18/12/15

El intelectual y el profesional de la política

            Volátil es en este momento el gusto político de los españoles y por eso resulta aventurado marcar preferencias con sólo otear el horizonte. El entusiasmo o, más modestamente, la buena acogida que han tenido las candidaturas de Ángel Gabilondo y de Luis García Montero, para disputar la presidencia de Madrid, por parte del PSOE y de IU, respectivamente ¿están dando a entender algo nuevo o todo se reduce a la curiosidad del momento?

            Razones hay para pensar que el personal está harto de un determinado tipo de político y que está esperando a otro, no muy lejano del que encarnan estos dos nombres.


            Las encuestas reflejan una y otra vez el descrédito de la clase política. Ya ni los militantes se fían de los suyos. Hubo un tiempo en que la sigla todo lo amparaba y sanaba y perdonaba. Ya no. Ahora nos fijamos en las personas que salen a la palestra. Les miramos a los ojos para ver qué transmiten y de paso echamos un vistazo a su historial. Nos importa poco su hoja de servicio partidaria: que si desde pequeño ya medraba por los recovecos de la organización, que si concejal o ministro. Todo eso lo dejamos de lado como si fuera un informe burocrático que sólo vale para contabilizar trienios. La mayoría de los políticos que exhiben los partidos políticos más afianzados tienen esa pinta de decadencia y falta de glamour. Al menos así los vemos. En esta lista de encanto amortizado están la mayoría de rostros que no son tan familiares.

            Tipos como Gabilondo y García Montero tienen otro aire. De entrada son intelectuales, es decir, gente que ha pasado muchas horas mirando a la paredes -estudiando- pero también no perdiendo ripio de lo que pasaba en la calle. Tienen mundos propios, construidos en años de soledad, pero han aprendido a escuchar las voces que vienen de fuera y distinguirlas de los ruidos. Por eso son intelectuales y no sólo eruditos.

            Si el público les brinda su confianza es porque intuitivamente ve en ellos madera con  la que labrar el perfil del hombre público que se necesita. Aristóteles lo clavó hace veintitantos siglos y el célebre filósofo no necesitó zambullirse en la metafísica para extraer sus perlas. Lo que dijo es tan de sentido común que lo asombroso es que nos asombremos de lo que dijo.

            Dice este griego ilustre -maestro que fue del Gran Alejandro- que el político tiene que ser virtuoso. No un listillo, sino virtuoso. Y como hoy esto de la virtud suena a beatería, conviene recordar lo que él entiende por virtud política. Consiste, en primer lugar, en tener conocimientos apropiados a la función que se quiere desempeñar. No valen compañeros de pupitre para ser banqueros, ni mandos intermedios que andaban mal en matemáticas para ministros de fomentos, ni amigas indocumentadas que por ser leales son convertidas en asesoras de investigación y ciencia, que de todo ha habido. Lo primero pues es competencia. En segundo lugar, madurez, esto es, haber  demostrado antes que uno es alguien, que en su círculo tiene prestigio porque cumple. Y, finalmente, que sabe decidir en situaciones conflictivas. Haber dejado constancia de  que, cuando toma decisiones, aguanta las presiones. A estas tres notas añade un aviso, a saber, que el político, un hombre público, no es virtuoso porque haga cosas buenas, sino que hace cosas buenas porque es virtuoso. Puede sonar la flauta por casualidad, pero el bien hacer es el resultado de mucha gimnasia intelectual y moral. Al poder hay que llegar llorado y duchado.

            Entre este modelo de hombre público y el político profesional que tenemos hay un abismo. Del primero cabe esperar que atienda a razones, es decir, que argumente sus decisiones, que valores las razones del adversario, que busque lo que une y que reconozca los errores. Del segundo ya sabemos que todo lo mide con la lógica del amigo/enemigo. El rival es un enemigo que nunca podrá tener razón. Y como el único objetivo que vale la pena es el poder, todo, absolutamente todo -desde la verdad hasta la vergüenza-debe someterse a sus exigencias.

            Precisamente porque hay un abismo entres los dos modelos, será difícil que prosperen los Gabilondo o García Montero. Para muchos de los que conforman el armazón de los partidos políticos, la profesión política es su habitat profesional. El cambio de perfil supone un proceso de regeneración y eso sólo sería posible si los partidos políticos descubrieran una verdad, vieja como sus propios orígenes, según la cual los partidos están al servicio de la sociedad y no en su propio beneficio.

            Luego están los otros, los que tienen realmente el viento a favor porque son biológicamente jóvenes o así lo parecen. Tienen en común con los intelectuales que no pertenecen a la "casta" de los ya establecidos. Les diferencia, sin embargo, que los unos, los intelectuales, se presentan con el aval de la virtud política y los otros, los recién llegados,  como Podemos o Ciudadanos, la tienen que demostrar.       


Reyes Mate, (El Periódico de Catalunya, 18 de marzo 2015)