29/4/15

La indiferencia ante las víctimas del tráfico

            Pasó sin pena ni gloria el tercer domingo de noviembre, dedicado a conmemorar en el mundo entero las víctimas de la carretera. Sorprende esta indiferencia si tenemos en cuenta la magnitud de la catástrofe vial: casi un millón y medio de muertos anualmente; unos 50 millones de heridos graves. Mueren en las carreteras más que en las guerra. Y, pese al descenso espectacular de los accidentes viales en España en los últimos años, los expertos avisan que el futuro será peor:  en el año 2030 estos accidentes se convertirán en la quinta causa de muerte en el mundo, en tanto que en el año 2004 ocupaba el décimo lugar.

            Lo que llama la atención es el fatalismo con que se acogen estas cifras. No hay más que ver la emoción social que despiertan las víctimas del terrorismo y el silencio con el que encajamos la información semanal de accidentes de tráfico. ¿Cómo se explica esta pertinaz invisibilización de las víctimas de la carretera?


            La clave está en el nombre con que las designamos: accidentes. Son algo accidental. Y ¿qué es entonces lo substancial e importante? Pues el progreso  que consideramos un bien indiscutible porque nos salva.  A él debemos que los enfermos se curen, que la media de vida aumente y que se haya popularizado el consumo de bienes reservados hasta entonces a pocos. Asumimos con naturalidad la autoridad del progreso y aceptamos resignadamente que haya que pagar un precio en vidas humanas, igual que los aztecas lo hacían con sus dioses. Los muertos o heridos graves de la carretera son el precio inevitable.

            Entiéndase bien lo que quiero decir. Por supuesto que los responsables políticos del tráfico están luchando denodadamente contra esa plaga moderna con las armas de que disponen: sensibilizando a los conductores con contundentes campañas publicitarias, mejorando las carreteras, sancionando duramente a los infractores y educando a los conductores. Los resultados han sido espectaculares y justo es reconocérselo. En unos pocos años hemos reducido el número de víctimas a la mitad. Pero esa medidas educadoras y sancionadoras tienen un límite de eficacia que los países más avanzados ya han tocado. Si queremos dar un paso más hay que revisar el prestigio intacto de la del progreso y, por tanto, de la velocidad. Sabíamos que la reducción del tiempo en la producción de mercancías era el secreto del beneficio empresarial. Ahora nos hemos contagiado de esa cultura y ciframos en la aceleración del tiempo el logro de la felicidad. Nuestro sueño es la instantaneidad. Nos gustaría llegar al instante, de ahí que todo el tiempo invertido en un trayecto sea tiempo perdido. Sólo interesa llegar cuanto antes. En el pasado el viaje era una experiencia de la que formaban parte la preparación, el disfrute del camino y la llegada a un lugar desconocido. Se valoraba el tiempo del camino y el espacio que cruzábamos. Ahora se les sufre como un resistencia a la aceleración que es potencialmente suicida porque el ser humano necesita tiempo y espacio para vivir.

            La primera víctima de la velocidad es la experiencia que necesita de un tempo más lento para poder integrar en ella las nuevas vivencias.  Hacer experiencia de la vida significa dejarse habitar por los acontecimientos hasta metabolizar un encuentro, una conversación, el nacimiento de un hijo o la muerte de un ser querido en vividura. Para toda digestión hace falta un tempo lento. A todo ello hemos renunciado, canjeando la riqueza de la experiencia por la fugacidad de las vivencia que se suceden vertiginosamente sin dejar rastro.

            Será imposible luchar eficazmente contra las víctimas viales si no cuestionamos antes la autoridad del progreso que exige, para estar al día o para ser competitivos, estrujar el tiempo. Los esfuerzos de la Dirección General de Tráfico o de las asociaciones de víctimas de la carretera se estrellarán contra un muro mientras el ídolo de los medios de comunicación sea un joven asturiano que rueda a 300 Kms. por hora o ese trío nacional que gana los campeonatos del mundo de motos. Se impone un tiempo muerto, como en el baloncesto, para analizar serenamente lo que mata a tanta gente en las carreteras, lo que lleva a tantos conductores a sillas de tetrapléjicos y a los hospitales a gastos descomunales.

            Lo que nos está ocurriendo es algo substancial y no accidental. Los muertos o heridos no son accidentes sino víctimas de "valores" que no merecen serlo. Un cultura del progreso basado en la velocidad, es decir, en la  constante aceleración, no produce más bienestar, sino una doble muerte: la de la experiencia en la forma de vivir, y la de las muertes en la carretera.

            No se trata de demonizar el progreso ni de renunciar a la velocidad. Bienvenidos los trenes más rápidos y la mejora de las carreteras. Pero el ser humano tiene que hacer un alto y entender que para vivir humanamente necesita tiempo y espacio. El progreso debe estar al servicio de la humanización del hombre y no el hombre al servicio del progreso. Y esto significa que hay un punto de velocidad  a partir del cual la vida humana se deshumaniza.


Reyes Mate (El Norte de Castilla, 4 de diciembre 2010)