Reconocer el dolor y la injusticia
sufridos por los pueblos indígenas durante la colonia o conquista española de
América, como acaba de hacer el Ministro de Asuntos Exteriores de España, ha
molestado a medio país. Algo que aparece en cualquier novela, en cualquier
película o en cualquier exposición de pintura, incluso la más patriótica,
produce escándalo si lo hace un representante político, como si para la clase
política el orgullo fuera un deber y la verdad, una humillación.
Expurgando argumentos del rechazo,
más allá de las reacciones viscerales, aparecen dos: que pesa más lo mucho que
se aportó que lo que desgraciadamente se destruyó; y, en segundo lugar, qué
tenemos que ver nosotros con lo que hicieron los antepasados. Veamos. Claro que
se hicieron cosas bien. Las tierras colonizadas por España no fueron refugio de
maleantes ni expresidiarios. Allá fue lo mejor de lo que aquí había y por eso
en poco tiempo se levantaron iglesias, universidades, ciudades y estructuras
económicas que enriquecieron substancialmente las tierras colonizadas. El
problema era, sin embargo, otro: ¿cómo nos vieron ellos? Y ¿con qué derecho nos
apropiamos de aquello? El caso de México es bien ilustrativo: nos recibieron
con los brazos abiertos, “como si los dioses hubieran regresado”, hasta que
vieron que iban tras oro. Hay un documento de la época, recogido por León
Portilla, en la Visión de los vencidos,
que lo expresa nítidamente: "llorad amigos/tened entendido que con estos
hechos hemos perdido la nación mexicatl”. Y concluye: "donde llegaban los
españoles, todo quedaba desolado". Así nos veían y no debían exagerar si
recordamos el tenor de la denuncia de los frailes dominicos en La Española,
aquel cuarto domingo de Adviento de 1511:“¿ con qué derecho y con qué justicia
tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿con qué autoridad
habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes?, ¿estos, no son hombres?”.
Es verdad que estas denuncias no cayeron en saco roto. Hubo leyes que quisieron
remediar las cosas pero no nos engañemos. Bartolomé de Las Casas hace al final
de su vida un balance demoledor: “ha sido
contra todo derecho natural y derecho de gentes, y también contra todo derecho
divino... y por consiguiente nulo, inválido y sin ningún valor y momento de
Derecho”.
Por muy molesta que nos parezca esta lectura, es la que se ha hecho y se ha
transmitido desde la otra orilla que no por ser la de los vencidos, carece de
razón.
El segundo argumento nos adentra en
el tema de la responsabilidad histórica: ¿qué nos une con ese pasado? ¿son los
nietos culpables de lo que hicieron los abuelos?, preguntas que podemos resumir
en una: si somos responsables de lo que no hemos hecho pero hemos heredado. En
filosofía moral decimos que la culpa es individual e intransferible, pero la
responsabilidad puede ser colectiva y heredada. Ahí está la Alemania actual,
nieta de la culpable del exterminio judío, que sigue asumiendo sus
responsabilidades y pagando las facturas correspondientes. Son muchas los
países que asumen responsabilidades morales, económicas y políticas por decisiones
tomadas hace siglos. Habría que preguntarse por qué en España se da ese rechazo
tan visceral de la responsabilidad histórica. Yo creo que porque domina un tipo
de patriotismo basado en el orgullo por la grandeza de la patria. Como si la
autocrítica sonara a traición y el reconocimiento de un error, a rebajamiento.
A este tipo de patriotismo estéril, que es el dominante, la filósofa francesa
Simone Weil, tan de moda en estos tiempos, opone el patriotismo de la compasión
que pone el acento no en sentirse orgullosos por pertenecer a una gran nación,
sino compasivos con ella al hacernos cargo de sus errores y debilidades. Esto
se traduce en reconocer la violencia con la que se ha conformado la propia
nación, en solidarizarnos con los pueblos sometidos o expulsados, en rechazar
la provincialización de los sentimientos e ideas que compartimos, en fomentar
la relación con los lugares concretos que nos han enriquecido y desconfiar del
territorio perimetrado por fronteras que limita lo nacional. En una palabra,
decidirnos entre un modelo de patriotismo, basado en relatos dudosos y
altamente improductivo, y otro, más modesto, que incentiva el encuentro y el crecimiento.
Una prueba de la trampa que supone el orgullo patriótico nos la proporciona Cien años de soledad, de García Márquez,
que es una crítica demoledora de esa ideología triunfalista de la conquista: ¿y
si esa crítica de lo que supuso la conquista fuera herencia de la cultura que
llevaron a aquellas tierras maestros de la Escuela de Salamanca? Cuando García
Márquez nos recordaba la deuda pendiente de España con América, estaba hablando
la misma lengua que Las Casas o Francisco de Vitoria. Sorprende que quienes
invocan la gloria de España se olviden de sus mejores hombres porque eran críticos.
Tenemos una historia común pero vivida desde dos orillas diferentes. Para que
esa historia enfrentada fecunde el presente es importante reconocer lo que se
hizo bien pero también, como dice Octavio Paz, el dolor que supuso “el
nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.
(Reyes
Mate, El Norte de Castilla, 8 de
Noviembre 2025)