brazos del Sena se había convertido a lo largo del tiempo
en el hogar cultural de medio mundo. Inútil ya levantar la mirada para admirar
“la vieille flèche/qui lèche/le plafond gris de Paris”, tal y como cantaba
Edith Piaff. En lugar de la aguja desafiante que lamía el techo de Paris, un
cielo despoblado tan triste como el silencio que anuncia un desastre.
No había vuelto a París desde
entonces. Al contemplar ahora ese entrañable lugar sin el perfil que marcaba la
arquitectura de la catedral, sentía que lo que se había desplomado era la
bóveda de un mundo del que formaba parte la Sorbona y la teología medieval, los
enciclopedistas y la Revolución Francesa, el mayo del 68 y los
existencialistas, Edith Piaff, Georges Brassens o Ives Montand.
El Presidente francés, Enmanuel
Macron, ha prometido levantar el templo en cinco años y se trabaja
denodadamente para cumplir la promesa. Pero ¿cómo será la restauración? Los
franceses se han hecho la pregunta y todos hemos descubierto que tiene un gran
calado artístico y moral. Unos piensan que había que dejarlo como estaba o lo
más parecido. Es verdad que se han destruido las vidrieras, que han
desaparecido muchas pinturas, que las piedras de sus bóvedas y columnas han
quedado calcinadas, que su inconfundible flecha se derritió como una vela de
cera. Da igual: hay que reproducir lo que había para que las generaciones
siguientes sigan viendo lo que vieron las que nos precedieron. Otros, por el
contrario, pensaban que había que asumir el desastre que ha supuesto la
destrucción de la colosal catedral gótica construida en el siglo XII, y
componer, con las ruinas que han quedado, un nuevo espacio espiritual. Las inconfundibles
dos torres de la fachada deberían encabezar un espacio artístico, completado
con nuevos materiales, que recordaran lo que hubo y se perdió, pero también que
la vida sigue de otra manera.
Hay evidentemente una dimensión
estética en este debate pero también ética. No es lo mismo un proyecto de
restauración que ponga el acento en manifestar la eternidad de la obra humana
capaz de sobreponerse a cualquier tragedia, que en reconocer la caducidad de
nuestras obras y los límites de nuestras creaciones.
Si todavía hoy las catedrales nos
dicen tanto es porque siguen siendo los termómetros que miden la calidad moral
de las sociedades que las contemplan. Hubo un tiempo en el que “gótico” era
sinónimo de bárbaro, es decir, antimoderno. El culto a la modernidad no
soportaba la autoridad de lo antiguo, sobre todo si venía revestido de la
belleza de catedrales como Nôtre Dame o Chartres. Eso duró siglos, hasta que
los románticos descubrieron en el arte gótico la expresión del modo de ser de
los pueblos. Goethe propuso cambiar el nombre de “alemán” por el de “gótico”,
para que los franceses renunciaran a cualquier relación patrimonial con la
cultura gótica. Rindieron tal culto a la Catedral de Colonia que la
convirtieron en el símbolo del II Reich Alemán (que reivindicaba al Primero, el
de Carlomagno, y anticipaba el Tercero, el de Hitler). Los franceses
respondieron a la provocación con las mismas armas: las catedrales góticas eran
lo más propio de una Francia rural y cristiana, antirrevolucionaria y popular. Franceses
y alemanes utilizaron las catedrales como armas arrojadizas para afirmar sus
respetivos nacionalismos, los mismos que sembraron las tierras europeas de
sangre.
La existencia de la Unión Europea
descarta de nuestro horizonte ese tipo de batallas a propósito de la
reconstrucción de una catedral medieval. Lo que sigue viva es la capacidad
simbólica de la catedral, de ahí que hoy como ayer la restauración de la
catedral parisina tenga un fuerte componente moral y político. Ha coincidido el
fuego de Nôtre Dame y la consiguiente restauración con el cambio climático o,
mejor, con la toma de conciencia de un cambio climático sin precedentes. Lo que
subyace a esa toma de conciencia no es tanto que hay menos agua y más calor,
cuanto que nuestro mundo es finito. Los recursos del hombre y de la naturaleza
son limitados por eso hay que renunciar a la idea de un progreso sin fin, de un
crecimiento ilimitado, de un consumo desaforado. La obra humana es caduca como
lo es el mundo que habitamos. Una forma de expresar esa conciencia del límite
es tener presente el desastre del fuego que ha destruido una obra humana tan
prodigiosa como ésta. Una rehabilitación que recordara la fugacidad de la vida
y que invitara al cuidado de lo que logramos y a la sobriedad en el uso de los
recursos, haría más por el futuro de la humanidad que una cuidadosa
reconstrucción que no dejara rastro de lo ocurrido.
Deberíamos aprender de la
experiencia alemana. La aviación aliada arrasó muchas de sus catedrales. Las
reconstruyeron piedra a piedra. En algunas de ellas puede verse el empeño del
pueblo en ello. Hay imágenes conmovedoras de gente que con sus manos retiraron
los escombros y acarrearon materiales. Pero no hay rastro en esas fotos del
apoyo de ese mismo pueblo a Hitler, causa de todas sus desgracias. Como si solo
lamentaran los desastres de la guerra y no el entusiasmo hitleriano que los provocó.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 7 de mayo
2023)