14/3/24

La responsabilidad y la culpa

             “No acabaré mi carrera como corrupto cuando soy inocente” dijo José Luis Ábalos, ex ministro del Gobierno de Pedro Sánchez, cuando se le pidió que dejara su escaño en el Congreso de los Diputados porque un hombre de su confianza, Koldo García, había sido procesado por cobrar ilegalmente comisiones en la venta de mascarillas.

            Si Ábalos se siente inocente ¿por qué tendría que dimitir? Que cada palo aguante su vela. El refranero popular español coincide en esto con la filosofía moral clásica cuando dice que uno tiene que hacerse cargo de sus actos; de todos sus actos, ciertamente, pero sólo de sus actos. Ahora bien, si Ábalos piensa que, al no ser el autor de los trapicheos millonarios que la justicia imputa a su singular chófer, no tiene responsabilidad alguna, se equivoca. El tema estrella de la reflexión moral contemporánea, dice Paul Ricoeur, es el de la responsabilidad sin culpa, es decir, que podemos ser responsables incluso de lo que no hemos hecho.

             Empecemos por aclarar que hay que distinguir entre culpa y responsabilidad. La culpa, tanto desde el punto de vista moral como penal, es personal e intransferible. Desde los tiempos del profeta Ezequiel tenemos claro que, a diferencia de lo que decían los mitos griegos, las culpas no se transmiten de padres a hijos. Los hijos no pagarán por las culpas de los padres, ni tampoco cargarán con sus delitos. Esto viene de muy antiguo. Lo que es nuevo es lo relativo a la responsabilidad política. Los alemanes actuales, nietos o bisnietos de la Alemania hitleriana, se consideran y se les considera responsables de lo que hicieron sus antepasados, por eso siguen indemnizando a muchas víctimas y honrando su memoria. Somos afectivamente responsables de lo que no hemos hecho al menos en alguno de estos dos casos: porque somos herederos de un pasado culpable o porque tenemos una relación con el autor culpable.

             En el primer caso hablamos de responsabilidad histórica que es la que se da en Alemania, como hemos visto, pero que es también la propia de cualquier país que, como España, Francia o Gran Bretaña, hayan sido imperio en el pasado. Las injusticias cometidas en el pasado con las colonias pesan sobre los descendientes en forma de responsabilidad. Nadie lo ha expresado mejor que Bartolomé de Las Casas quien, ya en el siglo XVI, decía, mirando a los descendientes de los conquistadores, que vendrían al mundo con la responsabilidad de reparar tanto las riquezas sustraídas como el buen nombre de los indígenas. Esto que hasta ahora parecían excesos retóricos, forma ya parte de la política de muchos Estados que indemnizan a los descendientes de esclavos, por ejemplo.

             Pero, además de la responsabilidad histórica, está la responsabilidad política entre contemporáneos. Es la que alcanza a José Luis Ábalos por las imputaciones a Koldo García. El ex ministro es una causa necesaria sin la que la extraña carrera empresarial de su chófer no se hubiera producido. Responsable pues de equivocarse en la elección del hombre de su confianza y también del desprestigio que ha causado a la institución política. Sentirse responsable es reconocer que se equivocó al promocionar a un sujeto que no merecía esa confianza, y, responsable también del desprestigio que han sufrido las instituciones públicas implicadas en este asunto. Ese reconocimiento de la responsabilidad se expresa abandonando el escaño en señal de respeto. Es la forma de reconocer que no se ha estado a la altura de la dignidad del cargo.

             No hay pues que ser culpable para sentirse responsable. El cómo y cuánto de la responsabilidad no está escrito pues depende en primer lugar de la sensibilidad de la propia conciencia. Se suele decir que esa conciencia es mayor en países de tradición protestante porque el protestantismo, al rebajar el papel intermediario de las iglesias, acrecienta el papel de la conciencia individual. No parece una explicación muy convincente porque ahí tenemos el caso del ex primer ministro de un país de tradición católica como Portugal, Antonio Costa, que dimitió sin vacilar, sintiéndose inocente, al verse salpicado por casos de terceras personas, “para preservar la dignidad del cargo”.

             De este episodio cabría extraer un par de lecciones: en primer lugar, habría que crear algo así como un estatuto del servidor público. No basta, como hasta ahora, la confianza del que nombra. El nombrado tiene que reunir determinadas condiciones como madurez humana, capacidad profesional y compromiso democrático, que una instancia cualificada pudiera valorar. Es posible que haya muchos Koldos instalados en despachos públicos cuyo único aval sea la confianza de su jefe. Y, en segundo lugar, habría que hilar más fino en la exigencia de responsabilidades. No vale todo, ni es lo mismo una mala práctica que una corruptela o una corrupción, por eso una forma de dignificar la cultura de la responsabilidad podría ser la valoración del resultado final. No puede ser que el país que menos dimite sea el que más dimisiones exija. No puede ser tan barato acusar o acosar sin pruebas y no debería quedar sin reconocimiento el gesto de quien dimite, como Antonio Costa, porque tiene más conciencia que quien no dimite o que quien pide la dimisión.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 10 de marzo 2024)