13/4/24

El laicismo se endurece y los conflictos crecen

            Parece que en Francia el laicismo se endurece. No sólo se prohíbe llevar el velo en las escuelas sino que se penaliza a las madres que lo luzcan cuando se apostan a la puerta de los centros escolares esperando la salida de sus hijas. Se toman esas medidas para invisibilizar las diferencias étnicas entre franceses y reforzar los rasgos comunes. Como no se alcanza el resultado previsto, sino que se multiplican los enfrentamientos entre comunidades, ha llegado el momento, piensan muchos, de revisar las bases del laicismo.

             Durante un tiempo se pensó que la convivencia entre miembros de distintas culturas o creencias se facilitaba rebajando lo que distinguía y subrayando lo que unía. Un buen ejemplo de este planteamiento lo encontramos en la obra teatral Natán el Sabio de Efraim Lessing. Judíos, moros y cristianos, hartos de guerrear durante siglos, se preguntan cómo vivir en paz. Encuentran respuesta en la tesis filosófica de que “todos antes que diferentes somos iguales”. Somos seres humanos antes que creyentes de esta o aquella religión. Eso funcionó a medias porque era difícil olvidar en la vida diaria que primero somos diferentes (en el comer, en el vestir, en el hablar, en el sentir, en el pensar) y que hay que hacer un largo viaje mental para descubrir que además compartimos el ser humano.

             Por supuesto que sigue en pie la apuesta por la convivencia y la conciencia de que compartimos una humanidad común. Lo que no acabamos de ver es cómo cohonestar esa pertenencia humanitaria con las hondas diferencias que caracterizan a los humanos. Quizá resulten de utilidad unas reflexiones intempestivas de José Jiménez Lozano sobre este tema de la tolerancia que tanto le ocupó durante un tiempo.

             No ocultaba su malestar por concepciones modernas, como la de Lessing, que basaban su fuerza de convicción en el hecho de ignorar las diferencias. ¡Como si fuera tan fácil hacer abstracción de que uno es cristiano o musulmán, español o francés, catalán o vasco, negro o blanco¡ Lessing lo resolvía diciendo que todas esas diferencias eran semejantes “a las del comer o vestir”, es decir, cuestión de gustos. Pero en eso se equivocaba porque por aquéllas diferencias se ha muerto y se ha matado. Jiménez Lozano se toma en serio esas diferencias porque no es lo mismo creer en Moisés o en Jesús que llevar la kipá o comer cerdo.

             Jiménez Lozano reivindicaba la tolerancia de los antiguos porque su punto de partida es la naturalidad de las diferencias. Las personas y los pueblos son, de entrada, diferentes en gustos, en razas, en género, en creencias, en ideas. Si alguien quiere entonces hablar de vida en común, tendrá que empezar por reconocer esas diferencias para poder acabar encontrando lo que les une más allá de lo que les distingue. El término tolerancia viene del latín “tollere”, que significa quitar. Tolerante es quien quita, en el sentido, de que no considera las diferencias como un obstáculo insalvable para vivir en comunidad. Ejemplar fue en ese sentido la convivencia de las tres Fés o Leyes o creencias en la España medieval (hasta que la cosa se malogró a finales del siglo XV). Convivían, es decir, intercambiaban de todo, desde recetas culinarias hasta creencias religiosas.

             Lo verdaderamente reseñable es que esa convivencia se nutría de las propias fuentes, es decir, de lo que les diferenciaba: el amor al prójimo llevaba al cristiano a salir de sí y encontrarse con el otro; lo mismo le ocurría al judío, impulsado por su alta consideración del extranjero o al musulmán, celoso cultivador de la cultura hospitalaria. Este enfoque de Jiménez Lozano resulta de la mayor actualidad porque plantea la convivencia como un punto de llegada que parte, sin embargo, del reconocimiento de las diferencias. Es de actualidad porque hoy se ha impuesto el extraño mantra de que las diferencias son sospechosas: produce desasosiego el catalán o el vasco, pero también el negro o, sencillamente el que piensa de otra manera o tiene otra empatía política. Si son sospechosas es porque ponen en peligro la unidad o la uniformidad que hemos elevado a valores superiores, que es lo que hace la tolerancia moderna contra la que Jiménez Lozano levanta la voz.

             No se trata de instalarse en las diferencias porque entonces no habría convivencia posible. El verdadero desafío de quien afirme ser diferente es buscar en la propia identidad caminos para salir de sí y encontrarse con el otro. Si no lo hace –y este es el drama de los nacionalismos pero también de los sectarismos ideológicos o políticos- su mundo será excluyente e inhabitable. Si la palabra del año ha sido la de “polarización”, señal de que esto de afirmar lo propio como excluyente se lleva mucho. Lo que no tiene sentido es reivindicar la tolerancia de los antiguos contra la de los modernos y caer luego en el vicio de la uniformidad. Los defensores de la unidad tropiezan contra el mismo escollo que golpea a quienes quieren romperla, a saber, el alcance de la diferencia. Los primeros la niegan, como si fuera posible desprenderse de las circunstancias del nacimiento; los segundos la absolutizan, con lo que se condenan a una existencia tribal. El camino real va de la diferencia a la convivencia.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 7 de abril 2024)