13/6/16

La posmemoria

Abstract:
La reflexión sobre Auschwitz ha entrado en una nueva fase porque están desapareciendo los testigos y ha llegado el momento de pensar la memoria sin supervivientes. A eso se refiere la posmemoria cuya tarea principal es una construcción social de la memoria que fecunde el presente con la significación de ese pasado. Conforme pasa el tiempo se amplía la mirada de la memoria. Aparece, por ejemplo, el tema de los alemanes como víctimas, un asunto fundamental para precisar el significado de víctima; también es notable la revisión crítica desde el propio judaísmo del uso de la memoria. No todo ha sido trigo limpio. Desde un punto de vista filosófico no carece de importancia la pregunta sobre cómo leer tradiciones académicas que callaron sea porque miraron hacia otro lado sea porque no tenía nada que decir ante  la barbarie. Invita a la reflexión, finalmente, el hecho de que textos antiguos de supervivientes sean editados o reeditados ahora, caso de Antelme y Levi. Ante el desgaste o desviación de términos forjados por ellos, aparecen de nuevo para enfrentarse no a su tiempo sino al nuestro.

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            1. Al final del intenso diálogo que mantienen Elie Wiesel y Jorge Semprún, con motivo de los 50 años de la salida del campo,  confiesan ambos que ninguno desearía ser  el último testigo. La responsabilidad  es tal que el sólo pensarlo les produce vértigo(1).
            Llama la atención esa negativa pues a dar testimonio, ser testigo,  eso es lo que ellos son "ser un deportado es la única cosa que me caracteriza", dice Semprún, y Wiesel: "me horroriza pensar que puedo perder la memoria". Morir dando testimonio, aunque uno fuera el último testigo, sería hacer honor a la propia esencia.
            ¿Por qué ese temor? Por la responsabilidad que eso conlleva. No olvidemos en efecto que  ellos relacionan la posibilidad de esperanza de la humanidad al recuerdo de Auschwitz. Ser testigos no es sólo necesidad de contar lo que vivieron, sino de abrirnos los ojos sobre la situación en que nos encontramos. Ellos que han vivido la experiencia del campo y han mirado de enfrente a la Gorgona, sin haber perecido, son portadores de un secreto que tratan de comunicar con sus testimonios, sin lograrlo realmente. Saben que los supervivientes que han ido pasando han fracasado en esa tarea. El testimonio no ha cumplido su objetivo. Al principio nadie les quería escuchar, ni creer, ni publicar, ni leer. En eso al menos, sí ha habido un cambio de cosas pues se les lee, se les escucha, sobre todo los nietos(2).
            Pero ni Wiesel ni Semprún se engañan en cuanto a lo esencial del testimonio: nadie les hace caso. El exigente programa diseñado por Adorno, con su Nuevo Imperativo Categórico (repensar todo a la luz de la experiencia de la barbarie), está por estrenar. Por eso se sienten desconsolados : "si Auschwitz y Buchenwald no han cambiado al hombre, ¿qué le podrá hacer cambiar?” El hombre sigue su vida de espaldas a Auschwitz. Sus relatos conmueven pero nada pueden contra las lógicas que antaño nos llevaron a la catástrofe. Y los testigos dan testimonio porque piensan que Auschwitz puede cambiar al hombre. El último testigo es el portador de una información salvadora que sólo será eficaz si quien la recibe capta en el texto la experiencia que la escritura balbucea. Sin el poder del testigo vivo el testimonio queda reducido a un texto escrito que tendrá que asumir la tarea que los supervivientes no lograron trasmitir. En manos del último testigo está la posibilidad del último envite o del fracaso del testimonio.

            2. Parece que nos estamos acercando a ese momento. En el obituario de los periódicos se suceden las noticias de fallecimientos que van clausurando esa época:  en mayo moría Jorge Semprún; el siete de agosto, Rudolf Brazda, con 98 años, el último de los “triángulos rosa”; a los pocos días, la heroína de La Résistance, Nancy Wake, con 99 años; por las mismas expiraba en México uno de los últimos exiliados republicanos españoles, Adolfo Sánchez Vázquez, con 96 años.
            Ha llegado el momento de plantearnos una existencia sin ellos y eso significa preguntarnos cómo llenar el vacío que dejan. Porque dejan un vacío. Con ellos, en efecto, la memoria funcionaba sobre dos pilares: el rigor de los hechos que garantizaba la historia y, en segundo lugar, la pregunta por la significación de esos hechos que ellos, los supervivientes, se encargaban de que no faltara. Mientras viven los testigos, ellos se encargan de la relación entre hechos y significados. La prueba más brillante de esa conexión es la obra de Primo Levi Los hundidos y los salvados en la que cada línea es una meditación sobre los hechos por y para nosotros.
            La situación cambia con la desaparición de los testigos; ¿pueden los hechos, el conocimiento de los hechos, cargar con la tarea de extraer el sentido que tengan para nosotros? En el caso de que eso no sea posible ¿quién puede llenar ese vacío? ¿quién, relevar a los testigos?
            La respuesta a estos interrogantes es la construcción social de la memoria que tienen que llegar a cabo las generaciones posteriores. Es el tiempo de la posmemoria.
La Declaración de Estocolmo (enero del 2000) responde a esta necesidad proponiendo la memoria del Holocausto como un tema de reflexión colectiva y de educación en las aulas. Su propuesta se substancia en dos puntos: instituir el Día de la Memoria del Holocausto y que esa memoria forme parte de la educación escolar. En su intención, el Día de la Memoria tiene que ser  un día orientado a los vivos y no a los muertos. Aunque se conmemore a las víctimas del Holocausto, es su significación presente la razón de ser de esa conmemoración.
            En el gesto de  traer un acontecimiento pasado al presente estamos dando a entender que aquello tuvo lugar, es decir, aconteció. Esto último es particularmente significativo porque Auschwitz no fue un genocidio más sino un “proyecto de olvido”:  de ese genocidio  nada físico debía quedar para que no fuera posible recordarlo, es decir, para que no fuera posible la posmemoria. Pues bien, ese proyecto tuvo lugar, por eso el Tribunal de Nürenberg condenó a los dirigentes nazis por haber perpetrado un crimen contra la humanidad. Bien es verdad que al haber sido Hitler vencido no pudo consumarse. Hubo supervivientes y sus testimonios han sigo el germen de una memoria que es la que ahora nos convoca.
            Con la desaparición de los testigos estamos solos. No con la soledad que hubiéramos tenido de haber podido Hitler consumar su proyecto, pero sí con la soledad propia de quienes habitan el tiempo de la posmemoria en la que tienen que construir una memoria colectiva a la altura de su tiempo contando con los hechos, claro, y los primeros significados que extrajeron los supervivientes. Mientras hubiera un superviviente, habría la posibilidad de una voz que nos dijera ante tantas conmemoraciones, museizaciones o monumentalizaciones, “no es eso”. Eso de nada sirve si no consiguen que Auschwitz sea lo que dé que pensar.

            3. La construcción social de la memoria del Holocausto en tiempos de posmemoria.
            El punto de partida es el reconocimiento de la situación en que nos encontramos. Vivimos un planeta devastado por la peste del olvido. Cuando decimos que el genocidio judío supuso un crimen contra la humanidad, hay que entenderlo literalmente: algo murió de la humanidad del ser humano, en concreto, nuestra capacidad de recordar. A partir de ese momento, la memoria es el resultado de un esforzado cultivo y no una reacción instintiva. Ese cultivo de la memoria tiene las siguientes pautas.
            3.1. Hay muchos tipos de memoria. Y no me refiero tanto a las memorias subjetivas, que hay tantas como individuos que recuerdan.
            Me refiero también a la  diversidad en el tratamiento disciplinario de la misma. Para entender esto, debemos tener en cuenta que el pasado es un lugar privilegiado de sentido en el que buscan materia, inspiración o significados la historia, por supuesto, pero también la filosofía, la política o la literatura. Son muchas las disciplinas que recuerdan y cada una lo hace a su modo, con su propia metodología y alcances diferentes.
            Que la historia se ocupa del pasado es una perogrullada. El pasado es su razón de ser. Memoria e historia tienen el mismo material de trabajo, el pasado, aunque lo entiendan de manera diferente.  La historia tiene su propia idea de la memoria. Sabe que existe esa variante de lectura del pasado y ella misma ha construido una teoría de la memoria que les vale a los historiadores
            También la política, sabedora de su capacidad movilizadora, dispone de una propia política de la memoria. Tanto para construir una identidad colectiva como para sortear determinados  momentos de transiciones políticas (paso de una dictadura a una democracia), la política recurre al poder de la memoria para poner en circulación el tipo de pasado más acorde con sus intereses.
            El interés por la memoria alcanza a la teología. El cristianismo, por ejemplo, llama "memorial" a su gesto religioso fundamental , dando a entender que toda su fuerza salvífica se concentra en la actualización del pasado, de la muerte y resurrección de un hecho ocurrido hace dos mil años.
            En literatura el pasado es fundamental. No me refiero a las novelas históricas, sino a las buenas novelas en las que relato y memoria se confunden(3).
            3.2. Pues bien, conviene detenerse en el tratamiento que hace de la memoria la filosofía. Es verdad que es una mirada más, pero que  tiene la ventaja de reflexionar sobre las otras formas de memoria, arriesgando una significación que puede ser entendida por las demás.
            Como sobre este particular he escrito en otros lugares(4), resumiré lo dicho señalando que hay una evidente evolución en los significados filosóficos de la memoria: se ha pasado de identificarla con un sentimiento a considerarla también conocimiento; si en un momento era sólo privada ahora lo es también pública; si hubo un tiempo en el que era rival declarada de todo futuro, ahora es su cómplice.
            Hay dos aspectos en la concepción filosófica de la memoria del mayor interés para nuestro propósito. Para los antiguos, en concreto para Platón, la memoria era un conocimiento a posteriori, esto es, un re-conocimiento. El conocimiento tiene lugar en el mundo de las Ideas, pero en el mundo real sólo nos cabe re-conocer lo ya sabido por la vía de la anamnesis. Para Benjamin, sin embargo, no sólo es un conocimiento, sino la condición de todo conocimiento. Ha pasado de ser una categoría a posteriori a otra a priori. Este cambio teórico donde realmente se hace realidad es en Auschwitz. En ese cambio se substancia el famoso deber de memoria. El deber de memoria se inscribe en nuestro modo de pensar una vez que hemos tomado conciencia de los límites del conocimiento y de su correspondiente pretensión de invisibilizar el sufrimiento. La memoria se hace cargo de eso impensable por el conocimiento pero que, al haber tenido lugar, da que pensar.  Auschwitz fue lo impensado que tuvo lugar y por eso se constituye en lo que da que pensar. "Dar que pensar" es entender lo acontecido como el punto de partida de la reflexión. Ese momento se convierte en la fuente de la reflexión. Eso no significa citar el Lager cada vez que iniciamos una disertación sobre lo divino o lo humano, sino hacernos cargo de la realidad, de cómo se construye la realidad: invisibilizando el sufrimiento y haciéndolo impensable. Estamos en el epicentro del concepto de memoria por eso conviene detenerse en este punto. Hay un texto de Levi muy elocuente: “el acontecimiento, dice, es algo que trasciende la verdad y no sólo porque es inefable (inexpresable), o porque no es reducible a términos lógico-racionales. Hay algo más: el acontecimiento es, desde un determinado punto de vista, perfectamente inconmensurable. Es algo que no se identifica con la idea de verdad, al menos en la versión racionalista con la que la expresamos. Lo cierto es que, en un proceso normal, el testigo es llamado a declarar para hablar de un hecho y no de un acontecimiento. Nos encontramos ante tres realidades que quizá deberíamos separar: el acontecimiento, el hecho y la verdad"(5)
            La memoria es un exigente programa filosófico que obliga a re-pensar todo a la luz de la barbarie. Con razón Adorno prefería hablar de un Nuevo Imperativo Categórico en lugar de "deber de memoria" que corre el peligro de dar a la memoria un carácter meramente moralizante. ¿Qué significa entonces recordar? Repensar todo a la luz de la experiencia de la barbarie.
           Repensar, en primer lugar, la realidad, el mundo, no cayendo en la trampa de identificar realidad con facticidad. Walter Benjamin distingue entre hechos, que pueden ser conocidos (Erkenntnis), y eventos que escapan al conocimiento (Wahrheit), pero que tienen lugar. Lo que aquí llama Benjamin  “verdad” coincide con lo que Levi, en el texto anteriormente citado, llamaba “acontecimiento”. Uno y otro dan a entender lo limitado de nuestra forma habitual de conocer (Erkenntnis). Para ese conocimiento Auschwitz fue lo impensable, pero tuvo lugar, es decir, es un acontecimiento. El concepto de verdad lo que quiere decir es que ese acontecimiento es el punto de partida del conocer. Ahí aparece lo acontecido como el punto de partida de la reflexión. A ese movimiento del pensamiento llamamos memoria.
            Repensar la política a la luz de Auschwitz significa  entender que el Lager es la cuna de una nueva política europea. En el campo se había librado la gran batalla entre el hombre y la barbarie. Jorge Semprún, en su última aparición en Büchenwald, el pasado 11 de abril,  invitaba a los europeos a visitar Büchenwald  "para meditar sobre el origen de Europa y sus valores". En un momento como el actual, donde los intereses nacionales o nacionalistas, sobre todo en Alemania, priman sobre la construcción de Europa, esa invitación, a modo de testamento, es fundamental. Del campo viene una propuesta que obliga a romper con el  núcleo de la política moderna, a saber, el progreso. Respecto al progreso siguen valiendo las críticas benjaminianas: que es un mito y que es fascismo. Es un  mito porque nos le representamos como inagotable, imparable y salvífico. Hoy sabemos que no. Y  es fascismo pues tienen en común la misma lógica: funcionar con víctimas y aplicarse a invisibilizarlas.
          Repensar también la ética. Las éticas modernas están basadas en la buena conciencia. Ser consecuentes con la propia conciencia. La conciencia expresa la dignidad. En Auschwitz no hay dignidad, ni lugar para la buena conciencia. 
           Estas afirmaciones pueden parecer muy osadas. ¿Acaso tiene algo de malo seguir los dictados de una buena conciencia? ¿hay algo superior a someter la conducta a  los grandes principios morales que habitan de una manera casi natural las conciencias? Lo serían si no fuera porque, según los testigos, la buena conciencia murió en el Lager. En la citada entrevista,  muy al final de sus días, destinada a que Levi fijara los puntos más trascendentales de su testimonio, se dice una y otra vez que no se salvaron los mejores, ni mejoraron con la experiencia concentracionaria. Cuenta que tuvo que educar a un bondadoso joven húngaro “que seguía siendo fiel a la moral anterior del hombre libre…intenté convencerle de que no era aquél un lugar en el que valiera la moral de antes” y es que “en el campo la solidaridad naufraga”.
             En el Lager muere la ética de la dignidad o de la buena conciencia y ¿qué nace? Difícil pregunta. Para los demás, los que no estábamos en el Lager o hemos nacido después, no hay otra ética que la de responder a la pregunta de “si esto es un hombre”. En algún lugar la he llamado “ecceitas” y, otros, como Levinas hablan de alteridad. Ser  bueno es hacerse cargo del otro, de la inhumanidad del otro.
            Lo que es difícilmente compatible con la significación de Auschwitz son las éticas de tipo deliberativo o comunicativo, a la Habermas o a la Apel. Giorgio Agamben ha tenido la humorada de imaginar al Profesor Apel, armado de su método deliberativo, en un campo de concentración, dispuesto a demostrar con un musulmán su ética de la comunicación(6). Como bien se sabe, la base de esta ética consiste en afirmar que toda comunicación entre seres humanos presupone una comunicación obligatoria. Cuando nos hablamos, incluso para discrepar, presuponemos que el otro me entiende, que el otro sabe lo que estoy queriendo decir. Eso es posible porque hay un entendimiento en el juego del lenguaje. Hablamos para entendernos y porque nos entendemos. Este planteamiento no funcionaría si cuando hablo al otro, el otro no reacciona y calla simplemente. Esto es tan grave que, para Aristóteles, “un hombre tal es similar en todo a una planta”. El que no habla no es humano. Bueno, pues en Auschwitz el otro no habla, pero no porque no tenga voz sino porque no se cuenta con ella. La comunicación en Auschwitz se hace a través del látigo, elevado a la condición de “Dolmetscher” (traductor). Era el modo de comunicación de la orden del carcelero. En el caso del musulmán el traductor consuma su papel al anular la capacidad de reacción. Auschwitz es la prueba, para Agamben, de que el entendimiento como supuesto trascendental del lenguaje es un invento del filósofo de gabinete, por eso si Apel se empeña en probar la viabilidad de su invento en el Lager tendría que expulsar al musulmán, de nuevo, de la condición humana.
            La obligación de repensar la política y la ética nos lleva directamente al deber de repensar la justicia, tema mayor de nuestro tiempo. Quedarían descartadas todas aquellas teorías de la justicia que se planteen lo justo haciendo abstracción de la experiencias de injusticias porque eso sería tanto como negarse a repensar la justicia a partir de la experiencia de la barbarie que supuso Auschwitz. Me refiero, claro está, a las teorías procedimentales de inspiración rawlsiana o habermasiana. Otro ingrediente de una nueva concepción de la justicia consiste en reconocer la imposibilidad  de la reparación integral que, de una manera u otra, ha animado a las teorías clásicas de la justicia. Dice Patrice Loraux que “para los griegos era impensable una justicia sin retorno”(7), es decir, sin la posibilidad de la reparación o de la compensación. Auschwitz impone la figura de lo irreparable o de lo desaparecido. Aparece entonces la memoria de lo irreparable como forma de justicia que altera substancialmente el planteamiento de la justicia, caracterizado históricamente por un cuidadoso olvido de la injusticia pasada. La reflexión filosófica sobre la justicia después de Auschwitz tiene que tomar la forma de una justicia anamnética (8).
            Plantearse la justicia a partir de la memoria de la injusticia afecta a la relación entre justicia y derecho. El derecho codifica determinadas injusticias, pero no otras. El autor de la injusticia debe saberlo. La obra de Karl Jaspers, La cuestión de la culpa,    expresa bien este punto de vista. Ahí habla de culpabilidades que no están tipificadas en el derecho penal: culpabilidad moral (la indiferencia de los espectadores), política (los ciudadanos de un Estado criminal) y metafísica (la ética de la especie que tiene que reaccionar ante el sufrimiento de cualquier ser humano). No es malo sólo el que mata, ni basta para ser bueno tomar distancia de lo que pasa. El crimen político no es sólo un delito, no es asunto solo del derecho. No basta el Juicio de Nürenberg que castigó a los culpables directos. Es también una culpa, algo que incumbe a la moral y que afecta de otro modo a los delincuentes y también a los demás.
            3.3. Para esta tarea pendiente de repensar todo a la luz de la barbarie, resulta muy interesante cómo lo entienden los propios supervivientes. La revista Isegoría acaba de publicar las reflexiones filosóficas de Jorge Semprún sobre este particular (9). Invitado a pronunciar las X Conferencias Aranguren, en el año 2003, ofreció una mirada filosófica sobre las circunstancias del fascismo. Se le reconoce a Semprún un enorme talento literario, pero la fuerza de El largo viaje, La escritura o la vida y tantos otros es la carga filosófica de su narrativa. El que fuera estudiante de filosofía en La Sorbona interpretaba el campo como expresión del mal absoluto. El hitlerismo había organizado la vida concentracionaria de tal manera que el deportado interiorizara que la muerte no era una posibilidad, como para los demás mortales, sino una fatalidad que les esperaba en cualquier segundo de su existencia. La suya era una vida construida para y desde la muerte. Para Semprún ese supuesto nazi era un desafío que no podía eludir y al que tenía que dar una respuesta.
            Esto explica la importancia que tienen en sus relatos los moribundos. Era la cita del mal absoluto con el combatiente. Recordemos, por ejemplo, la muerte en sus brazos de su maestro, Maurice Halbwachs, el autor innolvidable de extraordinarias investigaciones sobre la memoria,. Semprún le recita a modo de plegaria unos versos de Beaudelaire: O mort, vieux capitaine, il est temps, levons l’ancre... Nos coeurs que tu connais sont remplis de rayons, mientras el agonizante sonríe “con la mirada sobre mí fraterna”. O  la agonía del bravo Diego Morales, un joven combatiente republicano que hasta había pasado por Auschwitz. Otra vez la poesía, esta vez de César Vallejo, para fraternizar con el agonizante: Al fin la batalla/y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre/y le dijo: “¡no mueras, te amo tanto!”/pero el cadáver, ay, siguió muriendo...”.
            Semprún acude a la muerte de Morales, como un año antes a la de Halbwachs, para luchar contra el mal absoluto con el arma de la “fraternización del morir”. Frente a la idea hitleriana que la muerte era el  destino fatal del prisionero, Semprún la presenta como una opción a favor de la vida. Acude a la cabecera de los moribundos para arrebatar el destino al nazi y decirle que “todos nosotros, que íbamos a morir, habíamos escogido la fraternidad de esta muerte por amor a la libertad”. La muerte que el nazi esgrimía como una fatalidad era vivida por ellos como una opción libre, fraterna, en favor de un mundo mejor.
            Frente al mal absoluto que representa, a sus ojos, el fascismo, el escritor/filósofo Semprún interpreta su experiencia como una respuesta teórica y práctica a tamaño desafío. Como el lugar de la filosofía es ese combate, se permite enjuiciar a los filósofos del momento bajo ese prisma: ve la filosofía de Heidegger contaminada por la opción nazi; rescata a Husserl que intuyó con tiempo el destino de Europa si no reanimaba su espíritu humanista, principio vertebrador de “una supranacionalidad de un tipo totalmente nuevo”; fustiga sin piedad al Wittgenstein que despreció la fraternización de la muerte; elogia la clarividencia de Jacques Maritain –pese a ser “para mi un filósofo y un teólogo bastante endeble”- al endosar al hombre la responsabilidad por el mal en el mundo; rinde homenaje a Jan Patocka que pagó con la vida la libertad crítica de su pensamiento; propone una recuperación crítica del pensamiento marxiano; se detiene en el Sartre autor de ¿Qué es la literatura? donde denuncia la frivolidad de la política realista  y de la filosofía idealista que se permiten afirmar que “el mal no es algo serio”.
             Puede que algún académico diga que estos son juicios de aficionado. Aparte de que sus juicios son compartidos por otros muchos académicos, lo importante es el juicio de un texto filosófico desde el enfrentamiento práctico contra el mal. Los textos filosóficos, aunque estén destinados a la estantería de una biblioteca, no son política y moralmente neutros. El deber de repensar todo obliga a valorarlos a la luz de su ubicación en la batalla contra el mal.
            3.4.  Para completar la mirada crítica de un testigo, sólo ocasionalmente filósofo, no viene mal convocar el análisis de un profesional en la materia como Jürgen Habermas. En julio del 2011 tuvo lugar, en un castillo de Elmau, un encuentro sobre “Voces judías en el discurso de los años sesenta”. Como decía una de las participantes, la historiadora Atina Grossmann, hija de judíos emigrados a los EEUU, “el holocausto nos es más próximo hoy que lo era en los sesenta”. Nos es, efectivamente, más próximo, pero como desvelaba Habermas en su descarnada intervención, titulada “La generosidad de los emigrantes”(10), en los sesenta fueron filósofos judíos alemanes los que salvaron lo mejor de la tradición filosófica alemana sin que entonces se lo reconociera la academia alemana.
            Volvieron pocos pero fueron muchos los que influyeron en aquellas generaciones de estudiantes conformando su manera de pensar. “Dispuestos a volver había muchos”, dice Habermas, “pero fueron muy pocos a los que se ofreció un puesto de trabajo”. Entre los que pudieron volver con trabajo, Karl Löwith, Helmuth Plessner o Ernst Bloch. Entre los que se las tuvieron que arreglar por su cuenta, Norbert Elias o Günther Anders. No volvieron, sin embargo, Wittgenstein, que murió en 1951, Stegmüller, Carnap o Hempel, representantes del empirismo lógico; tampoco lo hicieron Arendt, Jonas, Scholem o Leo Strauss. Todos ellos son “maîtres à penser” de muchas generaciones, aunque, como apunta Habermas, “la enumeración de esos nombres no da idea de la impar influencia de las voces judías en una universidad que se había hecho insegura y provinciana, así como en una opinión pública poseída por la voluntad de reconstruir un país sin mirar al pasado y dominada por una mentalidad instalada  en un anticomunismo represivo” (Habermas, 2011,5).
            Por lo que respecta a la filosofía, Alemania estaba surcada por tres corrientes mayoritarias: la fenomenológica y hermenéutica, en la que se había refugiado antiguos nazis o compañeros de viaje. Mención especial se hace de Georg Gadamer, el discípulo de Heidegger, que logró sortear la situación y hasta mereció la confianza de los rusos que le nombraron rector de la Universidad de Leipzig. Gadamer se trajo a su amigo Löwith que pudo así irradiar desde la universidad y la revista “Philosophishe Rundschau” su influencia.
            En la corriente analítica, el influjo de los pensadores era hegemónica. Por lo que respecta a la Teoría Crítica, creada en los años veinte por una generación de marxistas hegelianos, mayoritariamente judíos, la representación alemana en la postguerra, quedaba reducida a la persona de Adorno quien pudo experimentar la soledad y animadversión de los colegas alemanes en el congreso de Münster, en 1962, donde disertó sobre “El problema del progreso”. Ni el refinado estilo, ni la altura del lenguaje fue del agrado de los profesores oyentes. Otra fue, empero, la reacción de los estudiantes y de la opinión pública que vieron en él el referente de una tradición que no conocían pero que les decía mucho. Fundamental en la conquista de la opinión pública fue la figura de Marcuse, sobre todo su curso sobre Freud, en 1956, que puso en circulación el interés por el psicoanálisis para el estudio de comportamientos sociales, y  la conferencia, en 1964, en la que Marcuse rescata a Marx, desplazando a Weber. Los jóvenes empezaron a hablar, a partir de ese momento, de “capitalismo” y no ya de la weberiana "sociedad industrial avanzada” (Habermas, 2011, 9).
            Salvaron tradiciones y conformaron la mentalidad de los estudiantes, pero Alemania, dice Habermas, no les quería. Elocuente es el destino del eminente jurista Hans  Kelsen, el gran rival de Carl Schmitt: se le reconoció su valía pero no se le ofreció una cátedra. Los alemanes estaban muy sensibilizados al destino de los deportados tras la guerra (que eran su gente), pero no al de los judíos (como si lo judío no fuera con ellos). Ni siquiera el propio Habermas se fijó en lo que había de judío en el destino de todos esos pensadores exiliados. Pero ¿quién, se pregunta Habermas, si no estos discriminados por su raza, mientras los demás colegas siguieron a lo suyo, podían disponer de una sensibilidad superior para detectar entre tantos elementos corruptos lo mejor de una tradición y así entregarla a las nuevas generaciones? Y concluye con esta reflexión: “pienso que la cultura política de la vieja República Federal debe su inscripción vacilante en la civilización en una buena parte a los emigrantes judíos. Debe su afortunado desarrollo sobre todo a aquellos que tuvieron la generosidad de volver al país del que habían sido expulsados. Gracias a ellos han podido aprender una o dos generaciones, verdaderamente huérfanas,  cómo distinguir entre elementos corruptos y tradiciones que valen la pena transmitir”.

            4. La construcción social de la memoria es un proceso vivo porque el pasado es inagotable. Contra más hondos sean los hechos más tarde tardan en aflorar pero acaban imponiéndose porque siempre hay ese resto que acaba expeliendo la vida frustrada o pendiente que almacena.
            Paralelo a ese proceso de integración del pasado injusto es el de depuración de la memoria colectiva de los elementos más cuestionables pero que fueron más madrugadores. George Bensoussan  ha estudiado cómo se ha formado la memoria colectiva en Israel, y Peter Novick, en los Estados Unidos.
            4.1.Benoussan comienza diciendo que el Estado de Israel es un proyecto sionista concebido e incoado antes de la llegada de Hitler al poder. Si analizamos los elementos que caracterizaban  al Yishouv(11), observamos que poco hay en él favorable a la comprensión del significado de la Shoah. Para empezar, el sionismo es un movimiento político, no humanitario, alternativo a la identidad diaspórica, cuyo objetivo era la creación de un Estado propio y no la lucha contra el antisemitismo o el salvamento de los judíos(12).Como, por otro lado, el sionismo relacionaba la Shoah con la diáspora, se entenderá la frialdad con la que el Yishouv reaccionó ante la tragedia de los judíos europeos. Remitían a los malos hábitos de la diáspora la “pasividad” con la que esos judíos fueron asesinados, como “corderos llevados ante el matadero”.
            Todo cambia con el juicio a Eichmann en Jerusalem en 1961. “Para el sionismo”, escribe Benoussan, “ se trataba de utilizar el proceso de Eichmann para insertar la Shoah en la reconstrucción nacional según este esquema: Israel antiguo –exilio –renacimiento nacional. El exilio o diáspora era visto como un mero paréntesis, un tiempo desastroso que había desembocado en la catástrofe. La lección que había que sacar era clara: combate nacional por el nuevo Estado, lo que implicaba la aceptación del sacrificio y del riesgo supremo en vista a asegurar la independencia nacional” (Bensousan, 2008, 209).
            Pero el desarrollo del proceso desborda los cauces establecidos. Aparecen los testigos y se oyen sus relatos. El país se inunda de sentimientos provocados por la descubrimiento de tragedias enormes, vividas por los vecinos, que hasta ahora no habían podido expresarse. Lo reprimido durante tantos años pasa a ser substancia de la comunidad. Aquello ya no se puede perder, ni olvidar. Ben Gurion es consciente de que la batalla que el sionismo ha declarado a la interpretación de la Shoah la va a perder: “no han querido escucharnos. Con sus muertos (se refiere a los de la Shoah) han logrado sabotear el sueño sionista”, declara el 8 de dic de 1942 (Benoussan, 2008, 93). La importancia política de la Shoah ha desbordado todas las expectativas hasta el punto de convertirse en una religión civil.
            La significación epocal de Auschwitz no puede caminar por los derroteros “de la Shoah como religión civil”. La alternativa es el camino que emprendió Adorno al plantear la aparición de un “nuevo imperativo categórico”. De lo que se trata es de repensar la verdad, la política, la moral y la estética, teniendo en cuenta la barbarie experimentada de una forma extrema en Auschwitz. Ese repensar la razón y la acción tiene por objetivo descubrir momentos ignorados hasta entonces, pero siempre presentes, en la barbarie que ha acompañado a la historia del hombre. Auschwitz no es un cuadro sino una ventana que ilumina la estancia del hombre en el mundo. Si Adorno resume esa iluminación como la consideración “del sufrimiento como condición de toda verdad”, el sufrimiento es un momento a considerar no sólo en Auschwitz sino en toda la existencia. Y ese sufrimiento no sólo es teórica y prácticamente significativo para las víctimas judías, sino también para las palestinas y para los esclavos negros y para los amerindios conquistados por los españoles y para los colonizados por los franceses.
            4.2. El historiador Peter Novick sitúa su minuciosa investigación en los Estados Unidos porque ha sido ahí, y no en Europa, donde ha surgido la memoria que ahora nos invade(13). Europa, sin judíos, y empañada es reconstruir las ruinas, no quería mirar hacia atrás, pero ¿qué pasaba en los Estados Unidos donde se había concentrado buena parte de los supervivientes y qué pasaba en Israel? Cada página es una sorpresa. Aprendemos que entre 1945 y 1965, “época dorada del judaísmo en América”, había una clara voluntad judía de no hablar del holocausto. Estaba por supuesto la guerra fría y había que concentrar todas las energías en desacreditar al comunismo, pero es que, además, estaba mal visto considerarse víctima. El judío tenía que demostrar que era un ciudadano normal, de ahí el prestigio del discurso asimilacionista, reflejado en el hecho de que el 40% de los matrimonios eran mixtos. Empeñados en la memoria estaban buena parte de los supervivientes, pero no era ellos los que marcaban la política de la memoria. La cosa cambia a lo largo de los sesenta con el juicio de Eichmann. Aunque en un principio lo que destacaban los periodistas eran las lecciones del juicio para luchar contra el nuevo totalitarismo, es decir, el comunismo, lo cierto es que  la opinión pública mundial se  hizo entonces una idea de las proporciones de la catástrofe.
            La tesis del historiador Novick es que la memoria del Holocausto en USA no es el producto de un progreso moral sino de  coyunturas políticas sobre las que el autor se manifiesta muy crítico.  Resulta paradójico que en Washington haya, dice, un colosal museo dedicado al Holocausto, un acontecimiento europeo, y los negros no hayan conseguido otro para rememorar la esclavitud, que tuvo lugar allí mismo. Tampoco se piense que la indignación moral que provoca el Holocausto se traduce en lecciones morales. En el Holocausto pudieron morir un millón de niños.  Más de diez veces esa cantidad mueren cada año por hambre y enfermedad.  No sería necesario, para salvarlos, arriesgar la vida, como hubiera sido el caso durante el Holocausto. Pero nadie quiere establecer esa relación.
            Podemos estar tranquilos, si nos preocupa la memoria del Holocausto. Está ya tan institucionalizado en la escuela, en los museos y celebraciones nacionales, que no hay peligro de que se olvide. Otra cosa es que sirva de lección. Demasiado lejano y extremo. Sintomático en esa memoria es el poco peso de los testigos supervivientes y el mucho interés de los responsables políticos. Malo el olvidar pero peor es cuando la memoria se ritualiza en gestos convencionales que pierden de vista la significación de las víctimas.

            5. La centralidad de la víctima.
Que los judíos fueran víctimas está fuera de toda discusión, pero ¿podían serlo los alemanes? Se empieza a hablar ahora de los alemanes como víctimas, víctimas por tanto de los vencedores que no sólo consiguieron liberar al mundo de la amenaza nazi sino que también causaron daños injustificados a inocentes.
            De esto se habla ahora y cabe preguntarse ¿por qué no antes? Antes se sabía; lo sabían quienes lo habían sufrido y producido, pero nadie quería hablar de ello, ni hay constancia de ello en ese testimonio fiel de la época que suele ser la literatura. Quizá sólo una novela estuvo a la altura de las circunstancias -  La única que da una idea aproximada de la profundidad del espanto que amenazaba apoderarse entonces de todo el que verdaderamente mirase las ruinas que lo rodeaban (Sebald, 1999,20). El ángel caído, de H. Böll que sólo pudo ser publicada en 1992, cincuenta años después de ser escrita.
            Hay tres textos de referencia: la novela de G. Grass A paso de cangrejo (Im Krebsgang, 2002); la obra del historiador Jörg Friedrich El incendio. Alemania bajo los bombardeos, 1940-45 (Der Brand, 2002) y el ensayo de W.G. Sebald Sobre la historia natural de la destrucción (Luftkrieg und Literatur, 1999).
            Uno de los temas más candentes de este nuevo debate tiene que ver con los bombardeos de las ciudades alemanes. Sabemos por informes oficiales que sólo la Royal Air Force "arrojó un millón de toneladas de bombas sobre el territorio enemigo, que de las 131 ciudades atacadas, algunas quedaron totalmente arrasadas, que unos 600.000 civiles fueron víctimas de la guerra aérea en Alemania, que tres millones y medio de viviendas fueron destruidas, que al terminar la guerra había siete millones y medio de personas sin hogar, que a cada habitante de Colonia correspondieron 31,4 metros cúbicos de escombros y cada uno de Dresde, 42,8..." (Sebald, 1999, 13). Hoy tenemos la información pero, según Sebald, "lo que significaba realmente aquello no lo sabemos". De eso se trata ahora, se saber qué significaba aquello.
            Hay que empezar preguntándose por qué no se ha hablado antes de ello. La respuesta es evidente: era tal el daño que Alemania había hecho que no tenían derecho a quejarse de lo que les hicieron. Si ahondamos en esa respuesta encontramos matices muy importantes: En primer lugar, la represalia. Las potencias ocupantes no estaban muy dispuestas a tolerar expresiones de realismo so pena de caer en desgracia. En segundo lugar, en ese tipo de catástrofes se pierde la capacidad de recordar. Dice Sebald:  "La muerte por el fuego en pocas horas de una ciudad entera, con sus edificios y árboles, sus habitantes, animales domésticos, utensilios y mobiliario de toda clase tuvo que producir forzosamente una sobrecarga y paralización de la capacidad de pensar y sentir de los que consiguieron salvarse" (Sebald, 1999, 34). En tercer lugar, para los alemanes de la posguerra era más importante redefinir la comprensión de sí mismos que describir las condiciones que les rodeaban. Si Holderlin decía que a la hora de analizar un texto había que tener en cuenta el ángulo de visión (el punto de vista del espectador) y el cuadro que le enmarca (el contexto social), ahora sólo interesaba el ángulo de visión. A los escritores les preocupaba más la imagen de sí mismo (sobre todo la justificación de su actitud durante el fascismo) que la atención de las circunstancias, de la  realidad.
            En general, la gente no quería elaborar la experiencia vivida porque se sentían "ante un nuevo comienzo" (Sebald, 1999, 15). Las ruinas no eran el final de una aberración colectiva, sino el principio de una nueva era. Esa reorientación decidida hacia el futuro ahogaba de alguna manera la memoria, al menos en su expresión social. Esto valía en el plano colectivo y también en el político: la catástrofe no encontró lugar en la conciencia de la nación que emergía. Claro que la gente sabía, pero quedaba en los adentros. Enzensberger llega a escribir incluso que "el catalizador de la energía alemana en la reconstrucción fue la memoria de sus cadáveres" (Sebald, 1999, 22).
            ¿Qué problemas plantea esta información que ahora vamos teniendo? La legitimidad de los bombardeos sistemáticos de la población civil. Ahora sabemos que este debate tuvo lugar en Inglaterra antes de que se tomara la decisión. Sabemos que el obispo de Chichester denunció repetidamente en la Cámara de los Lores que una estrategia bélica que comportara el bombardeo sistemático de la población civil era inmoral e iba contra el derecho de la guerra, opinión que también defendieron importantes sectores del ejército británico.
            Es verdad que los alemanes inventaron el modelo con el bombardeo de Guernica, un experimento que luego aplicaron con rigor en la invasión de Polonia. Pero las denuncias de entones valían ahora.
            Dos razones se esgrimieron para esos bombardeos:  minar la moral de la población civil y acelerar el final de la guerra. Pero según informes de los aliados, en 1944 ya se constató que no se consiguieron esos objetivos. De ahí que aparezca, para algunos, como verdadera causa de los bombardeos, la voluntad británica de intervenir en la guerra, de no verse marginada en el reparto del mundo que se iniciaba con la nueva guerra. Pero incluso para el logro de ese objetivo el bombardeo sistemático no era la mejor estrategia ya que, como señaló luego Albert Speer, "ataques muchos más precisos y selectivos, por ejemplo, contra fábricas de rodamientos de bolas, instalaciones de petróleo y carburantes, nudos de comunicaciones y arterias principales, muy pronto hubieran podido paralizar todo el sistema de producción" (Sebald, 1999, 26). Los bombardeos no eran muy rentables para Inglaterra: morían el 70 % de los pilotos y la cosa cautivaba un tercio de todos los recursos bélicos. La segunda razón, aplicar la estrategia correspondiente al concepto de "guerra pura", defendido por Sir Arthur Harris. Defendía la idea de la guerra por la guerra, la destrucción total, es decir, la del enemigo, la de sus propiedades y la de su entorno natural.
            Hay un segundo capítulo de problemas, con implicaciones morales de esa estrategia bélica, que es la aportación más interesante de Sebald. Habla, en efecto, "de la organización social de la desgracia", es decir, dice que la guerra, tal y como fue diseñada por los aliados, fue "una organización social de la desgracia". Lo que creo que quiere decir es que la respuesta al nazismo exigía un concepto de guerra total. Y eso suponía desde aplicar todo conocimiento científico y técnico a la guerra, hasta implicarse con una estrategia de lucha que fuera una "organización social de la desgracia". ¿El resultado? No un triunfo de la civilización, sino una  "historia natural de la destrucción".
            ¿Cuál es el problema? Si la civilización que representa el vencedor resuelve su estrategia de lucha contra el fascismo en reducción del otro a naturaleza muerta (a ruinas y cadáveres), habrá que concluir que esa estrategia será consecuentemente una organización refinada de la desgracia, pero ¿dónde encontrar algo del espíritu civilizatorio que la inspira?
            Hasta ahora no se quería hablar de eso. Ahora bien,  si ni vencedores ni vencidos quieren hacer frente a esa realidad, tenemos todas las papeletas para reproducir la violencia. Y se entiende que no lo hayan querido hacer. Al fin y al cabo, los vendedores  subsumían esos hechos desgraciados bajo la estrategia global de lucha contra el mal, y los vencidos no estaban dispuestos a echar la vista atrás, ni siquiera para quejarse de los abusos. Pero ha llegado el momento de la visibilización de las víctimas y esto también afecta a las producidas por los liberadores. Al considerar a los alemanes como víctimas damos un paso más en la comprensión de la víctima. Podemos decir que el ser víctima no tiene que ver con el color de la piel ni con la ideología de la víctima ni la del victimario. Víctima es quien sufre una violencia inmerecida porque es inocente. Eso no quiere decir que los discursos no importan. Importan pero su importancia se mide en el negociado de las ideas políticas y no ante el sufrimiento de las víctimas. Por eso no puede haber “mis víctimas” y las otras. Quien ha entendido una, entiende todas.

            6. Conclusión.
            Después de este recorrido se impone la conclusión de que la reflexión sobre Auschwitz sigue abierta. De un pasado inagotable fluyen nuevas informaciones y preguntas que obligan a repensar todo. Por otro lado, el deber de memoria nos obliga a preguntarnos una y otra vez por la vigencia hoy de las lógicas que llevaron a la catástrofe.
            Se han publicado recientemente dos libros que recogen palabras dichas hace mucho tiempo. El que hayan tenido que ser dichas de nuevo da idea del sentido que ahora tiene la posmemoria de Auschwitz. Me refiero a Intervista a Primo Levi ex deportato. A cura de  Anna Bravo e Federico Cereja, Einaudi, 2011, y Vengeance? de Robert Antelme, Hermann, 2010. En el primero se recoge una de las últimas y más exigentes entrevistas a Levi con sendos estudios de los dos entrevistadores en el que Levi, a modo de testamento, dibuja el recorrido de la memoria. Entiende la memoria de Auschwitz como un acontecimiento fundante que da que pensar. Memoria es como conciencia de los límites del conocimiento y reconocimiento de una fuente inagotable que da que pensar. Ese sería el punto de partida, el Ursprung, siendo el de llegada un difícil lugar de encuentro entre víctimas y verdugos que no puede expresarse en términos de perdón/reconciliación, sino más bien de responsabilidad. Entre ese punto de partida y el de llegada hay todo un recorrido en el que él se detiene para explicar cómo Auschwitz acaba con un modo de pensar e inaugura otro, de suerte que términos como verdad, conocimiento, moral o política exigen ser repensados a la luz de esa inédita experiencia. Reseñables son los estudios que presentan y epilogan la entrevista. Lo que está ocurriendo no es ese re-pensar que plantea Levi, sino una revisión de lo que él dijo, por ejemplo, a propósito de la “zona gris”, ese lugar en el que el bien y el mal, las víctimas y los verdugos, se desdibujan y parecen confundirse. Se refiere a los Sonderkomandos, obligados a convertirse en el brazo ejecutor de sus carceleros. Pero Levi  forja ese concepto para hacernos ver  todo lo que hay ahí de estrategia de los verdugos, empeñados en invisibilizar su crimen, en borrar las distancias entre víctimas y verdugos.  Eso se ve bien en el partido de fútbol entre deportados judíos y oficiales nazis(14). Por un momento olvidan su condición inhumana y se entregan a la pasión del juego y a la camaradería de la competición. Es un juego macabro pues en esa pérdida momentánea de su condición de víctima ven los verdugos el momento de máximo triunfo. Dice Levi: “Nada semejante ha ocurrido  nunca, ni habría sido concebible, con las demás categorías de prisioneros, pero con ellos con “los cuervos del crematorio”, las SS podían cruzar las armas, de igual a igual o casi. Detrás de este armisticio podemos leer una risa satánica: está consumado, lo hemos conseguido, no sois ya la otra raza, la antirraza, el mayor enemigo del Reich Milenario; ya no sois el pueblo que rechaza a los ídolos. Os hemos  abrazado, corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros como nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos”. El verdugo busca la fraternización en el asesinato, comenta Levi (Levi, 1989, 48) y a eso no está él dispuesto: pese a las apariencias, dirá a los nazis,  hay víctimas y hay verdugos. En el campo nadie se sitúa "más allá del mal y del bien". Pues bien, hoy ha sido ese crítico concepto desnaturalizado en el sentido de que “zona gris” se refiere a la actitud de quienes se mantuvieron a distancia y no se implicaron en un confuso combate en el que todo el mundo se ensuciaría las manos. “Zona gris” sería entonces el lugar moral de los que no tomaron partido, una interpretación en las antípodas de Primo Levi.
            El otro texto al que me refería es Vengeance? de Robert Antelme, escrito en noviembre de 1945 al enterarse de que algunos exportados, como   él mismo, propiciaban el maltrato a los prisioneros alemanes a modo de venganza. Fue publicada por la revista LesVivants. Cahiers publiés par les prisonniers et déportés (1946), con una nota aclaratoria en la que se decía que su tono no debía nada  al sentimentalismo del momento hacia el destino de los pobres alemanes, sino al deber de testimoniar “de un hombre que supera el odio”. Dejar morir a los presos alemanes o matarlos clandestinamente es algo que un exdeportado no se lo puede permitir porque “el prisionero es un ser sagrado al haber sido privado de todo poder” y también porque esas prácticas supondría la derrota de las ideas de libertad, respeto y dignidad por las que ellos habían combatido. La venganza nivelaba a los combatientes antinazi con los nazis y a eso no estaba él dispuesto. Antelme recuerda con qué empeño el mundo concentracionario trataba de hacerles invisibles, como si expulsarles de la condición humana fuera del todo evidente. Para el deportado aquella experiencia resulta inolvidable pero también indecible. No hay manera de expresar la ceguera del alemán al negarse a ver en ellos a seres humanos, ni tampoco la entereza o la violencia con la que ellos reaccionaban ante cualquier humillación del ser humano que eran. Lo que resulta inaceptable ahora que han salido de aquella condición extrema -y “tienen los huesos cubiertos de carne” (Antelme, 2010, 17)- es que alguien traduzca aquella experiencia en “odio o en perdón”. El odio significa renuncia a los ideales por los que lucharon y el perdón podría dar a entender que han perdido la dimensión del mal sufrido. Lo que el odio y esa forma de perdón que es olvido tienen en común es, como señala Nancy en su comentario, es identificar al ser humano con sus obras de suerte que si sus obras son malas, hay que destruirle. Desde la venganza el otro no es un sujeto de derechos ni puede reclamar para sí el respeto y la dignidad por la que Antelme y los suyos arriesgaron sus vidas.
            Pero ¿por qué se publica esto hoy de nuevo? No parece que los alemanes estén en peligro de ser maltratados como antaño. Al contrario, son los líderes de Europa. ¿Lideran, empero, Europa con los valores que defendían quienes combatieron contra la inhumanidad del nazismo? Ni Merkel, heredera de la Alemania que salió derrotada, ni Sarkozy, heredero de las fuerzas que la combatieron, ni los demás países europeos que bailan al son que tocan Alemania y Francia, parecen afectados por este tipo de preguntas. Europa se construye sobre otras premisas. No hay odio, pero sí olvido de la catástrofe que sufrió Europa y de los valores por los que algunos, como Antelme, lucharon. Por eso, como decía la entradilla de 1946 “este testimonio merece ser publicado”, aunque con un matiz: si antaño el mérito del testimonio se ponía es la superación del odio, hoy lo es por su llamada a la memoria.

Reyes Mate (Revista Con-Ciencia Social, nr. 15 (2011), 119-133)

Notas:

(1) Semprún, Jorge y Wiesel, Ellie Se taire est impossible (Arte Editions, 1995).
(2) "Nous avons fait l´expérience qu´il est plus facile de parler aux petits-fils qu´aux fils", Semprún-Wiesel, 1995, 16.
(3) Me referido a Cien años de soledad, de García Márquez, como modelo de la complicidad entre literatura y memoria en Mate, Reyes, 2011 "Deber de memoria", en  R. Escudero Alday (ed.) Diccionario de memoria histórica. Conceptos contra el olvido, Catarata,  Madrid, 16.
(4) Mate, Reyes, 2011, Tratado de la injusticia, Anthropos, Barcelona.
(5) Intervista a Primo Levi ex deportato. A cura de  Anna Bravo e Federico Cereja, 2010, Einaudi, Torino, XXIII.
(6) Agamben, G., 1999, Ce qui reste  d´Auschwitz, Payot-Rivages, Paris 65.68.
(7) Loraux, Patrice  "Les disparus", en Nancy, J. L. (coord.), 2001,  L'art et la mémoire des camps. Représenter Exterminer, Seuil, Paris, 41-59.
(8) Mate, Reyes, 2011, Tratado de la injusticia, Anthropos, Barcelona y el libro colectivo Zamora, José A.-Mate, Reyes, 2011, Justicia y memoria. Hacia una teoría de la justicia anamnética, Anthropos, Barcelona
(9) Semprún Jorge,  “Memorias del mal” en la revista Isegoría , nr. 44 (enero-junio 2011), 377-417.
(10) Habermas J., 2011, "Grossherzige Remigranten. Über jüdische Philosophen in der frühen Bundesrepublik. Eine persönliche Erinnerung", aparecido en el Neue Zürcher Zeitung, 2 Juli 2011.
(11) Nombre hebreo de la comunidad judía en Palestina y de sus instituciones, antes de la creación del Estado de Israel.
(12) Bensoussan cita estas duras palabras de Ben Gourion: “si yo supiera con certeza que se podrían salvar todos los niños judíos, llevándolos a Inglaterra, y solo la mitad trayéndoles a Israel, elegiría  la segunda opción. Y eso porque nosotros no nos tenemos que hacer cargo de esos niños, sino del destino histórico del pueblo de Israel”,  Bensoussan G., 2008, Un nom impérissable. Israel, le sionisme et la destruction des Juifs d’Europe, Seuil, Paris, 49.
(13) Novick Peter, Judíos, ¿vergüenza o victimismo? El holocausto en la vida americana, Marcial Pons, 2007.
(14) Reyes Mate “Primo Levi, el testigo. Una semblanza en el XX aniversario de su desaparición”, en AAVV, 2008, El perdón, virtud política, Anthropos, Barcelona, 21-22.