Advenir es sinónimo de llegar con el matiz de que lo que haya de venir o advenga, no nos cae como un pedrisco sino que es esperado activamente. Si el adviento, tiempo de esperanza, está en desuso, es porque esto de la espera activa o creativa ya no se lleva. Decía recientemente Iñaki Gabilondo que los únicos que hoy hacen gala de esperanza son los que nada esperan. Se refería a esa ola conservadora que inunda Europa para la que el único futuro es el pasado. Lo que ponen por delante es lo que debería haber quedado atrás.
Eso ha cambiado. El futuro se ha convertido en un lugar inhóspito que provoca más miedo que confianza, por eso se busca seguridad en el pasado. La consigna de nuestro tiempo parece ser “miedo al futuro y refugio en el pasado”, por eso huimos del porvenir y nos refugiamos en lo que ha tenido lugar. Si se valoran más las ideas conservadoras que las innovadoras es porque ni el Estado ni la sociedad ofrecen garantías materiales de que uno pueda construir su futuro: ¿cómo proponernos un proyecto de vida si el trabajo es inseguro y la casa un sueño inalcanzable?
La esperanza ha devenido un bien escaso. Aunque se diga que es lo último que se pierde, más bien parece que es el lo último que aparece, por eso se echa tanto de menos. Estamos más preocupados en sobrevivir en el día a día que en pensar en el mañana. La esperanza, un bien escaso, pero además difícil de aceptar porque ¿cómo sostener que este mundo de locos se desarrolla conforme a un plan razonable? Con razón decía el escritor católico francés, Charles Péguy, que mantener la esperanza de que el mundo y el hombre lleguen a buen puerto exige un acto de fe sobrehumano porque la esperanza no es una espera cualquiera. Si en castellano distinguimos entre espera y esperanza es por algo. La espera indica apertura del espíritu a un tiempo que será mejor, confianza en que podremos mejorar, ánimo para superar las dificultades. Lo que subyace a la espera es la confianza en las fuerzas de uno, capaces de sobreponerse a las dificultades y acabar mejorando. La esperanza es otra cosa: parte de que todo ser humano tiene derecho a la felicidad y confía en conseguir todo lo necesario para ser feliz. Lo que la distingue de la espera es que para ello no confía sólo en sus fuerzas sino también en lo que le advenga como un regalo o don. Si la espera tiene mucho de meritocracia, la esperanza, por su parte, se acoge al Adviento. Los cristianos, siguiendo la inspiración bíblica, decían que la esperanza consistía en “el cumplimiento de la promesa”, es decir, en la realización de la promesa que Yahvé hizo a su pueblo de llevarle a una tierra nueva. Más allá de lo que uno crea o deje de creer, lo importante es entender la originalidad de este concepto, a saber, la confianza en el cumplimiento de lo que el ser humano necesita para ser feliz aunque escape a sus propias fuerzas. En esto la esperanza es totalmente diferente a la utopía: ésta sabe que sus aspiraciones jamás se cumplirán, por mucho que empuje hacia adelante, mientras que la esperanza vive de la confianza en que advendrá. La utopía tiene algo de estafa porque sabe que no tendrá lugar aquello a lo que aspira o anuncia.
La esperanza, cualquiera que haya sido su origen, no es un asunto meramente religioso sino dimensión necesaria de una sociedad humanamente saludable. Si, como decía al principio, está en peligro porque el futuro al que nos abre, inspira miedo, convendría salvarla movilizando todos los recursos disponibles. Para empezar, no dejar de hablar de ella. Quienes utilizan el lenguaje catastrófico para infundir miedo, lo que pretenden es privar a quienes les escuchan de esas reservas críticas que les permitirían ser más libres, más autónomos, más esperanzados. Puede que nuestro tiempo no sea capaz de entender lo que la palabra esperanza tiene de ambición humana (querer ser feliz) y de apertura a lo que nos pueda advenir. No importa: hay que seguir hablando de esperanza y de Adviento porque el ser humano es capaz de recibir más de lo que produce o merece, mal que le pese a esta sociedad meritocrática que ve con tan malos ojos lo que uno pueda recibir si no lo ha producido.
La regla de San Benito aconsejaba a sus monjes que rezaran de tal manera que “el corazón siguiera a los labios”. Si bien se mira, es un extraño consejo pues en buena ley debería ser al revés: primero se ceba el corazón y luego expresa sus afectos, creencias o ideas, silabeando o con gestos. Pero era y es un sabio consejo porque las palabras tienen más memoria que sus hablantes. El diccionario no sólo guarda las palabras que se usan sino también los contenidos de que están cargadas. El tiempo los hace germinar. Mientras haya quien celebre en algún rincón del mundo el Adviento, habrá esperanza.
Reyes Mate (El Norte de Castilla, 14 de Diciembre 2025)