Hemos pasado de la quema de libros a la
quema del bosque. No creo que sea una conquista humanitaria porque los tiranos,
la Inquisición o el nazismo sólo perseguían los libros peligrosos mientras que
la quema de árboles es una amenaza desde luego para todo libro, pero también para
la vida.
Tácito decía, por el año 98, que los
tiranos quemaban libros “para acallar la voz del pueblo, la libertad y la
conciencia”. Veinte siglos después, un corresponsal español en Alemania,
González Ruano, se entusiasmaba ante la pira que incendió Göbbels en Berlín
comentando a sus lectores que libros como
El mundo de ayer, de Stephan Zweig o el Natán
el sabio, de Lessing (por no hablar de los Mann, Brecht, Freud, Kästner, etc.)
“no merecían mejor suerte que las llamas”. Por no hablar de otro camarada, el
profesor falangista Antonio Luna que organizó, después de la caída de Madrid,
una quema de libros en la Universidad Complutense “para edificar a España una,
grande y libre”.
Con ser esto deprimente, resulta peor la
quema del bosque, no sólo porque sin árboles no hay libros, sino porque la
quema del bosque supone una perversión de algo tan fundamental para los humanos
como el fuego. Un bosque ardiendo es la imagen más elocuente del regreso de la
especie humana a la barbarie. Recordemos, para aclararlo, el mito de Prometeo
que cuenta Platón su diálogo Parménides.
Los dioses, al echar una mirada sobre la tierra, se dieron cuenta de que habían
sido injustos con la creación del ser humano. Veían en efecto que los animales nacían
bien pertrechados para vivir: el que no nacía rápido, era fuerte o astuto. Sólo
el ser humano nacía indefenso. Para subsanar el error, Prometeo roba el fuego a
los dioses y se lo trae a los humanos para que hicieran fuego y pudieran
calentarse o cocinar o forjar hierro y hacer utensilios con los que defenderse
de las fieras. Pero aquello no funcionó porque el ser humano no supo aprovechar
las bondades del fuego y prefirió usarle para fabricar armas con las que
hacerse la guerra entre ellos. A la vista del desastre, los dioses tuvieron que
pensar en un segundo envío, a saber, una buena dosis de sabiduría para aprender
a usarle correctamente.
Esa sabiduría para manejar la técnica es
lo que hoy se echa de menos. Y no frivolicemos los incendios echando la culpa a
una puñado de pirómanos, ni a la negligencia de unos cuantos agricultores, ni
siquiera a la voracidad de constructores que buscan atajos para obtener
terrenos urbanizables. Esta ausencia de sabiduría que alimenta el fuego no es
el resultado de la ignorancia sino de una potente racionalidad que es la que
nutre las decisiones económicas pero también nuestras formas de vida.
Algunos han llamado a esta racionalidad
suicida que nos envuelve “racionalidad instrumental” porque convierte todo –el
fuego, el aire, la tierra y el agua- en medios o instrumentos para generar
beneficios económicos. No es por casualidad que se abandonan los pueblos y con
ello el cuidado de la naturaleza; ni lo es que se gaste más dinero en financiar
los toros que en limpiar el bosque; ni que se explote intensivamente la tierra
hasta convertirla en paja. El cambio climático que está convirtiendo el planeta
en yesca es la consecuencia de una planificación racional que lejos de poner la
técnica al servicio de la vida humana, como pretendía los dioses griegos, está
consiguiendo devolvernos a las cavernas. El filósofo Heidegger, cuando veía
esos imponentes logros técnicos, que eran las presas hidráulicas, capaces de
detener o cambiar el curso de los ríos, añoraba la sabiduría del viejo campesino
que dejaba fluir sus aguas y se aprovechaba de ellas sin alterar el cauce.
Podemos decir que de cómo tratemos el
problema del fuego va a depender el futuro del planeta, de ahí su importancia
política.
Los incendios forestales son la prueba
del fuego que, como las viejas ordalías, desvelan el juicio divino. En la Edad
Media, para descubrir la verdad en casos complejos, acudían a un rito macabro
consistente en someter la resistencia de los acusados a pruebas como sujetar un
hierro candente. El que antes sucumbía era culpable. Quedémonos de este bárbaro
ritual con la relación que establece entre fuego y verdad. El fuego no es un
fenómeno natural como un pedrisco que acontece sin que el ser humano intervenga.
El fuego es un fenómeno histórico que lo produce, lo provoca o lo induce el ser
humano. Y si hoy ha tomado estas proporciones es porque ha habido muchos
errores y también intereses por parte de todos.
El
fuego, que en su capacidad devastadora no distingue entre clases, razas o
países, es un bien y un problema planetario. No se entiende entonces que, ante
la magnitud del problema, la reacción de los políticos sea tan mezquina. Tratan
al fuego como si fuera un conflicto vecinal o como la ocasión para desgastar al
adversario. Los políticos deberían aprender de los viejos pueblos castellanos.
Cuando ardía el pinar doblaban las campanas con un tañido inconfundible y todo
el pueblo acudía con lo que tenía a mano a apagar el fuego. Si hay un tema en
el que resulta ridícula la actual polarización política es en la forma de
responder al reto del fuego. En la reacción política se echa de menos esta
elemental solidaridad humana.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 21 de
septiembre 2025)